Kiran Desai - El legado de la pérdida

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El legado de la pérdida: краткое содержание, описание и аннотация

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Por su inusual talento para entrelazar las emociones más sutiles con momentos de gran tensión dramática y punzante comicidad, Kiran Desai ha concitado en esta última novela la aclamación unánime de crítica y público. Además de lograr un notable éxito de ventas en Inglaterra y Estados Unidos, El legado de la pérdida ha merecido el Premio Man Booker 2006, convirtiendo a Desai en la ganadora más joven de la historia de este prestigioso galardón literario, el más importante de los que se conceden en el Reino Unido.
Si con su primera novela -Alboroto en el guayabal- Desai ya demostraba ser una agudísima observadora de la naturaleza humana, en esta ocasión sumerge al lector en los dramas íntimos de un mundo convulso y apasionante, a caballo entre la India y Nueva York, marcado por el febril antagonismo entre tradición y modernidad. Un viejo juez indio educado en Cambridge pasa sus últimos años retirado del mundo, recluido en un caserón en compañía de su nieta adolescente Sal y de un afable y locuaz cocinero cuyo hijo malvive en Nueva York.
El recrudecimiento de los viejos disturbios indo-nepalíes y el conflictivo romance de Sal con su joven profesor ponen a prueba la centenaria jerarquía social y por ende el precario equilibrio de la casa, obligando a los protagonistas a hacer balance de su pasado. Así pues, atrapados entre la resaca del colonialismo y el espejismo de la globalización, entre el conformismo y el deseo de alcanzar una vida mejor, los personajes constatan en carne propia que nada deja una huella tan honda como lo que se pierde, y que el paso del tiempo nos arrastra hacia una certeza ineludible y rotunda: el presente cambia el pasado, y al volver la vista uno no siempre encuentra lo que dejó tras de sí.

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18

– Ah, murciélago, murciélago -dijo Lola, presa del pánico, cuando uno pasó rozándole la oreja con su agudo chu chu.

– Qué importa, no es más que un pedazo de cuero de zapato revoloteando -comentó Noni, que con su pálido sari de verano tenía todo el aspecto de un helado de vainilla a punto de deshacerse…

– Anda, calla -dijo Lola-. Hace un bochorno horrible -añadió, a modo de disculpa ante su hermana-. El monzón debe de estar en camino.

No habían pasado más que dos meses desde la llegada de Gyan para dar clases a Sai, y Sai, en un primer momento, había confundido la tensión en el ambiente con la presencia del tutor. Pero ahora todo el mundo se quejaba. El tío Potty estaba sentado con aspecto lánguido.

– Se avecina. Temprano este año. Más vale que me traigas ron, guapa, antes de que el chavalote se quede aislaaaaado.

Lola tomó a sorbos un comprimido de Disprin que producía un ruido efervescente y brincaba en el agua.

Cuando la prensa también informó de la llegada de nubes de tormenta, se alegró mucho:

– Ya te lo dije. Siempre lo sé. Siempre he sido muy intuitiva. Ya sabes cómo soy, la princesa del guisante, querida, qué puedo decir, la princesa del guisante.

En Cho Oyu, el juez y Sai estaban sentados en el jardín. Canija, al ver la sombra de su propia cola, dio un salto y la atrapó. Empezó a girar sobre sí misma, sin tener muy claro a quién pertenecía el rabo. No quería cejar, pero su mirada expresaba una confusión suplicante: ¿cómo iba a parar?, ¿qué debía hacer? Había atrapado una bestia extraña y no sabía que era ella misma. Iba dando saltos por el jardín sin poder evitarlo.

– Qué tonta -comentó Sai.

– Preciosa -dijo el juez cuando se marchó Sai, por si había herido los sentimientos de Canija.

Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, se les vino encima. Llegó un revuelo ansioso procedente de los plataneros cuando sus grandes orejas empezaron a aletear, lo que siempre constituía el primer indicio de alarma. Los tallos de bambú entrechocaban y resonaban con los chasquidos de una antigua arte marcial.

En la cocina, el calendario de dioses del cocinero empezó a repiquetear contra la pared como si hubiera cobrado vida, una plétora de brazos, piernas, cabezas demoníacas, ojos centelleantes.

El cocinero cerró todo a cal y canto, puertas y ventanas, pero luego Sai abrió la puerta cuando él estaba cribando la harina para deshacerse de los gorgojos, y la harina se levantó en una nube y los cubrió a ambos.

– Uffff. Mira lo que has hecho.

Diminutos insectos amadrigados echaron a correr libres y sobreexcitados por el suelo y las paredes. Mirándose el uno al otro cubiertos de blanco, se echaron a reír.

– Angrez ke tarah. Como los ingleses.

– Angrez ke tarah. Angrez jaise.

Sai meneó la cabeza.

– Mira -dijo alegremente-, igual que los ingleses.

El juez empezó a toser al dispersarse por el salón una mezcla acre de humo y guindilla.

