Sin pensar, el juez ejecutó los gestos calibrados, los giros conocidos de regreso a Cho Oyu, en vez de precipitarse por la ladera de la montaña.
Cerca de casa, a punto estuvo de chocar contra un jeep del ejército aparcado en la cuneta con las luces apagadas. El cocinero y un par de soldados estaban ocultando cajas de licor entre los arbustos. El juez maldijo pero siguió adelante. Estaba al tanto de aquel asunto que se traía entre manos el cocinero, y lo pasaba por alto. Tenía por costumbre ser un patrón y el cocinero tenía por costumbre ser un criado, pero algo había cambiado en su relación dentro de un sistema que mantenía tanto al criado como al patrón bajo un espejismo de seguridad.
Canija lo esperaba en la verja, y la expresión del juez se suavizó: tocó la bocina para anunciar su llegada. En un segundo pasó de ser la perra más desdichada del mundo a ser la más feliz, y a Jemubhai le rejuveneció el corazón de alegría.
El cocinero abrió la verja, Canija subió de un salto al asiento de al lado y fueron juntos desde la verja hasta el garaje: a la perra le encantaba, e incluso cuando dejó de ir en coche a ninguna parte, la paseaba por la propiedad para entretenerla. Nada más montarse, adoptaba un aire regio, ladeaba la expresión y sonreía con refinamiento a derecha e izquierda.
Encima de la mesa, cuando entró el juez, se encontró con un telegrama. «Para el juez Patel, de St. Agustine: con respecto a su nieta, Sai Mistry.»
El juez había sopesado la petición del convento en el breve intervalo de debilidad que experimentó tras la vista de Bose, cuando se vio obligado a arrostrar el hecho de que había tolerado que ciertas construcciones artificiales mantuvieran su existencia. Cuando uno edificaba sobre mentiras, edificaba fuerte y sólido. Era la verdad lo que le desarmaba a uno. No podía derruir las mentiras o el pasado se vendría abajo, y por tanto el presente… Pero ahora se doblegaba ante algo del pasado que había sobrevivido, regresado, que bien podía, sin que él prestara demasiada atención, redimirlo…
Sai podría cuidar de Canija, razonó. El juez estaba cada vez más decrépito. Les iría bien tener en la casa a alguien no remunerado que echara una mano a medida que pasaran los años. Sai llegó, y al juez le preocupó que pudiera incitar un odio latente en su naturaleza, que deseara librarse de ella o tratarla como había tratado a la madre de la chica, a su abuela. Pero Sai, según se vio, era más cercana a él de lo que habría creído imaginable. Tenía un algo familiar; poseía el mismo acento y los mismos modales. Era una india occidentalizada educada por monjas inglesas, una india que vivía separadamente en la India. El viaje que tanto tiempo atrás iniciara él había continuado en sus descendientes. Quizá había cometido un error al distanciarse por completo de su hija… la había condenado antes de conocerla. A su pesar, en los remansos apartados de su inconsciente notó que una descompensación en sus actos comenzaba a compensarse.
Aquella nieta a la que no aborrecía era tal vez el único milagro que el destino había puesto en su camino.
Seis meses después de que Sai, Lola y Noni, el tío Potty y el padre Booty hicieran un viaje a la biblioteca del club Gymkhana, éste fue ocupado por el Frente de Liberación Nacional Gorkha, que acampó en el salón de baile y la pista de patinaje, ridiculizando aún más las pretensiones que aún pudiera albergar el club a pesar de lo bajo que lo había hecho caer su personal.
Hombres con armas descansaban en el tocador de señoras, disfrutaban de los espaciosos aparatos sanitarios que aún llevaban estampado barhead, escocia, patentado en letras de tono morado, y se entretenían delante del amplio espejo, porque, como la mayoría de los habitantes de la ciudad, rara vez tenían la oportunidad de verse de cuerpo entero.
El comedor estaba lleno de hombres de caqui que posaban para fotos con un pie encima de la cabeza disecada de un leopardo, whisky en mano, el fuego en la chimenea todavía con azulejos. Se bebieron el bar entero, y en las noches de frío descolgaban las pieles de las paredes y dormían entre el olor a humedad de sus pliegues.
Más tarde los indicios demostraron que habían hecho acopio de armas, elaborado mapas, urdido atentados contra puentes, incubado planes cada vez más audaces a medida que los administradores huían de las plantaciones de té que se prolongaban ondulantes por las montañas de Singalila todo en torno al Gymkhana, desde Happy Valley, Makaibari, Chonglu, Pershok.
