Pasado un rato me da la impresión de que es buen momento para parar, y ambos paramos en el mismo instante, y papá y Mercedes nos aplauden, pero con suavidad, tan suavemente que no se los oye, lo que nos hace reír. La abuela Erra hace girar el taburete del piano y me levanta para cogerme en brazos.
– ¿Lo ves? -dice-. ¡Has tocado!
Cruza la sala de regreso conmigo sujeto sin ningún esfuerzo a la cadera.
– Me ha parecido oír alguna que otra palabra -dice papá-. Al menos un par de sílabas, de vez en cuando… No te nos estarás volviendo humana, Erra, ¿verdad?
– ¡Siempre he sido humana! -ríe la abuela-. Pero es cierto que he empezado a utilizar palabras al cantar… gracias a Mercedes. Es una maga con las palabras.
– ¿De verdad? -le pregunto mientras la abuela me deja en una butaca.
– La magia no está en mí -explica Mercedes-, no está en la gente, está en lo que ocurre entre la gente. Aprender a utilizarla es sobre todo una cuestión de concentración.
– Yo tengo un grave problema de concentración -bromea papá.
– Shhh… -dice Mercedes, y se lleva el dedo a los labios y baja la voz hasta un susurro ronco-. A veces, si cierras los ojos y escuchas con mucha atención, ocurre algo mágico. ¿Preparado, Randall?
– Preparado.
– Vale. Tienes una suave nube blanca en el cerebro, como una bola de algodón… ¿la ves?
– Sí.
– Hay una cuerda que sale de la nube, ¿verdad? Tiras con cuidado de la cuerda y tiene muchos lacitos de colores, como la estela de una cometa… así que sigues tirando con cuidado… los lazos están cosidos unos a otros… son palabras, los lazos son palabras… ¡y mira, mira lo que te traen desde el otro lado de la nube!
Abro los ojos pero Mercedes sonríe y dice:
– No, no, me refiero a que mires tu interior. Para mirar hacia dentro tienes que mantener los ojos cerrados. Vale… ahora va a ocurrir algo mágico, las imágenes se van a desplazar de mi cerebro al tuyo y empezarás a ver todo lo que yo diga. -Continúa hablando en voz baja con pausas entre cada palabra y la siguiente-: Aquí hay… un cuervo muerto… Aquí hay… un hada de alas iridiscentes… Aquí hay… un cuenco de avena… ¿Los ves, Randall?
Asiento porque puedo verlos de verdad. Hay un silencio expectante, así que me meto de verdad en el asunto, veo uno de los ojos del cuervo inmóvil, medio abierto y vidrioso, y la diadema de diamante anidada en el cabello dorado del hada, y el vapor que brota del cuenco de avena caliente que a veces prepara papá para desayunar en invierno, con azúcar moreno y crema, en ocasiones incluso con pasas, suculento.
Cuando abro los ojos de nuevo, los tres adultos me están sonriendo.
– Ocurre de continuo -me dice Mercedes-. La parte mágica es sencillamente ser consciente de ello.
– ¿Eres poeta? -le pregunta papá, cosa que la hace estallar en las carcajadas más preciosas que he oído en mi vida, como un millón de relucientes gotitas de agua esparcidas a nuestro alrededor.
– No -responde-. Soy terapeuta. Me dedico a la terapia de imagen.
Y aunque no sé con seguridad a qué se refiere, suena a algo muy agradable de hacer con ella.
– Una demostración fascinante -dice papá, y enciende un pitillo, cosa que ambos sabemos no agradaría a mamá-. Pero las obras de teatro son un asunto completamente distinto. No se puede escribir una obra sobre un cuervo muerto, un hada iridiscente o un cuenco de avena, tienes que relacionarlos todos de alguna manera.
– No sólo eso -añade la abuela Erra-, sino que la magia de Mercedes sólo funciona entre hablantes de la misma lengua. Si hubiera dicho cuervo muerto en otro idioma, Randall no habría visto nada. Por eso siempre he preferido la voz pura. Todo el mundo es capaz de entender la voz; mi canto es totalmente simple y manifiesto, ¿no es así, Randall?
– No lo sé -respondo con sinceridad-. Es totalmente hermoso, eso seguro.
Los adultos ríen porque he dicho «totalmente», que no es una palabra para niños, aunque la utilizan delante de nosotros todo el rato.
