Chuck Palahniuk - Nana

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A Carl Streator, periodista de mediana edad, le han encargado que escriba una serie de artículos sobre la muerte súbita infantil, un tema que le resulta familiar pues él mismo perdió a su hijo en circunstancias extrañas. En el transcurso de la investigación descubre que en todas las casas donde ha muerto un bebé (o un niño, o un adulto) hay un ejemplar del mismo libro: una antología de poemas africanos que contiene una nana letal. Esta canción mata a aquel que la escucha; de hecho, su poder es tal que ni siquiera es necesario recitarla, con tan solo memorizarla y odiar a alguien intensamente, cae fulminado. Helen Hoover Boyle, agente inmobiliaria especializada en vender casas encantadas, también tenía un hijo que murió en circunstancias similares al de Streator. El periodista y la agente inmobiliaria emprenderán, acompañados por la secretaria de Helen, Mona, aficionada al esoterismo, y el novio de esta, Oyster, un ecologista ultrarradical, un viaje por carretera con el fin de destruir todos los ejemplares del libro y encontrar el grimorio original del que procede el hechizo. Con Nana damos la bienvenida a una nueva familia nuclear, un grupo disfuncional hasta extremos arrebantes. Y a una hilarante alegoría sobre la información y el poder.

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El bibliotecario es un tipo con el pelo largo y liso recogido en una coleta. Tiene pendientes en las dos orejas, aros de pirata, y lleva un jersey a cuadros sin mangas y dice que el libro -revisa la pantalla de su ordenador haciendo pasar la pantalla hacia arriba y hacia abajo- está en préstamo.

– Es muy importante -dice Mona-. Yo lo saqué en préstamo antes y me dejé algo entre las páginas.

Lo siento, dice el tipo.

– ¿Puede decirnos quién lo tiene? -dice Mona.

Y el tipo dice que lo siente. Que no puede ser.

Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres…

Es verdad, todo el mundo quiere ser Dios, pero para mí es un trabajo a jornada completa.

Y yo cuento cuatro, cuento cinco…

Un segundo más tarde, Helen Hoover Boyle está frente al mostrador de préstamos. Sonríe hasta que el bibliotecario levanta la vista del ordenador y ella extiende las manos, con los dedos abarrotados de anillos brillantes.

Ella sonríe y dice:

– ¿Joven? Mi hija se ha dejado una foto de familia entre las páginas de cierto libro. -Menea los dedos y dice-: Puede usted seguir las normas o puede hacer una buena obra y seguir su criterio.

El bibliotecario mira los dedos de ella, los prismas de colores y las estrellas de luz entrecortada bailando reflejados en su cara. Se pasa la lengua por los labios. Luego niega con la cabeza y dice que no le compensa. Que la persona que tiene el libro se quejará y a él lo expulsarán.

– Prometemos -dice Helen- que no va usted a perder su trabajo.

En el coche, estoy esperando con Mona, contando veintisiete, contando veintiocho, contando veintinueve… Intentando de la única forma que conozco no matar a todo el mundo en la biblioteca y mirar por mí mismo la dirección en el ordenador.

Helen vuelve al coche con una hoja de papel en la mano. Se inclina junto a la ventanilla abierta del conductor y dice:

– Una noticia buena y una mala.

Mona y Ostra están tumbados en el asiento de atrás. Se incorporan. Yo estoy en el asiento del acompañante, contando.

Y Mona dice:

– Tienen tres ejemplares, pero todos están en préstamo.

Helen se sienta al volante y dice:

– Conozco un millón de formas de televenta.

Y Ostra se aparta el pelo de los ojos y dice:

– Buen trabajo, mami.

La primera casa es bastante fácil. Y la segunda.

En el coche entre llamada y llamada, Helen rebusca entre los tubitos dorados y las cajitas relucientes, entre sus pintalabios y maquillajes, con su estuche de cosméticos abierto sobre el regazo. Hace girar un pintalabios para sacar la barra, la mira con los ojos fruncidos y dice:

– Nunca más voy a usar esto. Si no ando equivocada, esa última mujer tenía culebrilla.

Mona se inclina hacia delante en el asiento de atrás, mira por encima del hombro de Helen y dice:

– Esto se te da realmente bien.

Desenroscando las tapas de cajitas redondas de sombra de ojos, mirando y oliendo sus interiores de color canela, rosado o melocotón, Helen dice:

– He tenido un montón de práctica.

Se mira en el retrovisor y se aparta unos mechones de pelo rosado. Se mira el reloj de pulsera, pellizcando la esfera entre los dedos pulgar e índice, y dice:

– No debería deciros esto, pero fue mi primer trabajo de verdad.

