Kiran Desai - El legado de la pérdida

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Por su inusual talento para entrelazar las emociones más sutiles con momentos de gran tensión dramática y punzante comicidad, Kiran Desai ha concitado en esta última novela la aclamación unánime de crítica y público. Además de lograr un notable éxito de ventas en Inglaterra y Estados Unidos, El legado de la pérdida ha merecido el Premio Man Booker 2006, convirtiendo a Desai en la ganadora más joven de la historia de este prestigioso galardón literario, el más importante de los que se conceden en el Reino Unido.
Si con su primera novela -Alboroto en el guayabal- Desai ya demostraba ser una agudísima observadora de la naturaleza humana, en esta ocasión sumerge al lector en los dramas íntimos de un mundo convulso y apasionante, a caballo entre la India y Nueva York, marcado por el febril antagonismo entre tradición y modernidad. Un viejo juez indio educado en Cambridge pasa sus últimos años retirado del mundo, recluido en un caserón en compañía de su nieta adolescente Sal y de un afable y locuaz cocinero cuyo hijo malvive en Nueva York.
El recrudecimiento de los viejos disturbios indo-nepalíes y el conflictivo romance de Sal con su joven profesor ponen a prueba la centenaria jerarquía social y por ende el precario equilibrio de la casa, obligando a los protagonistas a hacer balance de su pasado. Así pues, atrapados entre la resaca del colonialismo y el espejismo de la globalización, entre el conformismo y el deseo de alcanzar una vida mejor, los personajes constatan en carne propia que nada deja una huella tan honda como lo que se pierde, y que el paso del tiempo nos arrastra hacia una certeza ineludible y rotunda: el presente cambia el pasado, y al volver la vista uno no siempre encuentra lo que dejó tras de sí.

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Kiran Desai El legado de la pérdida Traducción del inglés de Eduardo Iriarte - фото 1

Kiran Desai

El legado de la pérdida

Traducción del inglés de Eduardo Iriarte Goñi

Título original: The Inheritance of Loss

Copyright © Kiran Desai, 2005

a mi madre, con tantísimo cariño

Jactancia de quietud

Escrituras de luz embisten la sombra, más prodigiosas que meteoros.

La alta ciudad inconocible arrecia sobre el campo.

Seguro de mi vida y de mi muerte, miro los ambiciosos y quisiera entenderlos.

Su día es ávido como el lazo en el aire.

Su noche es tregua de la ira en el hierro, pronto en acometer.

Hablan de humanidad.

Mi humanidad está en sentir que somos voces de una misma penuria.

Hablan de patria.

Mi patria es un latido de guitarra, unos retratos y una vieja espada,

la oración evidente del sauzal en los atardeceres.

El tiempo está viviéndome.

Más silencioso que mi sombra, cruzo el tropel de su levantada codicia.

Ellos son imprescindibles, únicos, merecedores del mañana.

Mi nombre es alguien y cualquiera.

Paso con lentitud, como quien viene de tan lejos que no espera llegar.

Jorge luis Borges

1

Todo el día los colores habían sido los del crepúsculo, la niebla cruzando como una criatura acuática los grandes flancos de montañas imbuidas de sombras y profundidades oceánicas. Fugazmente visible por encima de la bruma, el Kanchenjunga era una cumbre lejana tallada en hielo que recogía la última luz, un penacho de nieve lanzada a las alturas por las tormentas en su cima.

Sai, sentada en la galería, leía un artículo sobre calamares gigantes en un National Geographic atrasado. De vez en cuando alzaba la vista hacia el Kanchenjunga y observaba su cautivadora fosforescencia con un escalofrío. El juez, sentado en el rincón opuesto con su tablero de ajedrez, jugaba contra sí mismo. Embutida bajo su silla, donde se sentía segura, estaba la perra Canija, que roncaba ligeramente en sueños. Una única bombilla pelada colgaba del techo. Hacía frío, pero dentro de la casa hacía aún más frío, la oscuridad y la helada contenidas por muros de piedra de varios palmos de grosor.

Allí, al fondo, en la cavernosa cocina, estaba el cocinero, que intentaba encender la madera húmeda. Hurgó entre la leña con cautela por miedo a la comunidad de escorpiones que vivían, amaban y se reproducían en el montón. Una vez había encontrado una madre, rolliza de veneno, con catorce criaturas sobre el lomo.

Al final el fuego prendió. Colocó encima el hervidor, tan cubierto de abolladuras y desconchones como si lo hubiera desenterrado un equipo de arqueólogos, y esperó a que hirviese. Las paredes estaban chamuscadas y empapadas, con ristras de ajos colgadas de sus embarrados tallos a las vigas chamuscadas, matitas de hollín arracimadas en el techo cual murciélagos. Las llamas proyectaban un mosaico naranja brillante sobre la cara del cocinero, y su cuerpo se fue caldeando, pero una perniciosa corriente de aire torturaba sus rodillas artríticas.

