Chuck Palahniuk - Nana

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A Carl Streator, periodista de mediana edad, le han encargado que escriba una serie de artículos sobre la muerte súbita infantil, un tema que le resulta familiar pues él mismo perdió a su hijo en circunstancias extrañas. En el transcurso de la investigación descubre que en todas las casas donde ha muerto un bebé (o un niño, o un adulto) hay un ejemplar del mismo libro: una antología de poemas africanos que contiene una nana letal. Esta canción mata a aquel que la escucha; de hecho, su poder es tal que ni siquiera es necesario recitarla, con tan solo memorizarla y odiar a alguien intensamente, cae fulminado. Helen Hoover Boyle, agente inmobiliaria especializada en vender casas encantadas, también tenía un hijo que murió en circunstancias similares al de Streator. El periodista y la agente inmobiliaria emprenderán, acompañados por la secretaria de Helen, Mona, aficionada al esoterismo, y el novio de esta, Oyster, un ecologista ultrarradical, un viaje por carretera con el fin de destruir todos los ejemplares del libro y encontrar el grimorio original del que procede el hechizo. Con Nana damos la bienvenida a una nueva familia nuclear, un grupo disfuncional hasta extremos arrebantes. Y a una hilarante alegoría sobre la información y el poder.

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Y el tipo de los coches de carreras dice:

– Creo que será mejor que os marchéis.

De camino al coche, le doy a Helen su agenda y le digo que ahí está su Biblia. Mi busca empieza a sonar y es un número que no conozco.

Helen tiene los guantes blancos negros de polvo y me dice que ha hecho pedazos la página de la canción sacrificial y los ha tirado por la ventana de la habitación de la criatura. Está lloviendo. El papel se pudrirá.

Le digo que no basta con eso. Algún niño podría encontrarla. El mero hecho de que esté hecha pedazos hará que alguien quiera reconstruirla. Tal vez un detective investigando la muerte de una criatura.

Y Helen dice:

– Ese cuarto de baño era una pesadilla.

Damos la vuelta a la manzana con el coche y aparcamos. Mona está escribiendo en el asiento de atrás. Ostra está hablando por su teléfono. Luego Helen espera mientras me agacho y camino de vuelta a la casa. Camino agachado por la parte de atrás, con la hierba mojada succionándome los zapatos, hasta que estoy debajo de la ventana que Helen dice que es la de la habitación de la criatura. La ventana sigue abierta, con las cortinas colgando un poco por la parte de abajo. Cortinas rosas.

Los pedazos de la página están esparcidos por el barro y yo empiezo a recogerlos.

Detrás de las cortinas, en la habitación vacía, se oye abrirse la puerta. El perfil de alguien entra desde el pasillo y yo me agacho en el barro bajo la ventana. Una mano de hombre aparece en la repisa de la ventana, de forma que me pego a la pared de la casa. En algún lugar por encima de mí que no puedo ver, un hombre rompe a llorar.

La lluvia arrecia.

El hombre está en la ventana, con las dos manos apoyadas en la repisa. Sus sollozos arrecian. Se puede oler la cerveza que ha bebido.

Yo no puedo correr. No me puedo poner de pie. Tapándome la nariz y la boca con las manos, me alejo unos centímetros a gachas, apretado contra los cimientos, escondido. Y tan deprisa como un escalofrío, respirando entre mis dedos, yo también rompo a llorar. Con unos sollozos tan violentos como vómitos. Mordiéndome la palma de la mano, me lleno las manos de mocos.

El hombre se sorbe la nariz, con fuerza y haciendo un ruido líquido. Llueve cada vez más y se me mete agua en los zapatos a través de los cordones.

Con los pedazos rotos del poema en la mano, sostengo el poder sobre la vida y la muerte. No hay nada que pueda hacer. Todavía no.

Y tal vez uno no va al infierno por las cosas que hace. Tal vez uno va al infierno por las cosas que no hace.

Con los zapatos llenos de agua fría, el pie deja de dolerme. Extiendo la mano resbaladiza por los mocos y las lágrimas y apago mi busca.

Cuando encontremos el grimorio, si hay alguna forma de resucitar a los muertos, tal vez no lo quemaremos. No inmediatamente.

29

El informe policial no dice lo caliente que estaba todavía mi mujer, Gina, cuando me desperté aquella mañana. Lo blanda y caliente que estaba bajo las mantas. Ni cómo cuando me di media vuelta en su dirección, ella quedó de espaldas, con el pelo extendido sobre la almohada. Tenía la cabeza un poco inclinada hacia un hombro. Su piel matutina olía a calor, de forma parecida al aspecto que tiene un rayo de sol cuando rebota sobre un mantel blanco en un restaurante agradable junto a la playa en tu luna de miel.

