Con asombro, continuó leyendo acerca de la llegada de marinos con escorbuto, los británicos, los franceses, los holandeses, los portugueses. A su cuidado el tomate llegó hasta la India, y también el anacardo. Leyó que la Compañía de las Indias Orientales le había alquilado Bombay por diez libras al año a Carlos II, que se había hecho con ella, una minucia en el conjunto de su dote al casarse con Catalina de Braganza, y averiguó que para mediados del siglo xix se estaba transportando sucedáneo de sopa de tortuga en barcos a través del canal de Suez para alimentar a aquellos que pudieran costeárselo en el país del arroz y el guandú. Un inglés podía tomar asiento con un telón de fondo tropical, la yema amarilla del sol, el brillo derramado sobre las palmeras, y consumir un arenque de Yarmouth, una ostra bretona. Todo aquello le venía de nuevo y sintió avidez por un país que ya era el suyo.
A media mañana dejaba sus libros, iba al cuarto de baño para la prueba diaria de la digestión, donde se sentaba en la taza del váter en tensión y se sumía en dolorosos y prolongados esfuerzos. Al oír que otros caminaban arriba y abajo al otro lado de la puerta a la espera de su turno, se introducía un dedo por el orificio y hurgaba hasta conseguir que una carga almacenada de coprolitos de cabra se desprendiera con un sonoro repiqueteo. ¿Le habrían oído fuera? Intentaba alcanzarlos antes de que cayeran al agua cual proyectiles. Su dedo emergía cubierto de excrementos y sangre, y se lavaba las manos repetidamente, pero el olor persistía, persiguiéndolo por sus estudios como una tenue estela. Con el paso del tiempo, Jemubhai se aplicaba cada vez más. Estableció un calendario de lectura y apuntaba todos los libros, todos los capítulos en un complejo gráfico. La Ley de la propiedad de Topham, Aristóteles, el Procedimiento criminal indio, el Código penal y la Ley de pruebas delictivas.
Trabajaba hasta altas horas de la noche de regreso en su habitación de alquiler, perseguido aún por el persistente olor a mierda, cayendo directamente de la silla a la cama para levantarse aterrado pocas horas después y volver a encaramarse a la silla. Trabajaba dieciocho horas al día, más de un centenar de horas a la semana, parando a veces para dar de comer a la perra de su casera cuando suplicaba un pedazo de empanada de cerdo de la cena y le babeaba sobre el regazo, dejándole corros húmedos mientras le pasaba una pezuña insistente por las rodillas, estropeándole el pliegue de los pantalones de pana. Era la primera vez que entablaba amistad con un animal, ya que en Piphit la personalidad de los perros no se investigaba ni se fomentaba. Las tres noches anteriores a las pruebas de aptitud finales no durmió en absoluto, sino que estuvo leyendo en voz alta para sí mismo, meciéndose adelante y atrás siguiendo el ritmo, venga a repetir y repetir.
Un viaje, una vez comenzado, no tiene fin. El recuerdo de su travesía por el océano rielaba entre las palabras. Más abajo y más allá, merodeaban los monstruos de su inconsciente, a la espera del momento de emerger y demostrar que eran reales, y se preguntó si había soñado con el poder de ahogar que posee el mar antes de verlo por primera vez.
Su casera le llevó la bandeja de la cena hasta la misma puerta. Un obsequio: un cuarteto de hermosas salchichas aceitosas, bien llenas de confianza, relucientes, rebosantes de vida. Todo preparado ya para los tiempos en que la comida cantaría en televisión con el fin de anunciarse.
– No trabajes demasiado.
– Uno tiene que hacerlo, señora Rice.
Había aprendido a refugiarse en la tercera persona y a mantener a raya a todo el mundo, a distanciarse incluso de sí mismo igual que la reina.
