Kiran Desai - El legado de la pérdida

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Por su inusual talento para entrelazar las emociones más sutiles con momentos de gran tensión dramática y punzante comicidad, Kiran Desai ha concitado en esta última novela la aclamación unánime de crítica y público. Además de lograr un notable éxito de ventas en Inglaterra y Estados Unidos, El legado de la pérdida ha merecido el Premio Man Booker 2006, convirtiendo a Desai en la ganadora más joven de la historia de este prestigioso galardón literario, el más importante de los que se conceden en el Reino Unido.
Si con su primera novela -Alboroto en el guayabal- Desai ya demostraba ser una agudísima observadora de la naturaleza humana, en esta ocasión sumerge al lector en los dramas íntimos de un mundo convulso y apasionante, a caballo entre la India y Nueva York, marcado por el febril antagonismo entre tradición y modernidad. Un viejo juez indio educado en Cambridge pasa sus últimos años retirado del mundo, recluido en un caserón en compañía de su nieta adolescente Sal y de un afable y locuaz cocinero cuyo hijo malvive en Nueva York.
El recrudecimiento de los viejos disturbios indo-nepalíes y el conflictivo romance de Sal con su joven profesor ponen a prueba la centenaria jerarquía social y por ende el precario equilibrio de la casa, obligando a los protagonistas a hacer balance de su pasado. Así pues, atrapados entre la resaca del colonialismo y el espejismo de la globalización, entre el conformismo y el deseo de alcanzar una vida mejor, los personajes constatan en carne propia que nada deja una huella tan honda como lo que se pierde, y que el paso del tiempo nos arrastra hacia una certeza ineludible y rotunda: el presente cambia el pasado, y al volver la vista uno no siempre encuentra lo que dejó tras de sí.

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Las mujeres sacaron brillo a los cubiertos con las servilletas de papel, limpiaron platos y vasos, devolvieron uno que parecía empañado.

– ¿Qué tal una copita, señoras? -propuso el tío Potty.

– Ay, Potty, ya empezamos, tan temprano.

– Como queráis. Un gin tonic -pidió, y untó directamente en el recipiente de la mantequilla el palito de pan, que salió impregnado de una animada masa de tono dorado-. Me gusta tomar una pizca de pan con la mantequilla -aseguró.

– El pescado con patatas fritas y salsa tártara es muy bueno -comentó el padre Booty con un aleteo de esperanza, imaginando pescado de río con dorados y crujientes uniformes de pan rayado.

– ¿Es fresco el pescado? -le preguntó Lola al camarero-. ¿Del Teesta?

– ¿Por qué no? -respondió el camarero.

– ¡¡¿¿¿Por qué no???!! ¡Yo qué sé? ¡¡¡Tú sabrás PORQUÉ si NO LO ES!!!

– Más vale no arriesgarse. ¿Qué tal el pollo en salsa de queso?

– ¿Qué queso? -indagó el padre Booty.

Todo el mundo se quedó de piedra… un silencio gélido.

Sabían que el insulto estaba a punto de caer…

Absolutamente cremoso y delicioso… El paladín de los quesos en toda la India:

– ¡¡AMUL!!

– ¡¡IMPERMEABILIZANTE!! -saltó el padre Booty.

Como siempre, sopesaron las opciones y escogieron la comida china.

– No es que sea auténtica comida china, claro. -Lola recordó a todos que Joydeep, su esposo ya fallecido, había ido a China una vez y aseguraba que la comida china en China era algo distinto por completo. Mucho peor, en realidad. Describió un huevo de cien días (y a veces decía que de doscientos días) enterrado y exhumado como exquisitez, y todo el mundo lanzaba gruñidos mezcla de deleite y horror. Había sido todo un éxito en los cócteles a su regreso. «Tampoco me maravilló su aspecto, precisamente -decía-, tienen rasgos de chapta. Mucho mejores las mujeres indias, las antigüedades indias, la música india, la comida china india…»

Y en toda la India, ¡nada mejor que la comida china de Calcuta! ¿Recordáis el Ta Fa Shun? ¿Donde las mujeres que salían de compras quedaban para tomar sopa acre y picante y la acompañaban con chismorreos acres y picantes…?

– Entonces ¿qué tomamos? -preguntó el tío Potty, que a esas alturas ya había acabado con todos los palitos de pan.

– ¿Pollo o cerdo?

– Chee Chee. No te fíes del cerdo, lleno de solitarias. ¿Quién sabe de qué cerdo ha salido?

– ¿Pollo al chile, entonces?

Desde el exterior llegó el estruendo de la manifestación de jóvenes que volvía a pasar.

– Dios, qué barullo. Dale que te pego con esa actitud de todo o nada.

Llegó el chile y, tras dejarlo en la mesa, el camarero se limpió la nariz con la cortina.

– Hay que ver -dijo Lola-. No me extraña que los indios no progresemos nunca. -Empezaron a comer-. Pero la comida es buena aquí. -Masticando.

