Chuck Palahniuk - Nana

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A Carl Streator, periodista de mediana edad, le han encargado que escriba una serie de artículos sobre la muerte súbita infantil, un tema que le resulta familiar pues él mismo perdió a su hijo en circunstancias extrañas. En el transcurso de la investigación descubre que en todas las casas donde ha muerto un bebé (o un niño, o un adulto) hay un ejemplar del mismo libro: una antología de poemas africanos que contiene una nana letal. Esta canción mata a aquel que la escucha; de hecho, su poder es tal que ni siquiera es necesario recitarla, con tan solo memorizarla y odiar a alguien intensamente, cae fulminado. Helen Hoover Boyle, agente inmobiliaria especializada en vender casas encantadas, también tenía un hijo que murió en circunstancias similares al de Streator. El periodista y la agente inmobiliaria emprenderán, acompañados por la secretaria de Helen, Mona, aficionada al esoterismo, y el novio de esta, Oyster, un ecologista ultrarradical, un viaje por carretera con el fin de destruir todos los ejemplares del libro y encontrar el grimorio original del que procede el hechizo. Con Nana damos la bienvenida a una nueva familia nuclear, un grupo disfuncional hasta extremos arrebantes. Y a una hilarante alegoría sobre la información y el poder.

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Ostra sigue dando vueltas a mi alrededor y la piedra que tengo en el puño ya está caliente. Y cuento, once, cuento doce…

Mona Sabbat tiene que venir con nosotros. Alguien sin sangre en las manos. Mona y Helen y yo, y Ostra, los cuatro nos echaremos a la carretera. Una familia disfuncional entre tantas. Unas vacaciones familiares. La búsqueda del Grial No Santo.

Con cien tigres de papel a matar por el camino. Con cien bibliotecas que saquear. Libros que desarmar. El mundo entero debe ser salvado del sacrificio.

Lobelia le dice a Granadina:

– ¿Te has enterado de toda esa gente muerta en el periódico? Dicen que es la legionela, pero a mí me parece magia negra.

Y con los brazos extendidos, con todo el pelo marrón de los sobacos a la vista, Mona conduce a la gente al centro de la sala.

Gorrión señala algo que hay en su catálogo y dice:

– Esto es lo mínimo que hace falta para empezar.

Ostra se aparta el pelo de los ojos y me señala con la barbilla. Se acerca para clavarme el dedo índice en el pecho, me lo clava, con fuerza, en medio de mi corbata azul, y dice:

– Escuche, papi. -Me lo clava y dice-: La única canción sacrificial que conoce usted es «la carne ni muy hecha ni poco hecha».

Y yo paro de contar.

Rápido como una contracción muscular, doy un empujón y lo aparto de una palmada, mis manos hacen mucho ruido contra la piel desnuda del chaval, todo el mundo está callado y mirando, y la canción sacrificial me viene a la cabeza.

Y he vuelto a matar. Al novio de Mona. Al hijo de Helen. Ostra se me queda mirando un momento, con el pelo colgando ante los ojos.

Y el loro se cae del hombro de Tejón.

Ostra levanta las manos, con los dedos extendidos, y dice:

– Tranqui, papi.

Y se va junto con Gorrión y el resto a mirar al loro, muerto a los pies de Tejón. Muerto y medio desplumado del todo.

Y Tejón le da un golpecito al pájaro con su sandalia y dice:

– ¿Pelón?

Y tal vez si matas a alguien, tal vez lo puedes traer de vuelta.

Y Helen ya me está mirando, con el cristal manchado de rosa en la mano. Niega con la cabeza y me dice:

– Yo no lo he hecho.

Levanta tres dedos, con el pulgar y el meñique tocándose por delante, y dice:

– Palabra de bruja, lo juro.

18

Aquí y ahora, mientras escribo esto, estoy cerca de Biggs Junction, Oregón. Aparcados junto a la Interestatal 84, el Sargento y yo hemos puesto una vieja chaqueta de piel en el recodo de la carretera al lado de nuestro coche. La chaqueta de piel, manchada de ketchup, rodeada de moscas, es nuestro cebo.

Esta semana hay otro milagro en los periódicos sensacionalistas.

Es algo que la gente llama el Jesucristo de los Animales Atropellados. Los periódicos sensacionalistas lo llaman «El Mesías de la I-84». Algún tío que se para en la autopista siempre que ve un animal muerto, le impone las manos y amén. El gato maltrecho o el perro aplastado, o incluso el ciervo doblado por la mitad por una rodada de tractor, jadean o husmean el aire. Se ponen de pie sobre sus patas rotas y parpadean con sus ojos picoteados por los pájaros.

La gente lo ha grabado en vídeo. Tienen fotos colgadas en Internet.

