Había ejemplares encuadernados del Himalayan Times, «el único semanario inglés al servicio del Tíbet, Bután, Sikkim, las plantaciones de té de Darjeeling y Dooars», y el Illustrated Weekly, donde una vez se había publicado un poema del padre Booty sobre una vaca.
Naturalmente tenían Pabellones lejanos y el Cuarteto del Raj, pero Lola, Noni, Sai y el padre Booty coincidían unánimemente en que no les gustaban los autores ingleses que escribían sobre la India; les revolvían el estómago; el delirio y la fiebre de alguna manera se mezclaban con los templos y las serpientes y los romances perversos, los derramamientos de sangre y los abortos espontáneos; no se correspondía con la verdad. Lo agradable eran los escritores ingleses que escribían sobre Inglaterra: P. G. Wodehouse, Agatha Christie, la campiña inglesa donde comentaban que el azafrán florecía pronto ese año, y lo mejor de todo, las novelas de señoríos. Al leerlas uno tenía la misma sensación que si estuviera viendo esas películas en el Consejo Británico en Calcuta, dotado de aire acondicionado, adonde habían llevado a menudo a Lola y Noni de niñas, la líquida música de violín que te transportaba en volandas por el sendero de entrada; la puerta de la casa solariega que se abría y un mayordomo que salía con paraguas, pues, naturalmente, siempre llovía; y lo primero que veías de la dama del señorío era su zapato, que asomaba por la puerta abierta; por el aspecto del pie ya podías darte el gusto de predecir la naturaleza presumida de su expresión.
Había infinitos relatos de viajes por la India y una y otra vez, un libro tras otro, estaba la escena del personaje que llegaba entrada la noche a un dak bungalow, el cocinero atareado en la cocina negra, y Sai cayó en la cuenta de que su llegada a Kalimpong de aquella guisa había sido una mera parte de la monotonía, nada original. La repetición la había encauzado, la había previsto, la había maldecido, y ciertos actos llevados a cabo mucho tiempo atrás habían dado a luz a todos ellos: Sai, el juez, Canija, el cocinero e incluso el coche de puré de patatas.
Curioseando las estanterías, Sai no sólo había ubicado por su cuenta sino que había leído Mi tribu en vías de desaparición, un libro que le había revelado cómo, hasta entonces, no sabía nada de las gentes que poblaran aquellas tierras antes que nadie. Los lepchas, los rong pa, el pueblo de la quebrada que seguía a Bon y creía que los primeros lepchas, fodongthing y nuzongnyue fueron creados a partir de la nieve sagrada del Kanchenjunga.
También estaban James Herriot, aquel veterano tan gracioso, Gerald Durrell, Sam Pig y Ann Pig, el osito Paddington y Scratchkin Patchkin, que vivía como una hoja en el manzano.
Y:
El caballero indio, haciendo gala de amor propio, no debería entrar en un compartimento reservado para europeos, como tampoco debería entrar en un vagón separado para las señoras. Aunque usted pueda haber adquirido las costumbres y los modales del europeo, tenga la valentía de demostrar que no se avergüenza de ser indio, y en todos esos casos, identifíquese con la raza a la que pertenece.
H. Hardless, Guía de etiqueta del caballero indio
La sorprendió una violenta ira. No era aconsejable leer libros antiguos; la furia que prendían no era antigua; era nueva. Si no podía pillar a ese mamón pomposo en persona, quería buscar a los descendientes de H. Hardless y cargárselos a cuchilladas. Pero no había que culpar al hijo del crimen de un padre, intentó razonar luego consigo misma. Pero ¿debería entonces disfrutar el hijo de las ganancias ilícitas del padre?
En lugar de ello, Sai se dedicó a escuchar a escondidas a Noni, que hablaba con la bibliotecaria sobre Crimen y castigo: «En parte me impresionó el estilo, pero en parte me desconcertaron esas ideas cristianas de confesión y perdón -decía Noni-: ¡ponen la carga del crimen sobre la víctima! Si nada puede reparar la fechoría, ¿por qué habría de repararse el pecado?»
