Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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– Que mi padre echaría a toda La Scala y que tendríais que cantar otra vez en las letrinas.

– Nosotros podríamos traer dos carros blindados -dijo Weber, y al advertir que su comentario no suscitaba sonrisas por parte de nadie, agregó-: Era sólo una broma.

– Pues nuestros tanques no podrían ni subir esa loma -dijo uno de los barítonos-, tendríamos que pediros prestado uno a vosotros.

– Mentiras y calumnias -replicó un tenor-. Si les quitas el blindaje van muy bien. Venga, cantemos alguna cosa.

– La Giovinezza -propuso Weber con entusiasmo, generando protestas generalizadas-. Bueno, está bien, traeré mi gramófono y cantaremos con Marlene.

– Eso, y después podemos cantar canciones de amor -dijo Corelli-, porque hoy hace una noche hermosa, todo está en paz, y deberíamos ponernos un poco románticos.

Weber fue a su jeep y volvió ufano con su gramófono alemán. Dejó el aparato sobre la mesa y lo hizo funcionar. Se oyó algo como un rumor de oleaje distante y a continuación los primeros compases marciales de Lili Marlene. La Dietrich empezó a cantar con su voz lánguidamente melancólica, mundana, llena de la tristeza del conocimiento y el anhelo de amor.

– Oh -exclamó Weber-, Marlene es la encarnación del sexo. Me derrito sólo de oírla.

Varios muchachos se sumaron al disco, y Corelli empezó a buscar la melodía con su mandolina.

– Esta música le gusta a Antonia -dijo-. Preparaos, que Antonia va a cantar.

Empezó a introducir notas de adorno y luego rápidos pasajes arpegiados completando las escalas entre dos notas. En la última estrofa se lanzó a un trémolo que planeó contrapuntísticamente sobre la melodía, la embelleció por medio de astutos glisandos, pausas y ritardandos, ascendió hasta el registro más agudo y más delgado del instrumento para luego regresar deliciosamente al sonoro registro medio de la tercera y segunda cuerdas. En el pueblo la gente dejó lo que estaba haciendo y se dedicó a escuchar a Corelli inundar la noche de música. Terminada ésta, todos suspiraron, y Kokolios le dijo a su mujer:

– El tío está loco y además es un macarroni, pero tiene ruiseñores en los dedos.

– Prefiero eso que oír tus ronquidos y tus pedos toda la noche -repuso ella.

– Un pedo proletario es siempre mejor música que una canción burguesa -replicó él, a lo que ella contestó:

– Qué más quisieras tú.

Pelagia salió de la cocina. Su esbelta silueta quedó fantasmalmente dibujada al contraluz de la vela de la cocina.

– Por favor, tócalo otra vez -le pidió-, es muy hermoso.

Salió de la casa y acarició la pulida madera del gramófono. Aquella máquina era una maravilla más del mundo moderno, como la motocicleta de Corelli. Era una cosa exquisita en medio de la muerte y la separación, las privaciones y el miedo.

– ¿Te gusta? -preguntó Weber, y ella asintió con más anhelo que esperanza-. De acuerdo -prosiguió él-, cuando vuelva a Alemania después de la guerra, te lo regalaré. Puedes quedártelo. Me complacería mucho, y así te acordarás siempre de Günter. Yo puedo conseguir otro en Viena. Acéptalo como una disculpa por lo de Psipsina.

Pelagia se emocionó. Miró al sonriente joven de flamante uniforme, pelo rubio y corto y ojos castaños, y sintió placer y gratitud.

– Eres un sol -le dijo, y le besó con naturalidad en la mejilla.

Los chicos de La Scala lanzaron vítores y Weber se ruborizó, cubriéndose los ojos con la mano.

49. EL DOCTOR ACONSEJA AL CAPITÁN

El doctor y el capitán estaban sentados a la mesa de la cocina, Corelli cambiando una cuerda rota de su mandolina mientras se lamentaba de que fuera imposible conseguir cuerdas nuevas.

– ¿Y si prueba con hilo de sutura? -preguntó el doctor, inclinándose para inspeccionar la difunta cuerda con las gafas puestas-. Creo que tengo del mismo grosor.

– Tiene que ser idéntica -replicó Corelli-. Si es demasiado gruesa, entonces hay que tensar la cuerda más de lo que admite el instrumento, y éste acaba doblándose por la mitad. Si es demasiado fina, queda muy floja para sonar como Dios manda y entonces trastea.