Para entonces estamos aparcados delante de una caravana oxidada y emplazada en una parcela de hierba reseca y llena de juguetes infantiles desperdigados. Helen cierra su estuche. Me mira a mí, sentado a su lado, y dice:

– ¿Listo para intentarlo otra vez?

Dentro de la caravana, hablando con la mujer del delantal lleno de pollos, Helen dice:

– No hay absolutamente ningún coste ni obligación por su parte. -Y empuja suavemente a la mujer hasta sentarla en el sofá.

Sentada delante de la mujer, con la mujer sentada tan cerca que sus rodillas casi se tocan, Helen extiende un pincel hacia ella y dice:

– Hunde las mejillas, cariño.

Con una mano coge un puñado de pelo de la mujer y lo estira hacia arriba. El pelo de la mujer es rubio con una pulgada castaña en las raíces. Con la otra manó Helen lleva a cabo varias pasadas rápidas con un peine, levantando los mechones más largos y aplastando las raíces castañas contra el cuero cabelludo. Agarra otro mechón y carda y crepa hasta que todo el pelo salvo los mechones más largos está aplastado y enredado sobre el cuero cabelludo. Con el peine, alisa los mechones largos y rubios sobre el pelo más corto y carda hasta que la cabeza de la mujer es una burbuja enorme e inflada de pelo rubio.

Y yo digo: De modo que así es como lo haces.

Es idéntico al peinado de Helen pero rubio.

En la mesilla de café delante del sofá hay un enorme centro de rosas y azucenas, pero marchitas y marrones, colocadas en un jarrón de cristal verde de florista, con solamente un poco de agua negra en el fondo. En la mesa de la cocina hay más ramos de flores, nada más que tallos muertos en agua espesa y pestilente. Hay más jarrones en fila en el suelo, contra la pared del fondo de la sala de estar, cada uno con un bloque de espuma verde de donde salen rosas retorcidas y muertas y claveles negros y alargados en los que crece un moho gris. Pegada a cada ramo hay una tarjetita que dice: «Te acompañamos en el sentimiento».

Y Helen dice:

– Ahora tápese la cara con las manos.

Y empieza a agitar un bote de espray. Rocía a la mujer con laca de pelo.

La mujer se encoge a ciegas, un poco doblada hacia delante, tapándose la cara con las dos manos.

Y Helen señala con la cabeza hacia las habitaciones del otro lado de la caravana.

Y yo voy.

Agitando un pincel de ojos en su tubo, dice:

– No le importa si mi marido usa su baño, ¿verdad? -Y Helen dice-: Ahora, mire al techo, cariño.

En el baño hay ropa sucia separada en montones de colores distintos en el suelo. Blanca. Oscura. Los vaqueros y las camisas de alguien manchados de grasa. Hay toallas y sábanas y sujetadores. Hay un mantel a cuadros rojos. Tiro de la cadena para que se oiga el ruido.

No hay pañales ni ropa de niño.

En la sala de estar, la mujer de los pollos sigue mirando al techo, pero ahora tiembla y respira de forma convulsa. El pecho se le estremece debajo del delantal. Helen está tocando el maquillaje húmedo con la punta doblada de un pañuelo de papel. El pañuelo está empapado y lleno de pintura de ojos negra, y Helen está diciendo:

– Algún día te sentirás mejor, Rhonda. Ahora no lo puedes ver, pero mejorará. -Dobla otro pañuelo, sigue secando y dice-: Lo que tienes que hacer es ser dura. Piensa en ti misma como algo duro y afilado.

Y dice:

– Todavía eres joven, Rhonda. Tienes que volver a estudiar y convertir ese dolor en dinero.

La mujer de los pollos, Rhonda, sigue llorando con la cabeza inclinada hacia atrás. En la otra habitación hay una cuna y un colgante móvil de margaritas de plástico. Hay una cajonera pintada de blanco. La cuna está vacía. El pequeño colchón de plástico está enrollado y atado en un extremo. Cerca de la cuna hay una pila de libros sobre un taburete. Encima de todo está Poemas y rimas.

Cuando pongo el libro en la cómoda, cae abierto por la página 27.

Paso la punta de un imperdible de bebé por el margen interior de la página, muy cerca de la encuadernación, y la página se desprende. Con la página doblada en el bolsillo, devuelvo el libro al montón.

En la sala de estar, los cosméticos están tirados en una pila en el suelo.

Helen ha sacado un doble fondo del interior de su estuche de cosméticos. Dentro hay collares y pulseras en filas, gruesos broches y parejas de pendientes unidos, todos incrustados de objetos brillantes rojos y verdes, amarillos y azules. Joyas. Enrollado entre las manos de Helen hay un largo collar de piedras rojas y amarillas más grandes que sus uñas pintadas de color rosa.

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