– Gracias, cariño -me dice la abuela.
Luego todos empiezan a tener conversaciones de adultos sobre el presidente Reagan (al que papá se refiere como «ese actor de cuarta categoría»), que ha enviado tropas a Beirut, y yo me acurruco en un almohadón en el suelo y me voy adormilando un poco, pensando que soy el Lirón, como mi madre, y tal vez empiecen a echarme té encima dentro de poco. En un momento dado me duermo por completo pero luego despierto porque todos se echan a reír a carcajadas aunque no he oído qué les hace reír, la abuela Erra levanta la voz de repente para decir que el único instrumento que ha acompañado siempre su canto es un laúd, papá y Mercedes cruzan una mirada con el ceño un poco arrugado en plan «de qué está hablando», y papá dice:
– Perdona, pero me parece que nunca he visto a un tañedor de laúd entre tus músicos.
Y Erra sonríe y dice:
– Es posible que sea invisible pero está, es el único que está de veras.
Quizá lo haya soñado, no estoy seguro de que dijera eso del laúd, a menudo las frases de la gente se distorsionan al colársete en los sueños.
Hacia el final de la velada todos intentamos hacer el pino. Papá se cae una y otra vez, Mercedes consigue levantar las piernas pero no ponerlas en línea recta con el cuerpo, yo mejoro con cada intento pero la abuela Erra es quien mejor lo hace y me pregunto si su vida será así todo el rato o si sólo se debe a la ocasión especial del picnic dominical en el suelo.
Esa noche en la cama intento hacer la magia de Mercedes con las palabras, cierro los ojos y murmuro «perro… gato… plato…» y demás, pero no funciona tan bien como cuando hay alguien que dice las palabras por ti sin que las esperes. Es difícil sorprenderse a uno mismo, igual que es difícil hacerse cosquillas, como me hizo ver papá hace mucho tiempo. «No puedo hacerme reír cosquilleándome -añadió-, pero puedo hacerme reír pensando en gente que intenta cosquillearse sin conseguirlo.»
Mamá vuelve a telefonear y al principio, al oír su voz, papá parece feliz y luego cada vez menos y menos feliz.
– ¿Qué quieres decir? -pregunta. Escucha un poco más y asiente, aunque ella no puede verlo, y dice-: Increíble. Ucranianos, ¿eh…? Sí, eso es, es posible que hayan provocado algún que otro pogromo para correrse una juerga, pero no son gente en plan solución final… Escucha, Sadie, claro que es de lo más fascinante, pero no me casé con tus antepasados, me casé contigo y me gustaría poder pasar un rato contigo de vez en cuando.
Transcurre otro par de minutos mientras sé que mamá está organizando una de las buenas en el otro extremo de la línea.
– ¿Que vas a qué? -dice él-. ¿Chicago? ¿Qué hay en Chicago…? ¿Qué pasa, ahora eres detective…? No son los días lo que me molesta, es cómo te estás llenando la cabeza con todo esto…
Pero ella no le deja terminar la frase, y poco después papá se despide.
– Tu madre va a hacer un pequeño desvío pasando por Chicago de regreso a casa. -Eso es lo único que me dice-. No volverá hasta el miércoles que viene.
Mientras no regresa mamá, hay un autor teatral amigo de papá llamado Jacob que se pasa por casa para charlar. Jacob me cae muy bien porque tiene una larga barba negra y un vozarrón lleno de risas. Representan una de sus obras en un teatro de verano allá en Vermont y quiere que papá lo acompañe en coche. Papá dice:
– Bueno, me encantaría, pero tengo que ocuparme de este enano de aquí.
– ¡Pues trae al enano! -responde Jacob-. ¡Qué demonios, cuantos más, mejor!
Así que resulta que sin contarle siquiera a mamá nuestros planes, nos vamos de Nueva York el sábado por la mañana en el viejo microbús de Jacob, que a ella le daría un síncope de lo sucio y lleno de trastos que está, y allá que nos vamos hasta Brattleboro, que queda a un buen trecho. Para pasar el rato, Jacob y papá cantan canciones de musicales de Broadway de cuando eran jóvenes, pero como nunca se acuerdan de la letra entera, empiezan a tontear con ellas, uno empieza una canción y luego el otro se une con una estrofa de otra canción y así sucesivamente, alternándose, y la única regla es que más o menos tiene que tener sentido y estar en la misma clave:
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