Chuck Palahniuk - Nana

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A Carl Streator, periodista de mediana edad, le han encargado que escriba una serie de artículos sobre la muerte súbita infantil, un tema que le resulta familiar pues él mismo perdió a su hijo en circunstancias extrañas. En el transcurso de la investigación descubre que en todas las casas donde ha muerto un bebé (o un niño, o un adulto) hay un ejemplar del mismo libro: una antología de poemas africanos que contiene una nana letal. Esta canción mata a aquel que la escucha; de hecho, su poder es tal que ni siquiera es necesario recitarla, con tan solo memorizarla y odiar a alguien intensamente, cae fulminado. Helen Hoover Boyle, agente inmobiliaria especializada en vender casas encantadas, también tenía un hijo que murió en circunstancias similares al de Streator. El periodista y la agente inmobiliaria emprenderán, acompañados por la secretaria de Helen, Mona, aficionada al esoterismo, y el novio de esta, Oyster, un ecologista ultrarradical, un viaje por carretera con el fin de destruir todos los ejemplares del libro y encontrar el grimorio original del que procede el hechizo. Con Nana damos la bienvenida a una nueva familia nuclear, un grupo disfuncional hasta extremos arrebantes. Y a una hilarante alegoría sobre la información y el poder.

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Se inclina hacia delante y me dice al oído:

– Demócrito, ya sabes -dice-. El que inventó la democracia.

Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres…

Para hacer que alguien se calle, dice Mona, para que pare de hablar, coge un pez y cósele la boca.

Para curar el dolor de oído, dice Mona, tienes que usar el semen de un jabalí que gotea de la vagina de una marrana.

De acuerdo con la colección de hechizos judía Sepher ha-Razim, tienes que matar a un cachorrillo negro antes de que vea la luz del día. Luego escribes tu maldición en una tablilla y pones la tablilla dentro de la cabeza del perro. Luego sellas la boca con cera y escondes la cabeza detrás de la casa de alguien, y esa persona nunca podrá dormir.

– De acuerdo con Teofrasto -lee Mona-, solamente puedes desenterrar una peonía de noche porque si te ve un pájaro carpintero te quedas ciego. Si el pájaro carpintero te ve cortar las raíces de la planta, tienes un prolapso en el ano.

Y Helen dice:

– Ojalá tuviera un pez…

De acuerdo con Mona, no hay que matar a gente porque eso te aparta de la humanidad. A fin de justificar el homicidio, tienes que convertir a la víctima en tu enemigo. Para justificar cualquier crimen, tienes que convertir a la víctima en tu enemigo.

Al cabo de bastante tiempo, el mundo entero acaba siendo tu enemigo.

Con cada crimen, dice Mona, estás más y más alienado del mundo. Te imaginas más y más que el mundo entero está en contra de ti.

– La doctora Sara no empezó atacando ni humillando a todo el mundo que llamaba a su programa de radio -dice Mona-, Tenía una pequeña franja y una pequeña audiencia y por lo visto empezó a preocuparse de ayudar a la gente.

Y tal vez pasaron años y años de recibir las mismas llamadas sobre embarazos no deseados, sobre divorcios, sobre disputas familiares. Tal vez fue porque su público creció y su programa se desplazó a la hora de máxima audiencia. Tal vez fue porque empezó a ganar más dinero. Tal vez el poder corrompe, pero no siempre fue una zorra.

La única salida, dice Mona, será rendirse y dejar que el mundo nos mate a Helen y a mí por nuestros crímenes. O podemos matarnos a nosotros mismos.

Le pregunto si esto son más chorradas de Wiccan.

Y Mona dice que no.

– No, en realidad es Karl Marx.

Ella dice:

– Después de matar a alguien, esas son las únicas maneras de volver a conectar con la humanidad. -Sin dejar de dibujar en su libro, dice-: Es la única forma de poder regresar a un sitio donde el mundo no sea tu némesis. Donde no estés completamente solo.

– Un pescado -dice Helen- y una aguja y un hilo.

Y no estoy solo.

Tengo a Helen.

Tal vez por eso tantos asesinos en serie trabajan en pareja. Es agradable no sentirse solo en un mundo lleno de víctimas o enemigos. No es de extrañar que Waltraud Wagner, el Ángel austríaco de la Muerte, convenciera a sus amigas de que mataran con ella.

Parece simplemente natural.

