En Cefalonia los italianos escuchaban la radio y seguían la trayectoria del avance aliado de sur a norte de su país, mientras en la guarnición alemana imperaba el asco. Corelli y los demás oficiales notaron que el ambiente se había enfriado mucho, y las visitas fraternales entre la base italiana y la base alemana disminuyeron. Cuando Weber iba a las reuniones de La Scala se le veía muy callado, distante, y su mirada era interpretada como de reproche.
Un día, en mitad de aquellos episodios, Pelagia encontró a Corelli acariciando con aire ausente a Psipsina en la tapia, y cuando él se volvió a mirarla, su expresión fue de preocupación.
– ¿Qué pasará -le preguntó a ella- si tenemos que rendirnos antes que lo hagan los alemanes?
– Que nos casamos.
Él meneó la cabeza y dijo tristemente:
– Los británicos no piensan venir. Marchan directamente a Roma. Nadie puede salvarnos a menos que lo hagamos nosotros mismos. Los chicos piensan que habría que desarmar a los alemanes ahora que su guarnición es pequeña. Hemos enviado delegaciones a Gandin, pero él no hace nada. Dice que confiemos en ellos.
– ¿Tú confías en ellos?
– No soy un imbécil. Y Gandin es de los que ha subido en el escalafón por obedecer órdenes. No sabe cómo darlas. Es otro de esos asnos de generales sin cerebro ni cojones.
– Entra -dijo Pelagia-, mi padre no está y podremos hacernos unas carantoñas. Estos días tiene un montón de casos de tuberculosis.
– Las carantoñas me pondrían triste, koritsimou. Mi mente está como un espacio en blanco donde sólo cabe la preocupación.
Pasaron el padre Arsenios y Bunny Warren, ambos maltrechos, magullados y polvorientos.
– Antonio, he de ir a preguntarles una cosa -dijo Pelagia-. Vuelvo enseguida.
Arsenios se detuvo junto al pozo y agitó su báculo. Su abyecto perrito se tumbó sobre la parte sombreada de las piedras y empezó a lamerse. Tenía sangre en la planta de las patas.
– ¡Cómo se ha empañado el oro! ¡Cómo ha cambiado el oro más puro! La lengua del niño lactante se adhiere de sed al velo de su paladar; los niños piden pan, pero no hay hombre que les dé un pedazo. Los que de exquisiteces se alimentaron yacen ahora en las calles, y los que criados fueron con las mejores telas se abrazan ahora a un estercolero… -empezó Arsenios.
Pelagia cogió a Warren del brazo y lo llevó a un aparte.
– Bunnios, ¿cuándo vendrán los británicos? Necesito saberlo. ¿Qué les pasará a los italianos cuando se rindan? Dígamelo por favor.
– Es algo que no puedo decir -aseguró él-. Pues yo mismo no lo sé. Nadie lo sabe.
– Su griego ha mejorado muchísimo -observó ella, asombrada-, pero el acento sigue sonando un poco… extraño. Dígame, por favor. Estoy en ascuas. ¿Han traído más soldados los alemanes? Es importante.
– No creo.
Pelagia, al alejarse, le oyó exclamar varios «Amén». A lo mejor los ingleses eran realmente todos actores y farsantes. Volvió junto a Corelli y le dijo:
– No te preocupes, todo irá bien.
– ¿Hablas en serio? ¿Le preguntas su opinión a un fanático religioso y esperas que me lo crea?
– Tú, hombre de poca fe. Vamos, entra. Psipsina ha cazado un ratón pero se le ha escapado. Creo que deberías ir por él. Se ha metido detrás de la alacena.
– Cuando termine la guerra y estemos casados, los ratones te los cogerás tú misma. No pienso seguir siendo caballeroso después de cumplir los treinta.
Mientras Corelli hurgaba detrás de la alacena con una escoba, por la ventana entraron los frenéticos amenes de Bunny Warren y la mántica voz de Arsenios: «… Cae nuestra herencia en manos de desconocidos y nuestras casas en manos de extranjeros. Huérfanos somos de padre, nuestras madres como viudas son… Sin descanso trabajamos sometidos al yugo de la persecución… Gobernados hemos sido por sirvientes y ninguno abre la mano para soltarnos… Nuestra piel estaba negra como un horno debido a la hambruna terrible… ¿Por qué nos olvidas para siempre y nos dejas desamparados tanto tiempo?»
– Ese cura tiene una magnífica voz de bajo -comentó Corelli, soltando por la ventana el ratón que había atrapado por la cola-. Ahora que lo recuerdo, he bajado al muelle para oír lo que decían los pescadores. Tenían unos instrumentos muy extraños que nunca había visto, y lo que cantaban era fantástico. He anotado algunas tonadas.