Los gatos, los puercoespines y los coyotes se quedan ahí un minuto, mientras el Jesucristo de los Animales Atropellados les mece la cabeza con las manos y les susurra.

Dos minutos después de haber sido un montón raído de piel y huesos, simple comida para las urracas y los cuervos, el ciervo o el perro o el mapache echan a correr enteros, restaurados, perfectos.

Un poco más adelante en la misma autopista donde estamos nosotros, un viejo aparca su camioneta en el arcén. Sale de la cabina y coge una manta a cuadros del fondo de la camioneta. Se pone en cuclillas para dejar la manta en el arcén, con el tráfico pasando a toda leche a su lado en el aire tórrido de la mañana.

El viejo abre los bordes de la manta a cuadros para revelar un perro muerto. Un montón arrugado de pelo marrón, no muy distinto al montón de mi abrigo de piel.

El Sargento saca el cargador de su pistola, comprueba que está lleno de balas y lo vuelve a meter.

El viejo se inclina, con las dos manos planas sobre el asfalto, mientras pasan coches y camiones en ambas direcciones, y frota la mejilla sobre el montón de pelo marrón.

Se pone de pie y mira a un lado y a otro de la autopista. Vuelve a la cabina de su camioneta y enciende un cigarrillo. Espera.

El Sargento y yo esperamos.

Aquí estamos, una semana tarde. Siempre un paso por detrás. Después de los hechos.

El primer avistamiento del Jesucristo de los Animales Atropellados lo llevó a cabo una cuadrilla de empleados públicos que estaban recogiendo a un perro muerto a pocas millas de aquí. Antes de que pudieran meterlo en la bolsa, un coche de alquiler se detuvo en el recodo de la autopista detrás de ellos. Eran un hombre y una mujer, el hombre al volante. La mujer se quedó en el coche y el hombre se bajó de un salto y corrió hasta la cuadrilla de empleados de carreteras. Les gritó que esperaran. Les dijo que podía ayudar.

El perro no era más que larvas y huesos dentro de un pellejo maltrecho.

El hombre era joven, rubio, con el pelo largo y rubio ondeando al viento levantado por los coches que pasaban a su lado. Tenía una perilla roja y cicatrices horizontales en las dos mejillas, justo debajo de los ojos. Las cicatrices eran de color rojo oscuro, y el joven miró dentro de la bolsa de basura donde estaba el perro muerto y les dijo a la cuadrilla que… no estaba muerto.

Y los operarios de carreteras se rieron. Guardaron la pala en su camioneta.

Y algo gimió dentro de la bolsa de basura.

Y ladró.

Ahora, aquí y ahora, mientras escribo esto, mientras el viejo espera más adelante en la carretera, fumando. Con el tráfico pasando a toda velocidad. Al otro lado de la Interestatal 84, una familia en un coche familiar despliega una colcha sobre la grava del arcén de la carretera y dentro aparece un gato naranja muerto. Un poco más allá, una mujer y un niño están sentados en sillas de jardín al lado de un hámster sobre una servilleta de papel.

Un poco más allá, una pareja de edad mediana está de pie sosteniendo una sombrilla para cubrir a una mujer joven, una joven huesuda y retorcida de lado en una silla de ruedas.

El viejo, la madre y la criatura, la familia y la pareja de edad mediana, sus ojos escrutan cada coche que pasa.

El Jesucristo de los Animales Atropellados aparece en un coche distinto cada vez, en un coche de dos puertas, de cuatro o en una camioneta, a veces en moto. Una vez en una autocaravana.

En las fotos que toma la gente, en los vídeos, siempre aparece el mismo pelo rubio revuelto, la misma perilla roja, las cicatrices. El perfil de una mujer esperando en un coche a lo lejos, en un camión, en lo que sea.

Mientras escribo esto, el Sargento encañona con su pistola el montón que forma nuestro abrigo de piel. Con el ketchup y las moscas. Nuestro cebo. Y como todos los demás que están aquí, estamos esperando un milagro. Un mesías.

19

Todo lo que había fuera del coche era amarillo. Amarillo hasta el horizonte. No un amarillo limón, más bien un amarillo pelota de tenis. Era del color de una pelota sobre una pista de tenis de color verde brillante. El mundo a ambos lados de la autopista es todo de este color.

Amarillo.

Grandes olas ondeantes y espumeantes de color amarillo se mueven bajo el viento cálido de los coches que pasan, desde el arcén de grava de la autopista hasta las colinas amarillas. Todo amarillo. Proyectando su luz amarilla hacia nuestro coche. Helen, Mona, Ostra y yo, todos nosotros. Nuestra piel y nuestros ojos. Todos los detalles del mundo. Amarillos.

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