Kiran Desai - El legado de la pérdida

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Por su inusual talento para entrelazar las emociones más sutiles con momentos de gran tensión dramática y punzante comicidad, Kiran Desai ha concitado en esta última novela la aclamación unánime de crítica y público. Además de lograr un notable éxito de ventas en Inglaterra y Estados Unidos, El legado de la pérdida ha merecido el Premio Man Booker 2006, convirtiendo a Desai en la ganadora más joven de la historia de este prestigioso galardón literario, el más importante de los que se conceden en el Reino Unido.
Si con su primera novela -Alboroto en el guayabal- Desai ya demostraba ser una agudísima observadora de la naturaleza humana, en esta ocasión sumerge al lector en los dramas íntimos de un mundo convulso y apasionante, a caballo entre la India y Nueva York, marcado por el febril antagonismo entre tradición y modernidad. Un viejo juez indio educado en Cambridge pasa sus últimos años retirado del mundo, recluido en un caserón en compañía de su nieta adolescente Sal y de un afable y locuaz cocinero cuyo hijo malvive en Nueva York.
El recrudecimiento de los viejos disturbios indo-nepalíes y el conflictivo romance de Sal con su joven profesor ponen a prueba la centenaria jerarquía social y por ende el precario equilibrio de la casa, obligando a los protagonistas a hacer balance de su pasado. Así pues, atrapados entre la resaca del colonialismo y el espejismo de la globalización, entre el conformismo y el deseo de alcanzar una vida mejor, los personajes constatan en carne propia que nada deja una huella tan honda como lo que se pierde, y que el paso del tiempo nos arrastra hacia una certeza ineludible y rotunda: el presente cambia el pasado, y al volver la vista uno no siempre encuentra lo que dejó tras de sí.

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«Quédate allí tanto como puedas -le había dicho el cocinero-. Quédate. Gana dinero. No regreses.»

31

En marzo, el padre Booty, el tío Potty, Lola, Noni y Sai iban en el jeep de la vaquería Suiza camino del Gymkhana de Darjeeling para cambiar sus libros de la biblioteca antes de que los conflictos en la colina empeorasen.

Habían transcurrido varias semanas desde el robo de las armas en Cho Oyu, y un programa de acción recién redactado en Ghoom amenazaba:

Controles en las vías de comunicación para paralizar toda actividad económica e impedir que los árboles de las colinas y las piedras de los valles fluviales se vayan camino de las llanuras. Todos los vehículos serán detenidos.

Día de bandera negra el 13 de abril.

Huelga de setenta y dos horas en mayo.

Nada de fiestas nacionales. Ni día de la República, ni día de la Independencia ni aniversario de Gandhi.

Boicot de las elecciones con el eslogan: «No nos quedaremos en el estado ajeno de Bengala Occidental.»

Impago de impuestos y préstamos (muy astuto).

Quema del tratado indo-nepalí de 1950.

Nepalí o no, se animaba (exigía) a todo el mundo a que aportase fondos y adquiriera calendarios y casetes con los discursos de Ghising, el cabecilla del FLNG en Darjeeling, y Pradham, el cabecilla en Kalimpong.

Se solicitaba (exigía) que cada familia -bengalí, lepcha, tibetana, sikkimesa, bihari, marwari, nepalí o lo que fuera en aquel desaguisado- enviara un representante masculino a todas las procesiones, y también debían hacer acto de presencia en la quema del tratado indo-nepalí.

Si no lo hacías así, se enterarían y… bueno, nadie quería que terminaran la frase.

– ¿Qué ha sido de tu trasero? -le preguntó el tío Potty al padre Booty cuando se montaba en el jeep.

Observó a su amigo con mirada severa. Una recaída de gripe había dejado al padre Booty tan delgado que sus prendas parecían suspendidas sobre una concavidad.

– ¡Te has quedado sin trasero!

El sacerdote estaba sentado en un flotador hinchable porque le dolía el escuálido trasero de ir en el destartalado jeep diesel, apenas un armazón de barras y láminas de metal y un motor básico acoplado, el parabrisas cubierto de grietas cual telarañas provocadas por los guijarros que salían despedidos en las carreteras accidentadas. Tenía veintitrés años, pero aún funcionaba y el padre Booty aseguraba que no había vehículo comparable en el mercado.

En la parte de atrás iban los paraguas, libros, señoras y varias ruedas de queso que el padre Booty tenía que llevar al hotel Windamere y el convento de Loreto, donde se lo comían con tostadas, y un queso extra para el restaurante Glenary's, por si podía convencerlos para que dejaran de consumir el queso Amul, pero no había manera. El encargado estaba convencido de que cuando algo venía enlatado de fábrica con la marca estampada, cuando se presentaba en una campaña publicitaria nacional, naturalmente era mejor que cualquier producto del granjero de al lado, un tal Thapa sospechoso con una vaca sospechosa que vivía camino adelante.