El doctor suspiró.

– ¿Está pensando en casarse con Pelagia? -preguntó repentinamente-. Creo que tengo derecho a saberlo, ya que soy su padre.

Al capitán le sorprendió la franqueza de aquella pregunta y no supo contestar. Las cosas habían podido seguir adelante únicamente sobre la base de que nadie sacara el asunto a colación; las cosas no podían funcionar más que en el entendido de que era un secreto que conocía todo el mundo. Miró consternado al doctor, boqueando sin articular palabra como el pez desprevenido al que una ola acaba de arrojar a un banco de arena.

– Aquí no podéis vivir -dijo el doctor. Señaló la mandolina-. Si quiere ser músico éste es el sitio menos indicado. Tendría que irse a su país o a Norteamérica. Y no creo que Pelagia pudiese vivir en Italia. Ella es griega. Se moriría como una flor privada de luz.

– Ah -dijo el capitán, pues no se le ocurrió ninguna observación inteligente.

– Es verdad -dijo el doctor-. Sé que no ha pensado en ello. Los italianos obran siempre sin prever las cosas, ésa es la gloria y la ruina de su civilización. Un alemán calcula con un mes de antelación cómo se le van a mover las tripas por Semana Santa, y los británicos lo planean todo a posteriori, así siempre parece que todo ha ocurrido como ellos preveían. Los franceses hacen planes como si estuvieran en una fiesta, y los españoles… bueno, a saber. En fin, que Pelagia es griega, a eso iba. ¿Funcionará la cosa, incluso pasando por alto la evidente falta de sentido práctico de la empresa?

El capitán desenrolló el resto de cuerda del clavijero y contestó:

– Con todos los respetos, yo no lo veo así. Se trata de una cosa más bien personal. Le seré franco, dottore. Pelagia me ha dicho que usted y yo nos parecemos mucho. Yo estoy obsesionado con la música, usted con la medicina. Los dos somos hombres que se han buscado un objetivo, y a ninguno de los dos nos importa demasiado lo que puedan pensar los demás. Ella ha llegado a quererme sólo porque primero aprendió a querer a un hombre que es igual a mí. Y ese hombre es usted. De modo que el ser griego o italiano es puramente accesorio.

El doctor se sintió tan conmovido por aquella hipótesis que sintió aflorar un nudo a la garganta. Se dominó y dijo:

– Usted no nos comprende.

– Claro que los comprendo.

El doctor se sulfuró un poco. Su vehemencia, por tanto, aumentó:

– Ni hablar. ¿Se cree que va a conseguir una chica guapa y sumisa y que su vida será como un jardín de rosas? ¿Ya no recuerda que me preguntó por qué los griegos sonríen cuando están enfadados? Pues déjeme decirle una cosa, joven. Cada griego, sea hombre, mujer o niño, lleva dos griegos en su interior. Tenemos hasta una terminología especial para cada uno. Forman parte de nosotros, del mismo modo que todos nosotros escribimos poemas y que todos estamos convencidos de saber todo lo que hay que saber. Somos hospitalarios con los desconocidos, somos unos nostálgicos, nuestras madres tratan siempre a sus hijos mayores como si fueran chiquillos, nuestros hijos llevan a sus madres en bandeja y pegan a sus esposas, detestamos la soledad, tratamos siempre de averiguar si tenemos algún parentesco con los desconocidos, empleamos con frecuencia todas las palabras largas que conocemos, salimos a dar un paseo al caer la tarde para husmear lo que hace el vecino, todos pensamos que estamos a la altura del mejor. ¿Me comprende?

El capitán estaba perplejo:

– Esos de los dos griegos no me lo había explicado.

– ¿No? Bien. -El doctor se puso en pie y empezó a andar por la cocina, haciendo elocuentes ademanes con la mano derecha mientras sostenía en la izquierda su pipa-. Mire, he viajado por todo el mundo. He estado en Santiago de Chile, Shanghai, Estocolmo, Addis Abeba, Sydney… Y todo ese tiempo estuve aprendiendo a ser médico, y puedo decirle que nadie es más como en realidad es que cuando está enfermo o herido. Es entonces cuando se ven las cualidades de cada uno. Y casi siempre he estado en barcos cuya tripulación era mayoritariamente griega. ¿Se da cuenta? Somos una raza de exiliados y marinos. Sé más de la idiosincrasia griega que la mayoría de la gente.

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