Chuck Palahniuk - Nana

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A Carl Streator, periodista de mediana edad, le han encargado que escriba una serie de artículos sobre la muerte súbita infantil, un tema que le resulta familiar pues él mismo perdió a su hijo en circunstancias extrañas. En el transcurso de la investigación descubre que en todas las casas donde ha muerto un bebé (o un niño, o un adulto) hay un ejemplar del mismo libro: una antología de poemas africanos que contiene una nana letal. Esta canción mata a aquel que la escucha; de hecho, su poder es tal que ni siquiera es necesario recitarla, con tan solo memorizarla y odiar a alguien intensamente, cae fulminado. Helen Hoover Boyle, agente inmobiliaria especializada en vender casas encantadas, también tenía un hijo que murió en circunstancias similares al de Streator. El periodista y la agente inmobiliaria emprenderán, acompañados por la secretaria de Helen, Mona, aficionada al esoterismo, y el novio de esta, Oyster, un ecologista ultrarradical, un viaje por carretera con el fin de destruir todos los ejemplares del libro y encontrar el grimorio original del que procede el hechizo. Con Nana damos la bienvenida a una nueva familia nuclear, un grupo disfuncional hasta extremos arrebantes. Y a una hilarante alegoría sobre la información y el poder.

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Sin dejar de hablar por teléfono, Helen se lo pone contra el pecho un momento y dice:

– Suena como encargar algo por Internet.

Y yo cuento 346, cuento 347, cuento 348…

En la tradición literaria grecorromana, dice Mona, hay brujas diurnas y brujas nocturnas. Las brujas diurnas son buenas y cuidan a la gente. Las brujas nocturnas actúan en secreto y desean destruir a la civilización entera.

Mona dice:

– Está claro que vosotros sois brujas nocturnas.

Mona dice que la magia era una parte cotidiana de las vidas de aquella gente que nos dio la democracia y la arquitectura. Que los hombres de negocios se maldecían entre sí. Que los vecinos maldecían a los vecinos. Cerca del escenario de los Juegos Olímpicos originales, los arqueólogos han encontrado viejos pozos llenos de maldiciones que los atletas se dirigían entre sí.

Mona dice:

– No me estoy inventando estos rollos.

En griego antiguo los conjuros para atraer a un amante se llamaban agogai.

Las maldiciones para destruir una relación se llamaban diakopoi.

Helen habla más fuerte en su teléfono móvil y dice:

– ¿Le mana sangre de las paredes de la cocina? Bueno, eso es algo con lo que no tiene por qué vivir.

Y Ostra le dice a su teléfono:

– Necesito el número de la sección de Anuncios del Miami Telegraph-Observer.

Y la radio lo interrumpe todo con un coro de trompas. Una voz grave de hombre habla con un teletipo pitando de fondo.

– El presunto líder del cártel de drogas más grande de América Latina ha sido encontrado muerto en su ático de Miami -dice la voz-. Se cree que Gustave Brennan, de treinta y nueve años, movía los hilos de casi tres mil millones de dólares en ventas anuales de cocaína. La policía no ha hallado la causa de la muerte, pero está previsto hacer una autopsia del cuerpo…

Y Helen mira la radio y dice:

– ¿Estáis oyendo esto? Es ridículo. -Y dice-: Escuchad. -Y sube el volumen de la radio.

– … Brennan -dice la voz-, que vivía en el interior de una fortaleza llena de guardaespaldas armados, también estaba bajo la vigilancia constante del FBI.

Y Helen me dice:

– ¿Todavía usan realmente teletipos?

La llamada que acaba de recibir -la del diamante blanquiazul-, el nombre que ha escrito en su agenda era Gustave Brennan.

23

Hace siglos, los marineros en los viajes largos solían dejar una pareja de cerdos en cada isla desierta. O bien dejaban una pareja de cabras. En cualquier caso, en sus visitas futuras, la isla los aprovisionaría de carne. Se trataba de islas prístinas. En ellas vivían razas de pájaros que no tenían depredadores naturales. Razas de pájaros que no vivían en ninguna otra parte de la tierra. Sin enemigos, las plantas que había allí evolucionaban sin espinas ni veneno. Sin depredadores ni enemigos, aquellas islas eran paraísos.

La siguiente vez que los marineros visitaban las islas, solamente encontraban manadas de cerdos o de cabras.

Ostra está contando esta historia.

Los marineros llamaban a esta práctica «sembrar carne».

Ostra dice:

– ¿Os recuerda esto a algo? ¿Tal vez a la vieja historia de Adán y Eva?

