Imaginen una idea que ocupa sus mentes igual que un ejército ocupa una ciudad.
Fuera del coche está América.
Oh, hermosos cielos llenos de estorninos,
sobre las olas ámbar de hierba lombriguera.
Oh, montañas púrpura de salicarias,
sobre llanuras azotadas de peste bubónica.
América.
Un asedio de ideas. La caza por el poder de la vida.
Después de escuchar a Ostra, un vaso de leche ya no es una simple bebida agradable con virutas de chocolate. Son vacas obligadas a estar embarazadas e infladas con hormonas. Son las inevitables terneras que no viven más que unos meses de miseria encerradas en cubículos para reses. Una chuleta significa un cerdo apuñalado y sangrando, con la pata atrapada en un cepo, colgando hasta morir chillando mientras lo seccionan en forma de chuletas, rosbif y manteca. Incluso un huevo duro significa una gallina con las patas inválidas por vivir en una jaula a pilas de diez centímetros de ancho, tan estrecha que no puede levantar las alas, algo tan enloquecedor que le cortan el pico para que no ataque a las gallinas que están atrapadas a su lado. Con las plumas arañadas por la jaula y el pico cortado, pone un huevo tras otro hasta que los huesos se le quedan tan vacíos de calcio que se le rompen en el matadero.
Se trata de los pollos de la sopa de fideos de pollo, las gallinas ponedoras, las que están tan maltrechas y llenas de cicatrices que hay que deshacerlas y cocerlas porque nadie las compraría en el aparador de una carnicería. Los pollos de las salchichas rebozadas. De las alitas de pollo.
Esto es lo único de lo que habla Ostra. Su epidemia informativa. Es entonces cuando sintonizo country and western en la radio. O baloncesto. Cualquier cosa con tal de que sea fuerte y constante y me deje fingir que el bocadillo de mi desayuno no es más que un bocadillo para desayunar. Que un animal no es más que eso. Que un huevo es un huevo. Que el queso no es una ternerita que sufre. Que comerme esto es mi derecho como ser humano.
Aquí tenemos al Gran Hermano cantando y bailando para que yo no empiece a pensar demasiado para mi propio bien.
En el periódico local de hoy hablan de otra modelo muerta. Hay un anuncio que dice:
atención, clientes de la granja de cachorros falling star
Dice:
«Si su nuevo perro le ha contagiado la rabia a algún niño de su casa, puede usted reunir las condiciones para entablar un pleito por demanda colectiva».
Conduciendo a través de lo que solía ser un paisaje natural hermoso y comiendo lo que solía ser un bocadillo de huevo, les pregunto por qué no podían simplemente comprar los tres libros que estaban buscando en The Book Barn. Ostra y Helen. O simplemente robar las páginas y dejar el resto de los libros. Les digo que la razón de que estemos haciendo este viaje es que la gente no queme libros.
– Relájese -dice Helen al volante-. La tienda tenía tres ejemplares del libro. El problema es que no sabíamos dónde.
Y Ostra dice:
– Estaban todos mal colocados. -La cabeza de Mona está dormida en su regazo y él le está separando mechones de pelo en madejas rojas y negras-. Es la única forma en que se queda dormida -dice-. Puede dormir eternamente si continúo haciendo esto.
Por la razón que sea, me viene a la cabeza mi mujer. Mi mujer y mi hija.
Entre las sirenas y los camiones de bomberos nos hemos pasado la noche en vela.
– Ese sitio, The Book Barn, era como un laberinto para ratones -dice Helen.
Ostra está trenzando los fragmentos rotos de la civilización en el pelo de Mona. Los artefactos de mi pie, las columnas rotas y las escalinatas y los pararrayos. Le ha desmontado el atrapasueños navajo y le está trenzando las monedas del I Ching y las cuentas de cristal y los cordeles en el pelo. Las plumas azules y rosadas en tonos de Pascua.