– Se las inventan sobre la marcha, sabes. Nunca son iguales.
– Vaya. Hubo una que la cantaron varias veces. Pedí que me la enseñasen… -Tarareó un aire solemne y marcial, dirigiéndose a sí mismo con los dedos, y sólo calló al ver que Pelagia reía-. ¿Dónde está la gracia?
– Es nuestro himno nacional.
Imaginamos el espectro de Homero escribiendo:
«Para infligir estragos en un hombre fuerte, aun en el más fuerte, nada hay tan horrendo como el mar. Pero no existió inenarrable desierto de agua salada, ruda arrogancia de olas sacudiendo tierra firme, ni alífera barredura del viento de tan desoladores resultados como la parálisis del general Gandin. Fue impulsado a la inacción por el peso de su congoja, y en la fecundidad de sus expedientes fue menos dotado que un yermo o un lago de sal. Era el más acobardado, el menos voluntarioso de los hombres nacidos para morir, un hombre que se desvaneció de golpe en un silencio ciego. Soportó el implacable dolor de verse obligado a tomar decisiones, y su confusión le causaba igual desamparo que a aquellos contemporáneos míos que contemplaban el vuelo de las aves a la luz del sol, sin saber cuáles podían traer un mensaje de los cielos.
»Si algún estímulo avivó la simiente de su inactividad, fue la esperanza vana y la desesperada necesidad de escatimar la sangre de los desventurados a quienes realmente amaba. Tomó una ruta ciega condenándolos en poco tiempo a un destino espantoso; incapaz de ver máscara de falacidad en las promesas de los nazis, al confiar en éstos condenó a sus jóvenes hermosos a abandonar sus restos a merced de los perros y las aves de rapiña, o a yacer amortajados en la profunda arena del océano infinito después que los peces del mar los hubieran desollado. Pálido de miedo, disimulando un corazón turbado por medio de necias gestiones y una tempestad de órdenes de diáfana irracionalidad fijó el momento apropiado para que sus guerreros no sólo abandonasen aquella encantadora isla sino la vida misma.»
Así pudo haber escrito el bardo invidente, pues era innegable que al general Gandin le faltaba la clarividencia del taimado Ulises y que tampoco le guió Atenea, diosa de límpida mirada. Roma dictaba órdenes contradictorias, y desde Atenas Vechiarelli impartía órdenes ilegales. A Gandin no le dieron ningún punto de apoyo y, por tanto, no fue capaz de mover la tierra.
Pero todo ello sucedió lentamente. Empezó con la radio. Las ventanas temblaban al paso de los aviones angloamericanos, y Carlo manipulaba los controles de una máquina que durante mucho tiempo no había emitido nada más que frustrantes ruidos y chirridos desde Italia. En Sicilia sus compatriotas se rindieron tan aliviados como contentos, y era un secreto a voces que Badoglio quería poner fin a la guerra. El 19 de julio, Estados Unidos lanzó sobre Roma mil toneladas de explosivo, destruyendo vías férreas, campos de aviación, fábricas y edificios del gobierno y causando centenares de muertos, pero sin tocar las construcciones históricas ni el Vaticano. El Papa aconsejó paciencia a las masas displicentes. El 25 de julio, el rey Victor Manuel hacía encarcelar al improbable mandamás de su primer ministro y nombraba en su lugar al venerable mariscal Badoglio, el mismo que se había opuesto a los planes de invadir Grecia y que, pese a ser el jefe del Estado Mayor, no había sido informado de la invasión ni siquiera una vez ésta tuvo lugar. El 26 de julio Badoglio declaraba el estado de emergencia para evitar la guerra civil. El día 27 pedía condiciones a los suspicaces aliados, y en las calles las masas desbordaban alegría mientras celebraban la milagrosa y abrupta caída de Benito Mussolini. El 28 Badoglio abolía el Partido Fascista, el 29 liberaba a los presos políticos que habían estado pudriéndose en la cárcel sin cargos, algunos durante más de una década, pero la guerra seguía su curso. Los alemanes consiguieron refuerzos y combatieron a británicos y americanos con asombrosa bravura mientras sus aliados italianos sucumbían. Recuerdan algunos soldados británicos que las unidades italianas tomaron por costumbre cambiar de bando en función de quién pensaran ellos que iba a vencer, y que la población arrojaba flores al bando que en aquel momento estuviera avanzando, pero los capullos se conservaban para usarlos una y otra vez en las zonas donde se sucedían las batallas.
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