– Estúpida -le espetó a su nieta-. ¡Cierra la puerta!

Pero la puerta se cerró por voluntad propia junto con todas las demás puertas de la casa. Bum bum bum. El cielo se abrió, iluminado por llamas; un fuego azul envolvió el pino, que chisporroteó objeto de una muerte instantánea que lo redujo a un tocón de carbón vegetal, un olor a quemado, un desbarajuste de ramas cruzadas sobre el jardín. Una lluvia interminable empezó a caerles encima y Canija se convirtió en una forma de vida primitiva, una criatura semejante a una ameba, deslizándose por el suelo.

Un pararrayos encima de Cho Oyu estaba conectado por medio de un cable a un hoyo de sal, cosa que los mantendría a salvo, pero Canija no lo entendía. Con la reanudación de los truenos y una sacudida contra el tejado de hojalata, la perra buscó refugio tras las cortinas, debajo de las camas. Pero le quedaba vulnerable o bien el trasero, o bien el morro, y la asustaba el viento que producía sonidos fantasmagóricos en las botellas vacías de refresco: buuuu uuuu uuuu.

– No te asustes, cachorrillo, ranita, patito, perrita mona. No es más que lluvia.

Canija intentó sonreír, pero la cola se le seguía plegando debajo del cuerpo y sus ojos eran los de un soldado en plena guerra, hartos de aferrarse a estúpidos mitos de valentía. Aguzó las orejas más allá del horizonte, anticipando lo que no dejó de llegar: otra oleada de bombardeo, el estrépito de la civilización al desmoronarse; no tenía la menor idea de que fuera tan grande -se desplomaban ciudades y monumentos-, y se dio a la fuga otra vez.

Aquella estación acuosa duraría tres meses, cuatro, tal vez cinco. En Cho Oyu, una gotera caía en el cuarto de baño a ritmo de honky-tonk, hasta que fue interrumpida por Sai, que se protegió con un paraguas para entrar en el cuarto de baño. El vaho empañaba el vidrio de los relojes, y las prendas puestas a secar en el ático permanecían húmedas una semana. Una suerte de caspa blanca se desprendía de las vigas, un hongo lo cubría todo de un barniz velludo. No obstante, pinceladas de color definían aquella escena apagada: los insectos volaban ataviados de carnaval; el pan, en un día, se volvía verde como la hierba; Sai, al abrir el cajón de la ropa interior, se encontró con que una gelatina rosa intenso festoneaba las capas superpuestas de algodón grisáceo; y los volúmenes encuadernados del National Geographic se abrían por páginas aquejadas de una llamativa dolencia, un moho de tono púrpura amarillento rivalizaba con los capulineros de Nueva Guinea, los habitantes de Nueva Orleans y los anuncios -«¡Se está mejor en las Bahamas!»- incluidos.

Sai siempre había estado tranquila y animada durante esos meses, la única época en que su vida en Kalimpong cobraba perfecto sentido y tenía la oportunidad de experimentar la paz de saber que la comunicación con cualquier otra persona era casi imposible. Se sentaba en la galería, sobrellevando los estados de ánimo de la estación mientras pensaba lo inteligente que era sucumbir mientras por todo Kalimpong la modernidad empezaba a desmoronarse. Los teléfonos emitían un estertor agonizante, las televisiones sintonizaban otra imagen más del aguacero. Y en aquella húmeda estación diarreica flotaba la sensación, liviana y dispersa, de que la vida era algo inestable y disipado, frío y solitario: en absoluto algo que se pudiera comprender. El mundo se desvanecía, la puerta se abría a la nada -ni rastro de Gyan por el recodo de la montaña- y esa terrible sensación de espera desistía de su dominio total. Incluso resultaba imposible visitar al tío Potty, ya que el jhora se había desbordado y había arrastrado el puente corriente abajo.

En Mon Ami, Lola, toqueteando el dial de la radio, tenía que resignarse a no obtener pruebas de que su hija Pixie seguía en un lugar seco, entre noticias de ríos desbordados, cólera, ataques de cocodrilos y bengalíes otra vez encaramados a sus árboles. «Bueno -suspiraba Lola-, igual el agua se lleva a esos gamberros del bazar.»

Recientemente, una serie de huelgas y manifestaciones había dejado constancia del malestar político, cada vez mayor. Y ahora, debido al tiempo, se pospusieron una huelga de tres días y una tentativa raasta roko de obstrucción de las carreteras. ¿Qué sentido tenía impedir que pasaran los suministros si de todas maneras no estaban llegando? ¿Cómo iban a imponer el cierre de las oficinas si iban a estar cerradas? ¿Cómo iban a cerrar las calles si las calles habían desaparecido? Hasta la carretera principal hacia Kalimpong desde Teesta Bazaar sencillamente se había desprendido pendiente abajo y yacía hecha pedazos en el barranco a sus pies.

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