El masoquista provoca al sádico para que actúe. La persona más pasiva es en realidad un agresor. Todos los días el hecho de que tú vivas implica sufrimiento y miseria para animales y plantas, e incluso para otras personas.
– Mataderos, granjas industriales, fábricas donde se explota a los trabajadores -dice-. Lo quieras o no, eso es lo que compra tu dinero.
Le digo que ha escuchado demasiado a Ostra.
– La clave es matar a gente intencionadamente -dice Helen, y coge la foto de Gustave Brennan en el periódico-. Matar a extraños deliberadamente para no matar accidentalmente a la gente que amas.
Destrucción constructiva.
Y dice:
– Soy una contratista independiente.
Es una asesina a sueldo internacional que trabaja a cambio de diamantes enormes.
Helen dice:
– Los gobiernos lo hacen todos los días.
Pero los gobiernos lo hacen después de años de deliberaciones y por el procedimiento debido, le digo. Solamente después de considerar minuciosamente la cuestión un criminal es considerado demasiado peligroso para soltarlo. O para poner un ejemplo. O por venganza. Muy bien, el procedimiento no es perfecto. Por lo menos no es arbitrario.
Y Helen se tapa los ojos un momento con la mano, luego se quita la mano, me mira y dice:
– ¿Quién cree usted que me llama para esos trabajitos?
¿El Departamento de Defensa de Estados Unidos?
– A veces -dice-. La mayoría de las veces son otros países, cualquier país del mundo, pero no hago nada gratis.
¿Por eso las joyas?
– Odio regatear por la tasa de cambio, ¿no le pasa a usted? -dice-. Además, un animal muere cada vez que usted come carne.
Ostra otra vez. Veo que mi trabajo va a ser mantenerlo apartado de Helen.
Le digo que es distinto. Los humanos estamos por encima de los animales. Los animales fueron puestos en este planeta para alimentar y servir a la humanidad. Los seres humanos son preciosos e inteligentes y únicos, y Dios nos dio los animales a nosotros. Son propiedad nuestra.
– Claro que piensa eso -dice Helen-, Está en el bando ganador.
Le digo que la destrucción constructiva no es la respuesta que yo estaba buscando.
Y Helen dice:
– Lo siento, es la única que tengo.
Y dice:
– Cojamos el libro, arreglémoslo y vamos a hacer que nos maten un hermoso faisán para el almuerzo.
En la salida, le pregunto al bibliotecario por su ejemplar del libro de poemas. Pero está en préstamo. Los detalles sobre el bibliotecario son: tiene mechones de rubio ceniza en el pelo, y el pelo está engominado hasta formar un entoldado sólido sobre su cara. Una especie de visera rubio ceniza. Está sentado en un taburete delante de un monitor de ordenador y huele a humo de cigarrillo. Lleva un jersey de cuello alto con una tarjetita de plástico que dice: symon.
Y le digo que un montón de vidas dependen de que yo encuentre ese libro.
Y él dice que es una lástima.
Y le digo que no, que en realidad solamente la vida de él depende de ello.
Y el bibliotecario pulsa un botón en su teclado y dice que está llamando a la policía.
– Espera -dice Helen, y extiende la mano sobre el mostrador, los dedos resplandeciendo y cargados de esmeraldas escalonadas y de zafiros cortados en cabujón y de diamantes de baja calidad tallados en forma de cojín-. Symon, elige uno.
Y el labio superior del bibliotecario se frunce hacia arriba de forma que se le ven los dientes superiores. Parpadea una vez, dos veces, despacio, y dice:
– Cariño, te puedes quedar tu morralla asquerosa de drag queen.
Y la sonrisa de la cara de Helen ni siquiera se altera.
El hombre pone los ojos en blanco y los músculos de su cara y de sus manos se distienden. Se le cae la barbilla sobre el pecho y se desploma sobre el teclado, luego se retuerce y se desliza hasta el suelo.
Destrucción constructiva.
Helen extiende una mano sin precio para girar el monitor y dice:
– Mierda.
Incluso muerto en el suelo, el tipo parece dormido.
Helen lee el monitor y dice:
– Ha cambiado la pantalla. Necesito conocer su contraseña.