El sol entraba por las cortinas azules y teñía su piel de color azul. Sus labios de color azul. Las pestañas le caían sobre las mejillas. Su boca era una sonrisa fláccida.

Todavía medio dormido, le pasé la mano por detrás del cuello y le eché la cara hacia atrás y la besé.

Ella tenía el cuello y el hombro completamente relajados.

Sin dejar de besarle la boca cálida y relajada, le levanté el camisón por encima de la cintura.

Sus piernas parecieron abrirse y mi mano encontró su interior blando y húmedo.

Bajo las mantas, con los ojos cerrados, le metí la lengua dentro. Con los dedos humedecidos, aparté sus bordes suaves y rosados y lamí más adentro. Con el aire entrando y saliendo de mí. En la cresta de cada respiración, le hincaba la boca.

Por una vez, Katrin había dormido la noche entera y no estaba llorando.

Mi boca subió hasta el ombligo de Gina. Subió hasta sus * pechos. Con un dedo húmedo en su boca, le pasé los otros dedos por los pezones. Mi boca se colocó sobre su otro pecho y mi lengua tocó el pezón en su interior.

La cabeza de Gina cayó a un lado y le lamí la parte posterior de la oreja. Con mis caderas separándole las piernas, me metí en ella.

La sonrisa fláccida en su cara, la forma en que la boca se le abrió en el último momento y la cabeza se le hundió todavía más en la almohada, estaba tan silenciosa. Nunca había sido tan bueno desde que nació Katrin.

Un minuto más tarde, salí de la cama y me di una ducha. Me vestí de puntillas y cerré suavemente la puerta del dormitorio a mi espalda. En la habitación de la niña, besé a Katrin en un lado de la cara. Le palpé el pañal. El sol entraba por las cortinas amarillas. Sus juguetes y sus libros. Su aspecto era perfecto.

Me sentí bendecido.

Aquella mañana no había nadie en el mundo tan afortunado como yo.

Aquí, conduciendo el coche de Helen con ella dormida a mi lado en el asiento delantero. Esta noche estamos en Ohio o en Iowa o en Idaho, con Mona durmiendo en el asiento trasero. El pelo rosado de Helen apoyado en mi hombro. Mona despatarrada en el retrovisor, despatarrada con sus rotuladores de colores y sus cuadernos. Ostra dormido. Esta es la vida que tengo ahora. Para bien o para mal.

Aquel fue mi último buen día. Hasta que llegué a casa del trabajo no supe la verdad.

Gina seguía tumbada en la misma posición.

El informe policial lo llamó relaciones sexuales post mórtem.

Me viene Nash a la cabeza.

Katrin seguía callada. La parte de su cabeza que quedaba debajo se le había puesto de color rojo oscuro.

Livor mortis. Hemoglobina oxigenada.

Hasta que llegué a casa no supe qué había hecho.

Aquí, aparcados en el olor a cuero del enorme coche de la inmobiliaria de Helen, el sol está justo por encima del horizonte. Es un momento idéntico a aquel. Estamos aparcados debajo de un árbol, en una calle bordeada de árboles de un vecindario de casitas. Es alguna clase de árbol en flor, y durante toda la noche han estado cayendo pétalos rosados sobre el coche, pegándose al rocío. El coche de Helen es rosa como la carroza de un desfile, cubierto de flores, y yo estoy espiando a través de un agujero que queda en donde los pétalos no cubren el parabrisas.

La luz matinal que brilla a través de la capa de pétalos es rosa.

Color de rosa. Sobre Helen y Mona y Ostra, dormidos.

En la misma manzana, una pareja de ancianos está trabajando en los arriates de flores que crecen a los pies de su casa. El anciano llena una regadera en un grifo. La anciana está de rodillas, arrancando hierbas.

Vuelvo a encender el busca y empieza a sonar de inmediato.

Helen se despierta bruscamente.

No reconozco el número de teléfono de mi busca.

Helen se incorpora, parpadeando, mirándome. Se mira el reloj de pulsera diminuto y reluciente. A un lado de la cara tiene marcas profundas y rojas como de viruela allí donde ha dormido sobre sus pendientes de esmeraldas. Mira la capa de color rosa que cubre todas las ventanillas. Se hunde las uñas de color rosa de las dos manos en el pelo, se lo ahueca y dice:

– ¿Dónde estamos?

Y hay gente que todavía piensa que el conocimiento es poder.

Le digo que no tengo ni idea.

30

Mona está de pie a mi lado. Sostiene un folleto satinado abierto, poniéndomelo en la cara, y dice:

– ¿Podemos ir aquí? Por favor. Solamente un par de horas. Por favor.

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