Luego, una vez acabado todo, cuando los hombres firmaron un armisticio y se marcharon -aquí, en este preciso lugar del club Gymkhana, en estas mesas colocadas unas junto a otras en hilera-, habían escenificado una entrega pública de armas.
El 2 de octubre de 1988, el día de Gandhi Jayanti, siete mil hombres entregaron cinco mil armas caseras, revólveres fabricados en el país, pistolas, escopetas de uno y dos cañones y metralletas Sten. Entregaron miles de balas, tres mil quinientas bombas, cartuchos de gelatina explosiva, detonadores y minas terrestres, kilos de explosivos, proyectiles de mortero y cañones. Ya sólo los hombres de Ghising tenían más de veinticuatro mil armas. En el montón estaba el fusil BSA del juez, el rifle Springfield y el Holland & Holland de dos cañones con el que había rondado, después del té, por el campo en los alrededores de Bonda.
Pero cuando negaron la entrada a Lola, Noni, el padre Booty, el tío Potty y Sai al comedor del Gymkhana, no esperaban que las cosas le fueran tan mal al club. Atribuyeron la desolación a los problemas del momento, como había sugerido el encargado, y no a una premonición del futuro del restaurante.
¿Dónde iban a comer, entonces?
– ¿En ese sitio nuevo, Seamos Vegetarianos? -propuso el padre Booty.
– ¡Nada de ghas phoos, no nos vengas con ramitas y hojas! -respondió tajante el tío Booty, que jamás comía algo verde si podía evitarlo.
– ¿Lung Fung? -Era un desaliñado establecimiento chino con dragones de papel de aspecto mortecino colgados del techo.
– No es un sitio muy agradable.
– ¿Windamere?
– Muy caro, sólo para extranjeros. De todas maneras, lo único bueno que tienen es el té, la comida es de pensión de misioneros… thunda khitchri) espalda de cordero grasienta, sal y pimienta si tienes suerte…
Al final fue Glenary's, como siempre.
– Al menos tienen mucho donde elegir; todo el mundo puede comer lo que quiera.
De manera que cruzaron en tropel. En una mesa en el rincón estaban sentados el padre Peter Lingdamoo, el padre Pius Marcus y el padre Bonniface D'Souza comiendo strudel de manzana. «Buenas tardes, monseñor», saludaron al padre Booty, dándose un leve aire europeo. Qué elegante: monseñor…
Como siempre, la sala estaba ocupada en su mayoría por escolares que disfrutaban de su comida fuera del centro, ya que los internados eran una de las grandes empresas económicas de Darjeeling junto con el té. Había otros niños celebrando cumpleaños por su cuenta sin supervisión, los más jóvenes acompañados por padres que venían de visita de Calcuta o incluso Bután y Sikkim, o Bangladesh, Nepal o las plantaciones de té de los alrededores. Varios patriarcas de ánimo generoso también preguntaban a sus hijos por sus estudios, pero las madres protestaban: «Déjalo tranquilo aunque sólo sea por una vez, baba», mientras apilaban platos y les acariciaban el pelo, mirando a sus hijos tal como sus hijos miraban la comida, intentando engullir lo máximo posible.
Se sabían el menú de memoria tras tantos años de comidas especiales en Glenary's. India, europea o china; carne a la brasa, sopa de pollo y maíz, helado con chocolate caliente. Aprovechándose sin vacilar de las miradas tiernas de los padres -ya casi era hora de la despedida-, ¿otro helado con chocolate caliente? «Por favor, mamá, por favor, mamita, por favor, mami», la madre volvía la mirada hacia el padre, «Priti, no, ya está bien, no vayas a mimarlo demasiado», para luego ceder, consciente de que mamá, mamita o mami lloraría durante todo el solitario trayecto de regreso a la plantación, el aeropuerto o la estación de tren. ¿Había sido su madre así? ¿Y su padre? De pronto Sai se sintió despojada y envidió a aquellos niños. Había una mujer tibetana tan hermosa con su baku de color azul cielo y un delantal con esas franjas deslavazadas de alegres colores, que a uno le producía la sensación inmediata de ser acogido y querido. «Ay, qué mofletes tan dulces», exclamaba toda la familia, riendo mientras hacían como que devoraban a la criatura, con ademanes de alguna manera tiernos y cariñosos, y la criatura era la que más fuerte reía. ¿Por qué no podía ella formar parte de la familia? ¿Alquilar una habitación en vida ajena?
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