Tú y yo contra el mundo…

Gary Lewingdon tenía a su hermano, Thaddeus. Kenneth Bianchi tenía a Angelo Buono. Larry Bittaker tenía a Roy Norris. Doug Clark tenía a Carol Bundy. David Gore tenía a Fred Waterfield. Gwen Graham tenía a Cathy Wood. Doug Gretzler tenía a Bill Steelman. Joe Kallinger tenía a su hijo, Mike. Pat Kearney tenía a Dave Hill. Andy Kokoraleis tenía a su hermano, Tom. Leo Lake tenía a Charles Ng. Henry Lucas tenía a Ottis Toole. Albert Anselmi tenía a John Scalise. Allen Michael tenía a Cleamon Johnson. Clyde Barrow tenía a Bonnie Parker. Doug Bemore tenía a Keith Cosby. Ian Brady tenía a Myra Hindley. Tom Braun tenía a Leo Maine. Ben Brooks tenía a Fred Treesh. John Brown tenía a Sam Coetzee. Bill Burke tenía a Bill Hare. Erskine Burrows tenía a Larry Tacklyn. José Bux tenía a Mariano Macu. Bruce Childs tenía a Henry McKenny. Alton Coleman tenía a Debbie Brown. Ann French tenía a su hijo, Bill. Frank Gusenberg tenía a su hermano, Peter. Delfina González tenía a su hermana, María. El doctor Teet Haerm tenía al doctor Tom Allgen. Amelia Sachs tenía a Annie Walters.

El trece por ciento de todos los asesinos en serie conocidos trabajaban en equipo.

En el corredor de la muerte en San Quintín, Randy «el Asesino de la Carta Marcada» Kraft jugaba al bridge con Doug «el Asesino del Crepúsculo» Clark, Larry «Tenazas» Bittaker y el Asesino de la Autopista, Bill Bonin. Entre los cuatro tenían un total estimado de ciento veintiséis víctimas.

Helen Hoover Boyle me tiene a mí.

«No podía parar de matar -le dijo una vez Bonin a un periodista-. Con cada víctima se volvía más fácil…»

Tengo que estar de acuerdo. Se convierte en una mala costumbre.

La radio dice que la doctora Sara Lowenstein era un ángel con poder e influencia sin igual, una mano gloriosa de Dios, una conciencia para el mundo que la rodeaba, un mundo de pecado y malas intenciones, un mundo de ocult…

Cuanta más gente muere, más igual permanece todo.

– Adelante, ponte a prueba -dice Ostra, y señala con la cabeza a la radio. Dice-: Mata también a ese cabrón.

Yo cuento 37, cuento 38, cuento 39…

Hemos desarmado siete ejemplares del libro de poemas desde que salimos de casa. La tirada original era de quinientos. Eso quiere decir trescientos seis ejemplares destruidos y ciento noventa y cuatro por destruir.

El periódico dice que el hombre de la chaqueta militar de cuero negro, el que me dio un empujón en el paso de peatones, donaba sangre todos los meses. Pasó tres años en ultramar con los Cuerpos para la Paz, cavando pozos para los leprosos. Le dio un pedazo de su hígado a una chica de Botswana que se había comido una seta venenosa. Contestaba el teléfono durante las solicitudes de apoyo financiero contra alguna enfermedad degenerativa, no me acuerdo de cuál.

Y sin embargo, merecía morir. «Me llamó gilipollas.»

¡Me empujó!

El periódico muestra a la madre y al padre de mi vecino de arriba llorando junto a su ataúd.

Pero es que «su equipo de música estaba demasiado fuerte».

El periódico dice que una modelo de portadas de revistas llamada Denni D’Testro ha sido encontrada muerta en su loft del centro de la ciudad esta mañana.

Y por alguna razón, espero que Nash no recibiera la llamada para recoger el cadáver.

Ostra señala la radio y dice:

– Mátelo, papi, o es usted un bocazas.

De verdad, este mundo está lleno de gilipollas.

Helen abre su teléfono móvil y llama a bibliotecas de Oklahoma y Florida. Encuentra otro ejemplar del libro de poemas en Orlando.

Mona nos lee que los griegos antiguos hacían tablillas con maldiciones que llamaban defixiones.

Los griegos usaban kolossi, muñecas hechas de bronce o de cera o de arcilla, y les clavaban clavos o las retorcían y las mutilaban, les cortaban la cabeza o las manos. Metían cabello de la víctima dentro de la muñeca o sellaban una maldición, escrita en papiro y enrollada, dentro de la muñeca.

En el Museo del Louvre hay una figura egipcia del siglo dos. Es una mujer desnuda, atada de pies y manos, con clavos clavados en los ojos, la boca, los pechos, las manos, los pies, la vagina y el ano. Mona escribe en su libro con un rotulador anaranjado y dice:

– A quien hiciera esa muñeca, probablemente le encantaríais tú y Helen.

Las tablillas con maldiciones eran láminas de plomo o de cobre, a veces de arcilla. Uno escribía su maldición en ellas con el clavo de un barco naufragado, luego enrollaba la lámina y la atravesaba con el clavo. Cuando las escribían, escribían la primera línea de izquierda a derecha, la segunda de derecha a izquierda, la tercera de izquierda a derecha, y así sucesivamente. Si podías, enrollabas la maldición alrededor de un pelo de la víctima o de un trozo de su ropa. Tirabas la maldición a un lago o a un pozo o al mar, cualquier sitio que pudiera hacerla llegar al submundo donde los demonios pudieran leerlo y cumplir tu encargo.

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