No hay problema. El Gran Hermano nos llena a todos de la misma porquería. Mi suposición es que era un tipo listo de la misma forma que todo el mundo se cree listo. Le digo que teclee la palabra «contraseña».
Mona me quita el calcetín del pie. El interior elástico del calcetín, las fibras, me despellejan las costras. Caen trozos de sangre coagulada al suelo. El pie está tan hinchado que todas las arrugas se han alisado. Mi pie es un globo con motas rojas y amarillas. Después de poner una toalla doblada debajo, Mona me echa el alcohol de frotar.
El dolor es tan instantáneo que no se sabe si el alcohol está hirviendo o helado. Sentado en la cama del motel, con la pernera remangada, con Mona arrodillada a mis pies en la alfombra, agarro dos puñados de la colcha y aprieto los dientes. Con la espalda arqueada, todos los músculos se me agarrotan durante unos segundos largos. La colcha está fría y empapada de mi sudor.
Bolsas de algo blando y amarillo, las ampollas me cubren casi por completo las plantas de los pies. Bajo la capa de piel muerta, se puede ver una forma oscura y sólida dentro de cada ampolla.
Mona dice:
– ¿Qué ha estado pisando?
Está calentando un par de pinzas con el encendedor de Ostra.
Le pregunto de qué va eso de los anuncios que Ostra está poniendo en los periódicos. ¿Está trabajando para una empresa de abogados? ¿Los brotes de hongos dermatológicos y las intoxicaciones son de verdad?
Me gotea del pie alcohol, de color rosa por la sangre disuelta, sobre la toalla doblada del motel. Ella deja las pinzas sobre la toalla doblada y calienta una aguja con el cigarrillo de Ostra. Con una goma elástica, echa las manos hacia atrás y se recoge el pelo en una gruesa coleta.
– Ostra lo llama «antipublicidad» -dice ella-, A veces las empresas, las verdaderamente ricas, le pagan para cancelar los anuncios. La cantidad que le pagan, dice él, refleja lo verdaderos que son probablemente los anuncios.
El pie ya no me cabe en el zapato. Hoy mismo, en el coche, le he pedido a Mona si le podía echar un vistazo. Helen y Ostra han salido a comprar más maquillaje. Por el camino van a desactivar tres ejemplares del libro en una librería muy grande de libros usados que hay bajando la calle. The Book Barn.
Le digo que lo que hace Ostra es chantaje. Es poner a la gente en entredicho.
Ya es casi medianoche. No quiero saber dónde están realmente Helen y Ostra.
– Él no dice que sea abogado -dice Mona-. El no dice que haya un pleito. El solamente pone un anuncio. Otra gente rellena los espacios en blanco. Ostra dice que él solamente está plantando las semillas de la duda en sus mentes.
Dice:
– Ostra dice que es justo porque la publicidad promete cosas para hacerlo a uno feliz.
Cuando está arrodillada, a Mona se le ven las tres estrellas negras tatuadas encima de la clavícula. Se le ve lo que tiene debajo de la blusa, más allá de la alfombra de cadenas y colgantes, y no lleva sujetador, y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres…
Mona dice:
– Otros miembros del aquelarre también lo hacen, pero fue idea de Ostra. Dice que el plan es socavar la ilusión de seguridad y comodidad de la vida de la gente.
Con la aguja, rompe una ampolla amarilla y algo cae de ella. Una piececita de plástico marrón, cubierta de pus pestilente y de sangre, aterriza en la toalla. Mona le da la vuelta con la aguja y el pus amarillo moja la toalla. Lo recoge con las pinzas y dice:
– ¿Qué carajo es esto?
Es un campanario de iglesia.
Le digo que no lo sé.
Mona tiene la boca entreabierta con la lengua sobresaliendo. La garganta se le desliza por dentro de la piel del cuello en una náusea. Agita una mano delante de la nariz y parpadea deprisa. De tanto que apesta el pus amarillo. Seca la aguja con la toalla. Con una mano me agarra los dedos de los pies y contra otra saja otra ampolla. Sale proyectado un chorrito amarillo y la mitad de la chimenea de una fábrica cae sobre la toalla.
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