– Brassica tournefortii -dice Ostra-. Mostaza marroquí en flor.
Estamos sentados en los asientos de cuero del coche enorme de la inmobiliaria de Helen con Helen al volante. Helen y yo vamos sentados delante, Ostra y Mona en la parte de atrás. En el asiento entre Helen y yo está su agenda, con las tapas de cuero rojo pegadas al cuero marrón del asiento. Hay un atlas de Estados Unidos. Hay una impresión por ordenador de las ciudades en donde hay bibliotecas que tienen el libro de poemas. Está el bolso azul de Helen, que parece verde bajo la luz amarilla.
– Daría lo que fuera por ser nativa americana -dice Mona, y apoya la frente en la ventanilla-. Por ser una blackfoot libre o una sioux hace doscientos años, ya sabéis, viviendo en armonía con toda esta belleza natural.
Para ver qué es lo que siente Mona, pongo la frente contra la ventanilla. Por contraste con el aire acondicionado, el cristal está ardiendo.
Es una coincidencia siniestra, pero en el atlas todo el estado de California es del mismo color amarillo vivo.
Y Ostra se suena las narices, con una sonada brusca que le hace echar la cabeza hacia atrás. Niega con la cabeza mirando a Mona y dice:
– Ningún indio vivió nunca con eso.
Los vaqueros no tenían plantas rodadoras, dice. No fue hasta finales del siglo xix cuando las semillas de planta rodadora, los cardos rusos, llegaron de Eurasia en la lana de las ovejas. La mostaza marroquí vino en la tierra que los barcos usaban como lastre. Esos árboles plateados que hay ahí fuera son olivos rusos, Elaeagnus augustifolia. Los centenares de orejas de conejo blancas y peludas que crecen en los márgenes de los arcenes de la autopista son Verbascum thapsus, verbascos lanosos. Los árboles oscuros y retorcidos junto a los que hemos pasado son Robinia pseudoacacia, algarrobos negros. Los matorrales verde oscuro con flores de color amarillo vivo son retamas escocesas, Cytisus scoparius.
Todo es parte de una pandemia biológica, dice.
– Esos viejos westerns de Hollywood -dice Ostra, mirando por la ventanilla el paisaje de Nevada que rodea la autopista, dice-, con las plantas rodadoras y la cebadilla y todo esa mierda. -Niega con la cabeza y dice-: Nada de todo eso es nativo, pero es lo único que nos queda. -Y dice-: Casi nada es natural ya en la naturaleza.
Ostra le da una patada a la parte de atrás del asiento de delante y dice:
– Eh, papi, ¿cuál es el periódico más importante de Nevada?
¿De Reno o de Las Vegas?, le digo.
Y mirando por la ventanilla, con los ojos amarillos por la luz que se refleja, Ostra dice:
– De las dos. Y también de Carson City. De todas.
Se los digo.
Los bosques que bordean la costa Oeste están infestados de retama escocesa y de retama francesa y de hiedra inglesa y de zarzas del Himalaya, dice. Los árboles nativos se están muriendo por culpa de las lagartas importadas en mil ochocientos sesenta por Leopold Trouvelot, que quería usarlas para criar seda. Los desiertos y las praderas están infestados de mostaza y de cebadilla y de matojo de playa europeo.
Ostra se desabotona la camisa y debajo, sobre la piel de su pecho, hay algo hecho con cuentas. Es del tamaño de una billetera y cuelga de su cuello de un collar de cuentas.
– Es una bolsa de curandero hopi -dice-. Muy espiritual, ¿no?
Helen, mirándolo por el retrovisor, con las manos en el volante enfundadas en guantes de conducir de becerro ajustados, dice:
– Bonitos abdominales.
Ostra se saca la camisa por los hombros y la bolsa de cuentas queda colgando entre sus pezones, con los pectorales hinchados a ambos lados. Su piel está bronceada y no tiene pelos por encima del ombligo. La bolsa está completamente recubierta de cuentas azules salvo por una cruz de cuentas rojas en el centro. Su bronceado parece anaranjado bajo la luz amarilla. Su pelo rubio parece en llamas.