– Pero esto lo hacen los granjeros de la zona, ¿no quiere apoyarlos? -aducía el padre Booty.

– Control de calidad, padre -respondía él-, reputación en toda la India, nombre de marca, respeto al consumidor, estándares internacionales de higiene.

Aun así, el padre Booty albergaba esperanzas, atravesando a toda velocidad la primavera mientras todas las flores, todas las criaturas se atildaban, lanzando sus feromonas.

El jardín del convento de St. Joseph rebosaba de tal fecundidad que Sai se preguntó, al pasar por delante en el jeep, si no desconcertaría a las monjas. Los inmensos lirios de Pascua abiertos de par en par se veían pringosos con las anteras derramadas; los insectos se perseguían como locos por el cielo entre zumbidos; y las apasionadas mariposas de color verde pepino se precipitaban rozando las ventanillas del jeep hacia los valles azul marino; la delicadeza y elegancia del amor resultaba evidente hasta entre las bestias menores.

Gyan y Sai: ella pensó en los dos juntos, en su pelea por causa de la Navidad; fue desagradable, y qué mal contrastaba con el pasado. Recordó su propio rostro en el cuello de él, los brazos y las piernas por encima de su cuerpo y luego por detrás, los vientres, los dedos, aquí y luego allá, tanto así que a veces lo besaba y se encontraba con que se había besado a sí misma.

«Jesucristo viene de camino», leyó en un cartel, pegado a los refuerzos para prevenir desprendimientos, cuando se lanzaban en picado hacia el Teesta. «Para hacerse hindú», había añadido alguien debajo con tiza.

Al padre Booty le pareció de lo más divertido, pero dejó de reír cuando pasaron por delante del cartel de Amul.

Absolutamente cremoso y delicioso…

– ¡Es plástico! ¿Cómo pueden decir que es mantequilla y queso? No lo es. ¡Podría usarse para impermeabilizar!

Lola y Noni saludaban por la ventanilla del jeep. «Hola, señora Thondup.» La señora Thondup, de una familia aristocrática tibetana, estaba sentada fuera de casa con sus hijas Pem Pem y Doma con bakus de color de joya y pálidas blusas de seda sutilmente entretejidas con los ocho signos budistas halagüeños. Estas hijas, que asistían al convento de Loreto, debían haber trabado amistad con Sai -una vez, mucho tiempo atrás, los adultos habían conspirado en ese sentido-, pero no querían ser amigas suyas. Ya tenían amigas. Estaban al completo. No tenían sitio para rarezas.

«Qué señora tan elegante», comentaban siempre Lola y Noni cuando la veían, porque les gustaban los aristócratas y les gustaban los campesinos; era justo lo que quedaba entre unos y otros lo que resultaba desagradable: la clase media que se desparramaba hasta perderse en el horizonte en una falange sin fin.

Por tanto, no saludaron a la señora Sen, que salía de correos. «No hacen más que suplicar y suplicar a mi hija que por favor acepte la carta verde», imitó Lola a su vecina. Mentirosa, más que mentirosa…

Volvieron a saludar cuando pasaban por delante de las princesas afganas, sentadas en sillas de caña entre las azaleas blancas en flor, virginales y al tiempo provocativas como un buen conjunto de lencería. De su casa emanaba un inconfundible olor a pollo.

– ¿Sopa? -gritó el tío Potty, que ya tenía hambre, con la nariz trémula de emoción. Se había saltado su habitual desayuno de sobras dentro de una tortilla.

– ¡Sopa!

Saludaron luego a los huérfanos de la escuela Graham en el patio: poseían una hermosura angelical, como si ya hubieran muerto e ido al cielo.

El ejército apareció al trote revestido de mariposas galanteadoras y de las pintorescas pinceladas -azules, rojas, anaranjadas- de las libélulas, engoznadas en los ángulos geométricos acusadamente abruptos de su apareamiento. Los hombres jadeaban y resoplaban, sus piernas delgaduchas apenas cubiertas por bermudas cómicamente cortas: ¿cómo iban a defender la India frente a los chinos, tan cercanos al otro lado de las montañas en Nathu La?

De las cocinas de los comedores del ejército llegaban rumores de que el vegetarianismo estaba cada vez más extendido.

Lola se encontraba a menudo con jóvenes oficiales que no sólo eran vegetarianos, sino también abstemios. Incluso los de más alto rango.

– Creo que para estar en el ejército uno tendría que comer al menos pescado -dijo.

– ¿Por qué? -preguntó Sai.

– Para matar tienes que ser carnívoro o de otro modo eres la presa. Fíjate en la naturaleza: el ciervo, la vaca. Somos animales, después de todo, y para triunfar hay que probar la sangre. -Pero el ejército estaba dejando de ser un ejército semejante al británico para convertirse en un ejército genuinamente indio. Incluso a la hora de elegir la pintura. Pasaron por delante del club Striking Lion, que estaba pintado de un rosa nupcial.

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