Al salir por la chimenea, el humo se entreveraba con la neblina que iba cobrando velocidad, propagándose cada vez más densa y oscureciéndolo todo por partes: media colina, luego la otra media. Los árboles se convertían en siluetas, surgían fugaces y volvían a quedar sumergidos. Poco a poco la bruma lo sustituyó todo, objetos sólidos con sombra, y no quedó nada que no pareciera moldeado o inspirado por ella. El aliento de Sai surgía de su nariz en vaharadas, y el diagrama de un calamar gigante elaborado a partir de retazos de información y sueños de científicos se sumió por completo en las tinieblas.

Cerró la revista y salió al jardín. El bosque era antiguo y espeso en el lindero del jardín; los matorrales de bambú ascendían diez metros hacia la penumbra; los árboles eran gigantes recubiertos de musgo, deformes y aquejados de juanetes, envueltos en los tentáculos que eran las raíces de las orquídeas. La caricia de la neblina en su pelo parecía humana, y cuando extendió los dedos, la bruma los apresó suavemente en sus fauces. Pensó en Gyan, el tutor de matemáticas, que debería haber llegado hacía una hora con su libro de álgebra.

Pero ya eran las cuatro y media. Ella supuso que se debía a la neblina cada vez más densa.

Cuando volvió la mirada, la casa se había esfumado; cuando ascendió los peldaños de regreso a la galería, el jardín se desvaneció. El juez se había dormido y el efecto de la gravedad sobre sus músculos laxos, que prolongaba la línea de su boca y le cargaba las mejillas, permitió a Sai ver exactamente el aspecto que tendría si estuviera muerto.

– ¿Dónde está el té? -reclamó él apenas despertar-. Se retrasa -añadió, refiriéndose al cocinero con el té, no a Gyan.

– Ya voy yo -se ofreció ella.

El gris se había filtrado dentro también, aposentándose sobre la vajilla de plata, husmeando los rincones y tornando en nube el espejo del pasillo. Sai, camino de la cocina, se vio fugazmente a sí misma a punto de quedar cubierta y se inclinó para dejar la huella de sus labios sobre la superficie, un beso de estrella de cine perfectamente definido. «Hola», dijo, medio para sí misma, medio para alguien más.

Ningún ser humano había visto nunca un calamar gigante vivo, y aunque tenían los ojos del tamaño de manzanas para abarcar la oscuridad del océano, la suya era una soledad tan profunda que bien podían no encontrar a ningún otro de su tribu. La melancolía de su situación invadió a Sai.

¿Cabría sentir la satisfacción con la misma intensidad que la pérdida? Románticamente, decidió que el amor debía radicar en el espacio entre deseo y satisfacción, en la carencia, no en la saciedad. El amor era el ansia, la anticipación, la retirada, todo lo que lo rodeaba salvo la emoción en sí.

El agua hirvió y el cocinero levantó el hervidor y la vertió en la tetera.

– Es terrible -dijo-. Cómo me duelen los huesos, qué daño me hacen las articulaciones; más me valdría estar muerto. Si no fuera por Biju… -Biju era su hijo en América. Trabajaba en Don Pollo, ¿o era El Tomate Caliente? ¿O Pollo Frito Alí Baba? Su padre no podía recordar, entender ni pronunciar los nombres, y Biju cambiaba de empleo continuamente, como un fugitivo; sin papeles.

– Sí, hay mucha niebla -dijo Sai-. No creo que venga el tutor. -Ordenó como piezas de un rompecabezas platillos, tazas, tetera, leche, azúcar, colador y galletas Marie and Delite de modo que cupieran en la bandeja-. Ya lo llevo yo.

– Cuidado, cuidado -la regañó él, que la siguió con un cuenco esmaltado lleno de leche para Canija.

Al ver que Sai aparecía como flotando, precedida por el tintineo inquieto de las cucharillas sobre la lámina de estaño combada, Canija levantó la cabeza. «¿La hora del té?», dijeron sus ojos al tiempo que su rabo cobraba vida.

– ¿Cómo es que no hay nada para comer? -preguntó el juez, irritado, levantando la nariz de un barullo de peones en el centro del tablero.

Miró entonces el azucarero sobre la bandeja: sucios gránulos destellantes con aspecto de mica. Las galletas parecían de cartón y había huellas de dedos en el blanco de los platillos. El té nunca se servía como era debido, pero él exigía al menos algo de tarta o un bollo, mostachones o palitos de queso. Algo dulce y algo salado. Aquello era una parodia y contradecía el concepto mismo de la hora del té.

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