Si yo fuera rico, dubi dubi dubi dubi dubi dubi dibi da. El día entero seguiría el camino de baldosas amarillas. Seguiría el camino de baldosas amarillas la raa… Zim bam budel uu, hudel ah da wa sa Scatty wah. ¡Sí! No tiene por qué ser así. ¡Para llegar a los cielos, no aspires a un siete bajo las luces de Broadway! Oh, luna de Alabama, si yo fuera bidi bidi rico en yidel didel didel didel en Nueva York, Nueva York, qué maravilla de ciudad, el Bronx allá arriba, pero el Battery allá abajo, la gente va por un hoyo subterráneo… El pequeño David era bajito, ¡pero vaya! El pequeño David era bajito, ¡pero vaya! ¡Verás que es un as de la magia! ¡Si alguna vez hubo un gran mago! ¡Si alguna vez, oh, alguna vez hubo un gran mago! El mago de Oz lo es porque, porque, porque, porque, porque Moisés supone que sus deditos son rositas, pero Moisés no supone bien. Hupti dudi dudel, el pequeño Moisés fue hallado en un arroyo, el pequeño Moisés fue hallado en un arroyo, fue flotando por el agua hasta que la hija del viejo faraón dijo: muéstrame el camino hasta el próximo bar, oh, no preguntes por qué, oh, no preguntes por qué…
Sigue y sigue hasta que están cantando a pleno pulmón con las ventanillas abiertas y debo reconocer que no he visto a papá tan animado en mucho tiempo.
Cuando por fin llegamos al teatro, papá me sienta en su regazo y duermo durante la mayor parte de la obra, que de todas maneras no puedo entender. Luego hay una cena en honor de Jacob y me pregunto si papá está celoso, pero no lo parece, sino que bromea con todo el mundo y pregunta quién ha preparado esa comida tan deliciosa. Después resulta que no quedan habitaciones en la pensión porque Jacob nos trajo consigo en un arrebato y todas las habitaciones de la ciudad están reservadas para turistas. Jacob propone que nos den sacos de dormir y vayamos de acampada. Así que, aunque son las dos de la madrugada, volvemos a montarnos en el microbús y deambulamos un rato hasta dar con un lugar tranquilo, papá se apea y aparta una barrera y luego nos acurrucamos en los sacos de dormir en el suelo y contemplamos las estrellas. Es precioso de verdad y no hay muchos mosquitos. Antes de dormirme oigo a papá y Jacob hablando de cómo les recuerda a sus tiempos de juventud cuando eran hippies y la gente quería volver a la naturaleza tanto como fuera posible y todo el mundo llevaba el pelo largo y los pechos al aire y era una juerga.
Soy el primero en despertar por la mañana, muy temprano, cuando todo está tranquilo. Veo que estamos rodeados de prados y es tan temprano que el aire es fresco y aún hay rocío en la hierba reluciente a la luz clara. Mugen unas vacas de una granja cercana. Me levanto y camino descalzo por la hierba verde y húmeda y luego me meto en un bosquecillo en la linde del campo. Los rayos de sol empiezan a filtrarse entre las ramas, me siento en un viejo tocón de árbol y pienso en el alivio que supone no tener con nosotros en este viaje a mamá, que estaría preocupándose de que no nos resfriáramos o no nos hubiéramos lavado los dientes. Me acaricio con suavidad la marca de nacimiento del murciélago y me dice que ahora puedo hacer magia, así que lo intento. Pienso en la palabra rocío… Pienso en la palabra amanecer… Pienso en la palabra verano… y ocurre.
Unos minutos después un coche se acerca al microbús de Jacob y se detiene con un chirrido de frenos. Se apea un hombre que lleva un rifle. Se llega a zancadas hasta papá y Jacob, que siguen dormidos en el suelo, y no me ve gracias al bosquecillo, pero yo lo veo y parece enfadado.
– ¿Qué hostias hacéis en mi propiedad? -grita.
Papá y Jacob se incorporan frotándose los ojos y se alisan la ropa distraídamente.
– ¡Levantaos, coño! -grita el hombre, y los empuja con el cañón del rifle para demostrar que va en serio. Por lo visto, no puede hablar si no es a gritos-. ¿Veis ese cartel de ahí? -grita-. Pone «propiedad privada». Hostias, ¿es que no sabéis leer?
– Claro -dice papá-. Vimos el cartel…
– Claro que vimos el cartel -asiente Jacob-. Entramos, así que debimos de haberlo visto, pero no lo robamos.
– ¿Qué?