– Se la he hecho yo -dice Mona-. Llevo haciéndola desde febrero.
Mona con sus rastas y sus collares de cristal. Le pregunto si es una india hopi.
Ostra hurga con los dedos dentro de la bolsa.
Y Helen dice:
– Mona, no eres nativa de nada. Tu verdadero apellido es Steinner.
– No hace falta ser hopi -dice Mona-. La hice copiando el dibujo de un libro.
– Entonces no es nada hopi de verdad -dice Helen.
Y Mona dice:
– Lo es. Es idéntica a la del libro. -Y dice-: Te lo enseñaré.
Ostra saca un teléfono móvil de su bolsita de cuentas.
– Lo divertido de los oficios primitivos es que se pueden hacer fácilmente mientras uno mira la tele -dice Mona-. Y te ponen en contacto con toda clase de energías arcanas y rollos de esos.
Ostra abre el teléfono móvil y saca la antena. Marca un número. Se le ve una curva de suciedad debajo de la uña.
Helen lo mira por el retrovisor.
Mona se inclina sobre sus rodillas y coge una mochila de lona del suelo de debajo del asiento trasero. Saca un revoltijo de cordeles y plumas. Parecen plumas de pollo, teñidas en tonos brillantes de Pascua del rosa y del azul. De los cordeles cuelgan monedas de latón y cuentas hechas de cristal negro.
– Es un atrapasueños navajo que estoy haciendo -dice. Lo agita y algunos de los cordeles se sueltan y quedan colgando. Algunas cuentas caen en la mochila que tiene en el regazo. Flotan por el aire plumas de color rosa, y ella dice-: He pensado en hacerlo más poderoso usando algunas monedas del I Ching. Para superenergizarlo o algo así.
En alguna parte debajo de la mochila, en su regazo, la V afeitada entre sus muslos. Las cuentas de cristal ruedan hasta allí.
Ostra le dice al teléfono:
– Sí, necesito el número del departamento de anuncios de Venta al Público del Carson City Telegraph-Star. -Una pluma de color rosa le flota junto a la cara y él la aleja de un soplido.
Con las uñas pintadas de negro, Mona coge algunos de los nudos y dice:
– Es más difícil de lo que parece en el libro.
Ostra se sostiene el teléfono junto al oído con una mano. Con la otra se frota la bolsa de cuentas por todo el pecho.
Mona saca un libro de su mochila de lona y me lo pasa al asiento delantero.
Ostra ve a Helen, que todavía lo está mirando por el retrovisor, y le guiña un ojo y se pellizca el pezón.
Por alguna razón, me viene a la cabeza Edipo rey.
En alguna parte debajo de su cinturón, la estalactita rosa de su prepucio atravesada por su aro metálico. ¿Cómo puede Helen querer eso?
– Los granjeros de antaño plantaban cebadilla porque verdeaba deprisa en primavera y suministraba pasto deprisa para el ganado -dice Ostra, señalando con la cabeza el mundo de fuera.
La primera parcela de cebadilla estaba en el sur de la Columbia Británica, en Canadá, en mil ochocientos ochenta y nueve. Pero los incendios la extienden. Cada año se seca hasta convertirse en pólvora, y las tierras que solían arder cada diez años ahora arden todos los años. Y la cebadilla se recupera deprisa. A la cebadilla le encanta el fuego. Pero a las plantas nativas, la salvia y el flox del desierto, no. Y cada año que arde, hay más cebadilla y menos de todo el resto. Y los ciervos y antílopes que dependen de todas esas otras plantas ya no están. Ni los conejos. Ni tampoco los halcones ni los búhos que se comen a los conejos. Los ratones se mueren de hambre, de forma que las serpientes que se comen a los ratones se mueren de hambre.
Hoy, la cebadilla domina los desiertos interiores desde Canadá hasta Nevada, cubriendo un área del doble del tamaño del estado de Nebraska y extendiéndose miles de acres cada año.
La gran ironía es que incluso el ganado odia la cebadilla, dice Ostra. De forma que las vacas se comen los escasos matorrales nativos que quedan. Lo que queda de ellos.
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