Mira por la ventanilla del coche y dice:

– ¿Os preguntáis a veces cuándo va a volver Dios con un montón de salsa de barbacoa?

Fuera hay alguno de los grandes lagos, con agua hasta el horizonte, sin nada más que mejillones cebra y lampreas, dice Ostra. El aire apesta a pescado podrido.

Mona se está apretando una almohada de cebada y lavanda con las dos manos sobre la cara. Los dibujos de henna en el dorso de sus dedos le recorren todos los dedos a lo largo. Serpientes rojas y enredaderas entrelazadas.

Su teléfono móvil suena y Ostra saca la antena. Se la acerca a la cabeza y dice:

– Despacho de abogados Deemer, Davis y Hope.

Se mete un dedo en la nariz, lo retuerce, luego lo saca y se lo mira. Le dice al teléfono:

– ¿Cuánto tiempo pasó entre comer allí y el inicio de la diarrea? -Me ve mirando y me enseña el dedo. Helen le está diciendo a su teléfono móvil: -La gente que vivía ahí antes era muy feliz. Es una casa preciosa.

En el periódico local, el Erie Register-Sentinel, un anuncio de la sección de Ocio dice:

atención, clientes del country house golf club

El anuncio dice:

«¿Ha contraído usted una infección por estafilococos resistente a las medicinas en la piscina o los vestuarios? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».

Se entiende que el número es el del teléfono móvil de Ostra.

En la década de mil ochocientos setenta, dice Ostra, un hombre llamado Spencer Baird decidió jugar a ser Dios. Decidió que la forma más barata de proteína para los americanos era la carpa europea. Durante veinte años, estuvo enviando crías de carpa a todos los rincones del país. Convenció a un centenar de compañías ferroviarias para que llevaran sus crías de carpa y las soltaran en todos los ríos y lagos por los que pasaban sus trenes. Incluso construyó vagones cisterna especiales que transportaban un total de nueve toneladas de cargamentos de crías de carpa a todas las cuencas de Norteamérica.

El teléfono de Helen suena y ella lo abre. Con la agenda abierta en el asiento a su lado, dice:

– ¿Y dónde está exactamente su alteza real esta vez? -Y escribe un nombre bajo la fecha de hoy en la agenda. Helen le dice al teléfono-: Pídale al señor Drescher que me consiga la pareja de broches limón y esmeralda.

En otro periódico, el Cleveland Herald-Monitor, en la sección de Tendencias, hay un anuncio que dice:

atención, clientes de la cadena de tiendas de ropa apparel-design

El anuncio dice:

«Si ha contraído herpes genital mientras se probaba ropa, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».

Y otra vez el mismo número. El número de Ostra.

En mil ochocientos noventa, dice Ostra, otro hombre decidió jugar a ser Dios. Eugene Schieffelin liberó sesenta Sturnus vulgaris, el estornino europeo, en Central Park, Nueva York. Cincuenta años más tarde, los pájaros habían llegado a San Francisco. Hoy hay más de doscientos millones de estorninos en América. Todo esto porque Schieffelin quería que el Nuevo Mundo tuviera todos los pájaros mencionados por Shakespeare.

Y Ostra le dice a su teléfono móvil:

– No, señor, su nombre será mantenido en estricto secreto.

Helen cierra su teléfono móvil, se tapa la nariz y la boca con la palma de la mano y dice:

– ¿Qué es ese olor espantoso?

Y Ostra se pone el teléfono móvil sobre la camisa y dice:

– Alosas agonizando.

Desde que remodelaron el canal de Welland en mil novecientos veintiuno para permitir que pasaran más barcos por las cataratas del Niágara, dice, la lamprea de mar ha infestado todos los grandes lagos. Son parásitos que chupan la sangre de los peces más grandes, la trucha y el salmón, y los matan. Entonces los peces más pequeños se quedan sin depredadores y su población se dispara. Entonces se quedan sin plancton para comer y mueren a millones.

– Estúpidas alosas -dice Ostra-, ¿Os recuerdan a alguna otra especie?

Dice:

– O bien una especie aprende a controlar a su población o algo como la enfermedad, el hambre o la guerra se encargan del asunto.

Con la voz amortiguada por la almohada, Mona dice:

– No se lo cuentes. No lo van a entender.

Y Helen abre su bolso que tiene en el asiento a su lado. Lo abre con una mano y saca un cilindro reluciente. Con el aire acondicionado al máximo, rocía espray contra el mal aliento en un pañuelo y se lo pone frente a la nariz. Rocía espray contra el mal aliento en las rejillas del aire acondicionado y dice:

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