– No robamos el cartel -aclara papá-. Supusimos que como ponía «propiedad privada», debía de ser de alguien, así que no lo cogimos.
– Aunque nos habría venido de perlas para hacer una hoguera -añade Jacob en voz queda mientras se pone las sandalias-. Hacía una noche bastante fresca.
– Como soltéis otra gracia, capullos, voy a llamar a la policía -grita el granjero.
– ¿Dónde está tu hijo, Aron? -pregunta Jacob.
– ¿Así que lleváis críos? ¡¡Dios santo!!
– Estoy aquí, papá -digo, saliendo del bosquecillo. La voz me suena aguda y chillona a causa del arma, aunque me gustaría que no fuera así.
– A tomar por culo de aquí, ¿me oís?
– Calma, calma -le dice Jacob, que se agacha para recoger las mantas del suelo-. Ya nos vamos.
– ¡Eso estoy esperando! -grita el hombre-. ¡Os estoy vigilando! ¡Voy a contar hasta diez!
Mientras Jacob da marcha atrás para salir del campo, papá se despide con la mano para demostrar que no se siente humillado. Al tipo se le pone la cara morada de furia; vuelve a levantar el rifle y yo me encojo, notando casi la explosión del parabrisas si se enfadara lo bastante como para disparar. Momentos después, papá se vuelve hacia mí en el asiento trasero.
– ¿Estás bien, Ran? -pregunta en voz baja.
– Sí… No hacía falta que saludaras con la mano.
– Tienes razón. Ha sido una gilipollez.
Ni que decir tiene que toda esta excursión formará parte de nuestro acuerdo entre caballeros.
El miércoles siguiente vamos a recibir a mamá al JFK, que quiere decir John Fitzgerald Kennedy, quien fue un presidente de Estados Unidos al que mataron a tiros cuando mamá sólo tenía siete años y lo vio en la tele. Todavía recuerda a Jackie Kennedy, la mujer del presidente, con su traje rosa, a gatas por el Lincoln blindado nuevecito recogiendo trozos del cerebro de su marido, y dice que no entiende qué finalidad tiene un coche blindado si vas a bajar la capota y saludar a todo el mundo con la mano mientras te paseas entre el gentío. (¡Desde luego me alegro de que el granjero de Vermont no nos disparara, porque el microbús de Jacob no estaba blindado!)
Esperamos un buen rato viendo cómo atraviesan las puertas de vaivén los pasajeros del vuelo de Chicago. Es raro mirar todos esos rostros uno tras otro y comprobar que no son tu madre y descartarlos de inmediato como si no fueran nadie mientras que para la gente que los esperan son ellos quienes tienen importancia y tu madre no es nadie. Por fin -clic-:
– ¡Ahí está! -dice papá.
Ahí está, desde luego, arrastrando la maleta, y cuando nos ve no se le ilumina la cara tal como se le iluminaría a la abuela Erra, sino que más bien registra nuestra presencia en plan «Ah, bien, aquí estáis, ahora vamos a casa». Aun así, se agacha junto a la maleta para que me precipite a sus brazos y pueda abrazarme, pero en cuanto estoy entre sus brazos dice «¡Maldita sea!», y es un poco decepcionante oír esa palabra justo cuando abrazas a tu madre por primera vez en más de una quincena, pero es porque al agacharse ha hecho saltar uno de los botones de la cintura de sus pantalones, y cree que eso significa que ha engordado, lo que no es necesariamente cierto, a todo el mundo se le agranda el estómago al agacharse. Recoge el botón y se incorpora preocupada por el pantalón mientras papá, que tenía intención de darle un beso de bienvenida, se limita a cogerle la maleta, y luego nos dirigimos hacia el aparcamiento.
La agarro de la mano. Su mano está aquí conmigo, en Nueva York, pero su cabeza aún debe de estar yendo de un sitio a otro porque sin preguntarnos siquiera cómo nos ha ido comienza con su arenga. Su tono suena a problemas y más problemas, así que dejo que las palabras tomen forma allá arriba, a la altura de la boca de los adultos, mientras yo me quedo cerca del suelo y observo los miles de pies que pasan apresurados en todas direcciones. Pienso en lo que ocurriría si cayera una bomba en el JFK y toda esta gente se encontrara de repente muerta o desmembrada, revolcándose en su propia sangre. La marca de nacimiento en forma de murciélago me aconseja que suba el sonido de los bombarderos al máximo en el interior de mi cabeza y me regodeo en los gritos los vidrios que estallan los gemidos y zumbidos, el agudo silbido susurrante que hacen las bombas cuando caen en las películas, y luego la explosión una y otra vez.
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