Cuando salían del restaurante, la misma manifestación que los había importunado durante la comida y mientras estaban en la biblioteca regresó calle adelante después de haber recorrido toda Darjeeling.

«¡Gorkhaland para los gorkhas!»

«¡Gorkhaland para los gorkhas!»

Se hicieron a un lado para dejarlos pasar, y ¿quién, nada menos, casi le pisó los pies a Sai?

¡¡¡Gyan!!!

Con su jersey rojo tomate, gritando con un vigor que ella era incapaz de reconocer.

¡¿Qué podía estar haciendo en Darjeeling?! ¿Por qué estaba en una protesta del FLNG protestando a favor de la independencia de los indios nepalíes?

Abrió la boca para gritarle, pero en ese momento él también la vio, y la consternación de su rostro vino seguida por un gesto de cabeza levemente fiero y una mirada fría y entornada, una advertencia de que no se acercara. Ella cerró la boca como un pez y el asombro se le derramó por las agallas.

Para entonces Gyan ya había pasado.

– ¿No es ése tu tutor de matemáticas? -preguntó Noni.

– Me parece que no -respondió ella, rebuscando su dignidad, rebuscando algún sentido-. Se le parecía mucho, yo misma he pensado que era él, pero no…

En la acusada pendiente de descenso hacia el Teesta, vieron que Sai había palidecido.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó el padre Booty.

– Me he mareado.

– Mira el horizonte, eso va bien.

Fijó la mirada en la cadena más alejada del Himalaya, en la quietud inmóvil. Pero no supuso la menor diferencia. Había un remolino en su mente y no conseguía asimilar lo que veían sus ojos. Al cabo, le subió por la garganta una bilis mordaz que le quemó la boca, le corroyó los dientes: notó que se le volvían tiza al tiempo que acusaba el ataque del pollo al chile que le repetía en el estómago.

– Para el coche, para el coche -dijo Lola-. Déjala bajar.

Sai sufrió un acceso de arcadas y vomitó sobre la hierba una suerte de caldo de pollo, permitiéndoles echar otro desafortunado vistazo a su comida, ahora muy deslucida. Noni le dio un vaso de agua helada de la plateada cápsula de la era espacial que era su termo, y Sai se tumbó en una roca al sol junto al Teesta, hermoso y transparente.

– Respira hondo unas cuantas veces, querida, la comida era muy grasienta. Han ido de mal en peor, desde luego, qué cocina tan sucia. Ay, con sólo ver el agua debería habernos bastado para estar sobre aviso.

Al otro lado del puente, los guardias del control inspeccionaban los vehículos que lo cruzaban. Cautelosos en tiempos de disturbios, habían abierto los bultos y maletas de todos los pasajeros de un autobús y vuelto sus pertenencias del revés. Éstos aguardaban impasibles en el interior; gente pobre, los rostros aplastados contra el cristal, decenas de pares de ojos medio muertos, con la estampa de animales camino del matadero; como si el viaje hubiera sido agotador, su ánimo ya se había extinguido. El autobús tenía los costados salpicados de vómito, grandes churretes marrón y ocre esparcidos hacia atrás por el viento. Al no poder seguir su camino debido a la barrera de metal cruzada sobre la carretera, varios vehículos más hacían cola detrás del autobús para someterse al mismo tratamiento.

El sol de media tarde se posaba denso y dorado sobre los árboles, y con aquella luz tan intensa, las sombras en el follaje, y junto al coche, y entre las briznas de hierba y las rocas, eran negras como la noche. Hacía calor allí en el valle, pero el río, cuando Sai metió las manos, estaba lo bastante helado como para entumecerle las venas.

– No hay prisa, Sai, de todas maneras nos queda mucho por esperar. Los coches están detenidos.

El padre Booty también salió, para estirar las piernas, contento de poder descansar la espalda dolorida. Se detuvo a contemplar una mariposa extraordinaria.

El valle del Teesta era famoso por sus mariposas, y venían especialistas de todo el mundo para pintarlas y estudiarlas. Criaturas raras y espectaculares, descritas en el volumen de la biblioteca Maravillosas mariposas del Himalaya noroccidental, volaban ante sus ojos. Un verano, cuando tenía doce años, Sai les había inventado nombres -mariposa de máscara japonesa, mariposa de la montaña lejana, mariposa Ícaro precipitándose desde el sol, mariposa liberada por una flauta, mariposa de festival de cometas- y acompañó esos nombres con ilustraciones.

– Asombroso -dijo el padre Booty-. Fíjate en esa de ahí. -Azul pavo real y con largas colas de color esmeralda-. Dios mío, y ésa… -Negra con motas blancas y una llama rosa en el corazón-. Ay, mi cámara… Potty, ¿puedes mirar en la guantera?

El tío Potty estaba leyendo Astérix: «¡Ave, galo! ¡¡¡¡Por Tutatis!!!! ¡¡#@oc***!!», pero se incorporó y le pasó la pequeña Leica por la ventanilla.

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