Oposiciones públicas, junio de 1942
Tomó asiento ante una hilera de doce examinadores y la primera pregunta se la planteó un profesor de la Universidad de Londres. ¿Sabría decirle cómo funcionaba un tren de vapor?
A Jemubhai se le quedó la mente en blanco.
– ¿No le interesan los trenes? -El hombre pareció decepcionado a título personal.
– Un área fascinante, señor, pero he estado muy ocupado estudiando los temas recomendados.
– ¿No tiene idea de cómo funciona un tren?
Jemu se devanó los sesos hasta donde le fue posible -¿qué impulsaba qué?-, pero nunca había visto el interior de una locomotora.
– No, señor.
Podría describir, entonces, los ritos funerarios de la antigua China.
Era de la misma parte del país que Gandhi. ¿Qué sabía del movimiento de no colaboración? ¿Cuál era su opinión sobre el Partido del Congreso?
El aula estaba en silencio. compre productos ingleses. Jemubhai había visto los carteles el día de su llegada a Inglaterra, y cayó en la cuenta de que si hubiera gritado compre productos indios en las calles de la India, lo habrían encarcelado. Y allá por los años treinta, cuando Jemubhai era todavía un niño, Gandhi había marchado desde el ashram de Sabarmati hasta Dandi donde, en las fauces del océano, había llevado a cabo la actividad subversiva de cosechar sal.
«¿Dónde va a llegar así? ¡Bah! Es posible que tenga el corazón en su sitio, pero el cerebro se le ha escurrido de la cabeza», había dicho el padre de Jemu a pesar de que las cárceles estaban llenas de partidarios de Gandhi. En el SS Strathnaver le había llegado a Jemubhai espuma del mar por el aire y se le había secado en burlonas motas de sal sobre la cara y las manos. Sí que parecía ridículo gravarla con impuestos…
– En el caso de no estar comprometido con la administración actual, caballero, no tendría sentido presentarse hoy aquí.
Por último, ¿quién era su autor preferido?
Un poco nervioso porque no tenía ninguno, contestó que le gustaba sir Walter Scott.
– ¿Qué ha leído?
– Toda su obra publicada, señor.
– ¿Puede recitarnos uno de sus poemas preferidos? -le preguntó un profesor de antropología social.
Oh, el joven Lochinvar del oeste ha salido
por la frontera su corcel era conocido.
Para cuando se presentaban a las oposiciones para la Administración Pública india, la mayoría de los candidatos había matizado su discurso hasta la perfección, pero Jemubhai apenas había abierto la boca durante años y su inglés seguía teniendo el ritmo y la forma del gujarati.
Pero a la puerta de Netherby flamante asomó
dado el sí de la novia, tarde el noble llegó:
un holgazán en el lecho, ruin en el guerrear,
se casaría con la Ellen del bravo Lochinvar…
Cuando levantó la mirada, vio que todos reían con disimulo.
Furioso estaba el padre, la madre se apuraba,
con el gorro y la pluma el pretendiente enredaba…
El juez se estremeció.
– Maldito necio -dijo en voz alta.
Apartó la silla de golpe, se incorporó, dejó caer cuchillo y tenedor a guisa de devastadora sentencia contra sí mismo y abandonó la mesa. Su fuerza, aquel acero mental, se estaba debilitando. Su memoria parecía ponerse en marcha ante el menor estímulo: la incomodidad de Gyan, su recitación de aquel absurdo poema… Pronto todo lo que el juez se había esforzado tanto por separar se ablandaría y lo envolvería en su pesadilla, y al cabo la barrera entre esta vida y la eternidad no sería, sin duda, más que otra construcción fallida.
Canija lo siguió hasta su habitación. Cuando él se sentó con aire melancólico, ella se le apoyó encima con la soltura que tienen los niños para apoyarse en sus padres.
– Lo siento -dijo Sai, sofocada de vergüenza-. Es imposible saber cómo va a reaccionar mi abuelo.
Gyan no dio muestra de oírla.
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