El sistema entero, de hecho, parecía favorecer al criminal frente a la persona honrada. Podías portarte mal, decir que te arrepentías, pasártelo en grande y ser restituido a la misma posición que aquel que no había hecho nada, que ahora tenía que sobrellevar tanto el crimen como la dificultad del perdón, sin una mera golosina siquiera para compensarlo. Y, claro, uno se sentiría más libre que nunca para pecar si tenía constancia de semejante red de seguridad: lo siento, lo siento, ay, cuánto lo siento.
Las palabras se podían soltar cual tenues pájaros volando.
La bibliotecaria, que era cuñada de la doctora a la que iban todos en Kalimpong, dijo:
– Los hindúes tenemos un sistema mejor. Uno tiene lo que se merece y no puede escapar a sus actos. Y al menos nuestros dioses parecen dioses, ¿no? Como Raja Rani. No como ese Buda, y Jesucristo, que parecen mendigos.
Noni:
– ¡Pero nosotros también nos hemos zafado! En esta vida no, decimos; en otras, tal vez…
Terció Sai:
– Los peores son quienes piensan que los pobres deberían morirse de hambre porque son sus propias fechorías en vidas anteriores las que les están causando problemas…
El caso es que uno se quedaba con las manos vacías. No había sistema para aliviar lo injusto que era todo; la justicia no tenía el menor alcance; tal vez atrapara al que robaba gallinas, pero los grandes crímenes evasivos había que dejarlos correr porque, si fueran identificados y castigados, harían venirse abajo la estructura entera de la supuesta civilización. Por los crímenes que se daban en los monstruosos tratos entre naciones, por los crímenes que se daban en esos espacios íntimos entre dos personas sin testigo alguno, por esos crímenes, los culpables nunca responderían. No había religión ni gobierno capaz de disipar semejante infierno.
Por un momento su conversación quedó ahogada por los sonidos de una manifestación en la calle.
– ¿Qué dicen? -preguntó Noni-. Gritan algo en nepalí.
Se asomaron a la ventana para ver pasar un grupo de muchachos con pancartas.
– Deben de ser esos gorkhas otra vez.
– Pero ¿qué dicen?
– No es que lo estén diciendo para que alguien lo entienda… No es más que ruido, tamasha -aseguró Lola.
– Ah, sí, siguen marchando arriba y abajo, por una cosa u otra… -dijo la bibliotecaria-. Basta con unos pocos degenerados que soliviantan a los ignorantes, a todos esos inútiles que haraganean sin nada que hacer…
El tío Potty se había sumado a ellas tras llevar sus provisiones de ron al jeep, y el padre Booty salió entre las pilas de libros sobre mística.
– ¿Comemos aquí?
Fueron al comedor, pero parecía vacío, las mesas con platos y vasos vueltos del revés para indicar que no estaba abierto.
El encargado salió de su despacho con aire de preocupación.
– Lo siento, señoras. Tenemos problemas de liquidez y hemos tenido que cerrar el comedor. Cada vez resulta más difícil mantener las cosas en funcionamiento.
Hizo una pausa para saludar con la mano a unos turistas.
– Van a hacer turismo, ¿eh? En otros tiempos venían los rajás a Darjeeling, el raja de Cooch Behar, el rajá de Burdwan, el rajá de Purnia… No pasen por alto el monasterio Ghoom…
– ¿Tiene que conseguir dinero de estos turistas?
El Gymkhana había empezado a alquilar habitaciones para que el club pudiera seguir abierto.
– ¡Ja! ¿Qué dinero? Tanto miedo les da que se aprovechen de ellos por su riqueza, que regatean el precio incluso de la habitación más barata… Y aun así, fíjense. -Les enseñó una postal que había dejado la pareja en recepción para que la enviaran-. «Hemos cenado estupendamente por cuatro dólares y medio. ¡¡Es increíble lo barato que es este país!! Nos lo estamos pasando en grande, pero nos alegraremos de llegar a casa, donde, para ser sinceros (lo lamentamos, pero lo nuestro nunca ha sido la corrección política), el desodorante no es un bien tan escaso…»
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