– Nos hemos pasado la tarde entera buscando -dice Helen-. Hemos mirado todos los libros de la sección infantil. Hemos mirado en ciencia. Hemos mirado en religión. En filosofía. En poesía. En cuentos populares. Hemos mirado en literatura étnica. Hemos repasado la ficción de arriba abajo.
Y Ostra dice:
– Tenían los libros en el inventario informático, pero estaban perdidos en la tienda.
Así que han quemado todo el lugar. Por tres libros. Han quemado decenas de millares de libros para asegurarse de que esos tres quedaran destruidos.
– Parecía nuestra única opción realista -dice Helen-. Ya sabe lo que pueden hacer esos libros.
Por la razón que sea, me vienen a la cabeza Sodoma y Gomorra. Y aquello de que Dios perdonaría la ciudad si quedaba en ella una sola buena persona.
Esto es lo contrario. Miles de personas muertas para destruir a unos pocos.
Imaginen una nueva Edad Oscura. Imaginen los libros ardiendo. Y las cintas y las películas y los archivos, las radios y las televisiones, todo irá a la misma hoguera.
No sé si estamos previniendo ese mundo o lo estamos creando.
La televisión ha dicho que después de apagar el incendio se han encontrado a dos guardias de seguridad muertos.
– En realidad -dice Helen-, ya estaban muertos mucho antes del incendio. Necesitábamos tiempo para rociarlo todo de gasolina.
¿Estamos matando a gente para salvar vidas?
¿Estamos quemando libros para salvar libros?
Les pregunto en qué se está convirtiendo este viaje.
– En lo que ha sido siempre -dice Ostra, pasando un mechón de pelo por en medio de una moneda del I Ching-. En una enorme caza del poder.
Dice:
– Usted quiere mantener el mundo tal como es, papi, pero con usted al mando.
Helen, dice, quiere el mismo mundo, pero con ella al mando. Todas las generaciones quieren ser la última. Todas las generaciones odian las nuevas tendencias musicales que no pueden entender. Odiamos entregar las riendas de nuestra cultura. Encontrarnos con nuestra música sonando en ascensores. La balada de nuestra revolución convertida en música de fondo de un anuncio de la televisión. Encontrar que la ropa y los peinados de nuestra generación de repente se han vuelto retro.
– Personalmente -dice Ostra-, yo prefiero borrar del todo la pizarra, borrar a toda la gente y todos los libros y empezar de nuevo. Estoy a favor de que no haya nadie al mando.
¿Con él y Mona como los nuevos Adán y Eva?
– No -dice, apartándole el pelo suavemente de la cara a Mona-, Nosotros también tendríamos que irnos.
Le pregunto si odia tanto a la gente que mataría a la mujer que ama. Le pregunto por qué no se suicida simplemente.
– No -dice Ostra-. Me sigue gustando todo. Las plantas, los animales y los humanos. Simplemente no creo esa gran mentira según la cual podemos continuar dando frutos y multiplicándonos sin destruirnos a nosotros mismos.
Le digo que es un traidor a su especie.
– Soy un puto patriota -dice Ostra, y mira por su ventanilla-. Este poema sacrificial es una bendición. ¿Para qué cree usted que fue creado al principio? Salvará a millones de personas de la muerte lenta y terrible a la que estamos abocados por la enfermedad, por el hambre, por la sequía, por la radiación solar, por la guerra, por todas esas cosas a las que estamos abocados.
¿Así que está dispuesto a matarse a él mismo y a Mona? Le pregunto qué hará con sus padres. ¿También los matará a ellos? ¿Y qué pasa con los niños que apenas han vivido o no han empezado todavía? ¿Y qué pasa con toda la gente buena y trabajadora que llevan una vida ecológica y reciclan? ¿Los vegetarianos estrictos? ¿Acaso no son inocentes para él?
– No es una cuestión de culpa o inocencia -dice-. Los dinosaurios no eran moralmente buenos ni malos, pero están todos muertos.
Esa clase de ideas lo convierte en un Adolf Hitler. En un Josef Stalin. En un asesino en serie. En un asesino de masas.
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