Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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Pasados cuatro días el ángel empezó a mostrar síntomas de querer marcharse, y Alekos, después de vencer su renuencia a dejar las cabras a merced de los ladrones andartes, le dio un golpecito en el pecho, sonrió y le hizo señas de que le siguiera. El ángel aceptó agradecido y le dio una chocolatina que Alekos se zampó de un bocado, aunque luego sintió náuseas. De todos modos, el ángel no quería salir a la luz del día y Alekos hubo de esperar al crepúsculo. También quiso cambiar sus correajes por una piel de cabra. En lo que atañía a Alekos, era el mejor trato que había hecho en su vida y naturalmente aceptó con presteza, aunque sintió una punzada de culpa por haber timado a un ángel, si bien involuntariamente y con consentimiento del otro. El ángel depositó la caja metálica y el motorcito en la piel de cabra, hizo un atado y se echó el fardo a la espalda.

Alekos sabía que la única persona que podía tener alguna idea del idioma de los ángeles era el doctor Iannis y, en consecuencia, a su casa llevó al ángel. Fueron cuatro días viajando por la noche con lo que a Alekos le pareció un innecesario sigilo, y tres días de esconderse entre los matorrales bajo un sol abrasador, acribillados por los mosquitos y procurando hablar en voz baja. Parecía más que probable que Dios hubiera expulsado a aquel ángel del cielo a causa de su demencia. Pero Alekos no era de los que protestaban; el ángel tenía el pelo muy rubio, era extraordinariamente alto, mostraba una infatigable capacidad de resistencia y conservaba todos sus dientes, lo que le daba una seductora sonrisa. También ponía mala cara cuando había cerca algún soldado alemán o italiano, y de ello dedujo Alekos que Dios era sin duda del bando griego.

Al doctor Iannis le despertó a las tres de la madrugada un tamborileo de dedos en su ventana. Se quedó un momento inmóvil, preguntándose de mal humor cómo podía una rama hacer ese ruido si allí no había ningún árbol. Finalmente abandonó la cama y fue a abrir la contraventana. Vio a Alekos, lo cual fue ya una sorpresa, pero vio también a un hombre rubio y muy alto, vestido con la fustanella de los evzones. Alekos notó la perplejidad en la cara del doctor, levantó las manos, se encogió de hombros y dijo:

– Le traigo un ángel. -Y se marchó antes de que pudieran exigirle responsabilidades.

El ángel sonrió y tendió la mano, diciendo:

– Me llaman Bunnios.

El doctor estrechó la mano que se le ofrecía a través de la ventana y dijo:

– Soy el doctor Iannis.

– Caballero, a su gentileza apelo, por el bien de su patria debo parlamentar con vuestra merced acerca de cierto asunto privado.

El doctor enarcó las cejas, totalmente perplejo:

– ¿Qué?

El desconocido indicó por señas que quería entrar, y el doctor suspiró con impaciencia pensando que tendría que decirle que diera la vuelta hasta la puerta. Pero tan pronto asintió con la cabeza, el hombre se apoyó en el marco de la ventana y se coló de un salto. Arrojó al suelo su piel de cabra con todo el material y estrechó una y otra vez la mano del doctor. Entró Pelagia con cara de sueño. Había oído los ruidos y vio a un hombre vestido con la gorra de borla, la falda y los calzones blancos, el chaleco bordado y las sandalias con pompón que constituían el traje de fiesta en algunas partes del continente. Lo llevaba todo muy sucio pero no había duda de que era nuevo. Lo miró asombrada, se llevó una mano a la boca y con ojos desorbitados preguntó a su padre:

– ¿Quién es éste?

– ¿Que quién es éste? -repitió el doctor-. ¿Y cómo quieres que lo sepa? Aleko ha dicho que era un ángel y se ha largado. Dice que se llama Bunnios, y habla el griego como los negros del África.

El extravagante personaje inclinó la cabeza y estrechó la mano de Pelagia. Ella la dejó flácida, sin ocultar su perplejidad. Él le sonrió encantadoramente y dijo:

– Permita que me haga lenguas de su lozana hermosura y de su muchachez.

– Y yo Pelagia -dijo ella. Luego le preguntó a su padre-: ¿Qué habla? Katharevousa no es.

– Claro que no. Y romaico tampoco, desde luego.

– ¿Será búlgaro o turco, o algo así?

– Griego de los tiempos antiguos -dijo el hombre, y añadió-: Pericles. Demóstenes. Homero…

– ¿Griego antiguo? -exclamó Pelagia sin dar crédito a sus oídos.

Retrocedió, temerosa de estar en presencia de un fantasma. De niña había oído hablar del Emperador de Mármol a quien un ángel llevaba a una gruta de donde él regresaría tarde o temprano para derrotar a los opresores. Pero aquel ser más parecía de carne que de mármol, y además todo eso eran cuentos. Había también la leyenda de unos forasteros rubios del norte que traerían la liberación. A saber.

El doctor se tocó la frente con el índice y levantó la vista con aire triunfal.

– ¿Inglés? -preguntó.

– Anglio, sí -concedió el hombre-. Más, ruégole que…

– De acuerdo, no se lo diremos a nadie. ¿No podríamos hablar en inglés? Su pronunciación es horrorosa, sabe. Me produce dolor de cabeza. