Y trenzando una vidriera en el pelo de Mona, Ostra dice:
– Quiero ser lo que mató a los dinosaurios.
Y yo le digo que lo que mató a los dinosaurios fue un acto de Dios.
Le digo que no voy a continuar ni una milla más con alguien que quiere ser un asesino de masas.
Y Ostra dice:
– ¿Qué pasa con la doctora Sara? ¿Mami? Ayúdame. ¿A cuántos otros ha matado ya papi?
Y Helen dice:
– Estoy cosiendo mi pescado.
Oigo el encendedor de Ostra, me giro y le pregunto si tiene que fumar. Le digo que estoy intentando comer.
Pero Ostra tiene el libro de Mona sobre Hobbies y oficios tradicionales tribales y lo sostiene abierto sobre el encendedor y está encendiendo las páginas con la llama. Con la ventanilla abierta a medias, echa el libro afuera y deja que las llamas exploten al viento antes de soltarlo.
A la cebadilla le encanta el fuego.
Dice:
– Los libros pueden ser perversos. Zarzamora necesita inventar su propia clase de espiritualidad.
Suena el teléfono de Helen. Suena también el teléfono de Ostra.
Mona suspira y extiende los brazos. Con los ojos cerrados, y las manos de Ostra todavía hurgándole el pelo, y su teléfono todavía sonando, Mona frota la cabeza contra el regazo de Ostra y dice:
– Tal vez el grimorio tenga un conjuro para detener la superpoblación.
Helen abre su agenda por el día de hoy y escribe un nombre. Le dice a su teléfono:
– No se molesten en hacer un exorcismo. Podemos devolver la casa al mercado.
Mona dice:
– Ya sabéis, necesitamos una especie de conjuro de castración universal.
Y yo les pregunto si a alguien aquí le importa ir al infierno.
Y Ostra se saca el teléfono de la bolsa de curandero.
Su teléfono no para de sonar.
Helen se pone el teléfono contra el pecho y dice:
– No penséis ni por un segundo que el gobierno no está trabajando ya en infecciones fenomenales para controlar la superpoblación.
Y Ostra dice:
– Para salvar el mundo, Jesucristo sufrió durante treinta y seis horas en la cruz. -Mientras su teléfono sigue sonando, dice-: Yo estoy dispuesto a sufrir una eternidad en el infierno por la misma causa.
Su teléfono no para de sonar.
Helen le dice a su teléfono:
– ¿De verdad? ¿Su dormitorio huele a azufre?
– Dígame usted quién es el mejor salvador -dice Ostra, y abre su teléfono móvil. Le dice al teléfono-: Despacho de abogados Dunbar, Dunaway y Doogan…
Imaginen que el incendio de Chicago de 1871 hubiera ardido durante seis meses antes de que alguien se diera cuenta. Imaginen que la inundación de Johnstown en 1889 o el terremoto de San Francisco de 1906 hubieran durado seis meses, un año, dos años, antes de que nadie les prestara atención.
Construir con madera, construir en fallas, construir en cuencas bajas, cada era crea sus propios desastres «naturales».
Imaginen una inundación de color verde oscuro en el centro de cualquier ciudad enorme, los rascacielos de oficinas y apartamentos sumergidos pulgada a pulgada.
Ahora, aquí y ahora, escribo desde Seattle. Un día, una semana, un mes tarde. Quién sabe cuánto tiempo después de los hechos. El Sargento y yo, todavía cazando brujas.
Los botánicos llaman Hederá helixseattle a esta nueva variedad de hiedra inglesa. Una semana, tal vez las plantas de las macetas del Olympic Professional Plaza parecían un poco demasiado crecidas. La hiedra estaba ahogando los pensamientos. Había enredaderas que se habían adherido a la fachada de ladrillo y estaban trepando pulgada a pulgada. Nadie se dio cuenta. Había estado lloviendo mucho.
Nadie se dio cuenta hasta la mañana en que los residentes del Park Senior Living Center encontraron las puertas de su vestíbulo selladas por la hiedra. Aquel mismo día, la pared sur del Fremont Theater, tres pies de grosor de ladrillo y cemento, amenazó con desplomarse sobre el público que abarrotaba el local. Aquel mismo día, parte del aparcamiento subterráneo de autobuses se hundió.
Nadie puede decir realmente cuándo echó raíces la Hederá helixseattle, pero es fácil de adivinar.
Mirando ejemplares viejos del Seattle Times, hay un anuncio en la sección de Ocio del 5 de mayo. Con tres columnas de ancho, dice:
atención, clientes del oracle sushi palace
El anuncio dice:
«Si experimentan graves picores rectales causados por parásitos intestinales, pueden reunir las condiciones necesarias para entablar un pleito por demanda colectiva». Y da un número de teléfono.
Y yo, aquí con el Sargento, llamo al número.
Una voz de hombre dice:
– Despacho de abogados Dentón, Daimler y Dick.
Y yo digo:
– ¿Ostra?
Digo:
– ¿Dónde estás, cabroncete?
Y la línea se corta.
Aquí y allí, escribiendo esto en Seattle, en una cafetería justo delante de los parapetos del Departamento de Obras Públicas, una camarera nos dice al Sargento y a mí:
– Ahora no pueden matar las hiedras. -Y nos pone más café. Mira por la ventana las paredes verdes, infestadas de enredaderas gruesas y grises. Dice-: Es lo único que hace que se aguante esa parte de la ciudad.
Dentro de la red de enredaderas y hojas, los ladrillos están combados y movidos de sus sitios. El cemento está agrietado. Las ventanas han sido estrujadas hasta que se ha roto el cristal. La puerta no se abre de tan deformado que está el marco. Entran y salen volando pájaros de los acantilados verdes y erectos, comiéndose las semillas de hiedra, cagándolas por todas partes. A una manzana de distancia, las calles son cañones verdes, el asfalto y las aceras están sepultadas bajo el verde.
Los periódicos lo llaman «La amenaza verde». El equivalente en hiedra a las abejas asesinas. El Infierno de Hiedra.
Silencioso, imparable. El final de la civilización a cámara lenta.
La camarera dice que cada vez que los equipos de operarios podan las enredaderas, o las queman con lanzallamas, o las rocían con veneno -incluso la vez que trajeron cabras pigmeas para que se las comieran- las raíces de hiedra se extienden. Las raíces hunden túneles. Seccionan cables y tuberías subterráneos.
El Sargento marca el número del anuncio del sushi, una y otra vez, pero la línea sigue desconectada.
La camarera mira los dedos de hiedra que ya empiezan a cruzar la calle. Dentro de una semana se habrá quedado sin trabajo.
– La Guardia Nacional nos prometió que la contendrían -dice.
Y dice:
– He oído que la hiedra también ha llegado a Portland. Y a San Francisco. -Suspira y dice-: Está claro que esta la vamos a perder.
El hombre abre la puerta principal de su casa y allí estamos Helen y yo, en el porche, yo llevando el estuche de cosméticos de Helen, medio paso detrás de ella mientras Helen señala con su larga uña de color rosa y dice:
– Oh, Dios.
Tiene la agenda debajo de un brazo y dice:
– Mi marido. -Y retrocede-, A mi marido le gustaría dar testimonio ante usted de la promesa del Señor Jesucristo.
El traje de Helen es amarillo, pero no amarillo ranúnculo. Es más bien del mismo color amarillo de un ranúnculo hecho de limones dorados y pavé por Carl Fabergé.
El hombre tiene una botella de cerveza en la mano. Lleva calcetines de deporte grises sin zapatos. Le cuelga el albornoz abierto por delante, y debajo lleva una camiseta blanca y unos calzoncillos largos con dibujos de cochecitos de carreras. Con una mano, se lleva la cerveza a la boca. Inclina la cabeza hacia atrás y aparecen burbujas dentro de la botella. Los cochecitos de carreras tienen neumáticos ovalados inclinados hacia delante. El hombre eructa y dice:
– ¿Vais en serio?
Tiene el pelo negro cayéndole por una frente arrugada a lo Frankenstein. Tiene ojos ojerosos de sabueso.
Читать дальше