– Bueno -comentó Noni-, deben de estar hartos de ese color barro absolutamente por todas partes.
«Flores», rezaba un cartel cercano de gran tamaño que formaba parte del Programa de Embellecimiento del Ejército, aunque era la única zona de la ladera donde no había ni una sola.
Se detuvieron para ceder el paso a un par de jóvenes monjes que cruzaban camino de las verjas de una mansión recientemente adquirida por su orden.
– Dinero de Hollywood -comentó Lola-. Y pensar que antes los monjes les estaban agradecidos a los indios, el único país dispuesto a acogerlos… Ahora nos desprecian. Esperan que los americanos los lleven a Disneylandia. ¡Pues ya pueden esperar sentados!
– Dios, con lo guapos que son -dijo el tío Potty-, ¿quién quiere que se vayan?
Recordó su primer encuentro con el padre Booty… sus ojos llenos de admiración posados sobre el mismo monje en el mercado… el comienzo de una gran amistad…
– Todo el mundo dice pobres tibetanos, pobres tibetanos -continuó Lola-, pero qué pueblo tan brutal, apenas sobrevivió un Dalai Lama: se los cargaron a todos antes de su hora. Y ese Palacio de Potala… El Dalai Lama debe de estar dando gracias de encontrarse en la India, donde el clima es mejor, y, no nos engañemos, la comida también. Momos de cordero bien grasos y ricos.
Noni:
– Pero tiene que ser vegetariano, ¿no?
– Estos monjes no son vegetarianos. ¿Qué verduras frescas se cultivan en el Tíbet? Y de hecho, Buda murió por su gula de cerdo.
– Vaya situación -comentó el tío Potty-. El ejército es vegetariano y los monjes se ponen las botas de carne…
Se precipitaron cuesta abajo entre los árboles sal y las pani saaj mientras Kiri te Kanawa cantaba en el radiocasete, su voz remontando el vuelo desde el valle para revolotear en torno a los cinco picos del Kanchenjunga.
Lola:
– Yo prefiero a María Callas sin la menor duda. No hay comparación con los de antes. Caruso antes que Pavarotti.
En una hora, habían descendido hasta la densidad tropical del aire espeso y cálido sobre el río y hasta concentraciones mayores aún de mariposas, luciérnagas y libélulas. «¿No sería bonito vivir aquí?» Sai señaló la residencia del gobierno con su vista de los bancos de arena, a través de las hierbas hasta el Teesta impaciente…
Luego volvieron a ascender hacia los pinos y el éter entre diminutos retazos de lluvia.
– Lluvia de florecimiento, metok-chharp -dijo el padre Booty-. Llena de buenos auspicios en el Tíbet, lluvia y sol al mismo tiempo.
Sonrió a los soleados brotes por las ventanillas rotas mientras permanecía sentado en su flotador.
Para dar cabida a la explosión demográfica, el gobierno había aprobado recientemente una legislación que permitía construir una planta más en todas las casas de Darjeeling; la presión que ejercía el cemento adicional había impelido el descenso ladeado de la ciudad y provocado más corrimientos de tierras que nunca. Conforme te ibas acercando, semejaba un montón de basura que se alzaba por arriba e iba desprendiéndose por abajo, de tal manera que parecía atrapado en una instantánea, un momento detenido en su desplome.
– Desde luego, Darjeeling ha ido cuesta abajo -comentaron las señoras con satisfacción, y no lo decían sólo literalmente-. ¿Recordáis lo hermosa que era?
Para cuando encontraron un sitio donde aparcar, casi encima de un sumidero detrás del bazar, la argumentación había quedado sobradamente demostrada y su engreimiento se había transformado en amargura mientras se apeaban entre vacas zampándose mondaduras de fruta, dejaban atrás como mejor podían el abominable líquido que corría a raudales por las calles y se abrían paso entre los embotellamientos en la carretera del mercado. Para agravar la confusión y el ruido, los monos se columpiaban por los tejados de estaño sobre sus cabezas, provocando un gran estrépito. Pero entonces, justo cuando Lola iba a hacer otro comentario acerca de la degeneración de Darjeeling, las nubes se abrieron de pronto y asomó el Kanchenjunga. Era pasmoso; estaba ahí mismo, lo bastante cerca para darle un lametón: 8.586 metros de altitud. A lo lejos se veía el Everest, un triángulo esquivo.
Una turista empezó a gritar como si acabara de ver a una estrella del pop.
El tío Potty se marchó. No había ido a Darjeeling por los libros, sino con el fin de hacerse con alcohol suficiente para no quedar desabastecido durante los disturbios civiles. Ya había adquirido todas las existencias de ron en las tiendas del Kalimpong, y con unas pocas cajas más estaría preparado para el toque de queda y una interrupción del suministro de licor durante huelgas y bloqueos de comunicaciones.
– No le gusta leer -dijo Lola en tono de desaprobación.
– Cómics -la corrigió Sai.
Era un consumidor agradecido de Astérix, Tintín y también Aunque usted no lo crea en el cuarto de baño, y no se consideraba por encima de semejante literatura a pesar de que había estudiado idiomas en Oxford. Debido a su educación, las señoras lo toleraban, y también porque provenía de una renombrada familia de Lucknow y había llamado a sus padres «Mater» y «Pater». Mater había sido tal belleza en sus tiempos que se bautizó un mango en su honor: Haseena.
– Tenía fama de que le gustaba flirtear -comentó Lola, que había oído a alguien que había oído a alguien hablar de un sari que dejaba al aire un hombro, la blusa escotada y todo…
Tras hacer acopio de tanta diversión como le fue posible, se casó con un diplomático llamado Alphonso (asimismo, claro está, el nombre de un distinguido mango). Haseena y Alphonso celebraron su matrimonio con la adquisición de dos caballos de carreras, Gengis Kan y Tamerlán, que llegó a aparecer en una ocasión en la portada del Times of India. Los habían vendido junto con una casa a la salida de Marble Arch en Londres, y derrotados por la mala suerte y los tiempos en perpetua evolución, Mater y Pater acabaron por reconciliarse con la India e ingresaron cual ratoncillos en un ashram, pero semejante final, tan triste para su fabuloso espíritu, se negaba a aceptarlo su hijo.
– ¿Qué clase de ashram? -le habían preguntado Lola y Noni-. ¿Cuáles eran sus enseñanzas?
– Abstinencia de alimentos, privación de sueño -se lamentó el tío Potty-, seguida de donación. Una frustración adecuada del espíritu para que le pidas a gritos a Dios que te conceda la salvación.
Le gustaba contar la historia de cuando, en un entorno estrictamente vegetariano -nada de ajo ni cebolla, siquiera, para caldear la sangre- había colado una porción de asado de un jabalí que encontró hozando en su campo de ajos y abatió a tiros. La carne olía a la última comida del animal. «¡Chuparon hasta el último trocito, desde luego, Mater y Pater!»
Quedaron en reunirse para almorzar, y el tío Potty, con los restos de la fortuna de su familia en el bolsillo, se fue a la bodega mientras el resto seguía en la biblioteca.
La biblioteca del Gymkhana era una estancia en penumbra similar a un depósito de cadáveres, impregnada del perfume almizcleño, casi demasiado dulzón e intenso para aguantarlo, de los libros añejos. Los libros tenían títulos que se habían desvanecido mucho tiempo atrás en el interior de las cubiertas combadas; algunos no los habían tocado en cincuenta años y se caían a pedazos entre las manos, desprendiendo cola igual que trocitos quitinosos de insecto. Sus páginas estaban estarcidas con las formas de colecciones de helechos desintegradas tiempo atrás y perforadas por termitas hasta darles el aspecto de planos de fontanería. El papel amarillento transmitía un leve hormigueo ácido y se deshacía fácilmente en piezas de mosaico, apenas perceptibles entre los dedos: alas de polilla al borde de la eternidad y el polvo.
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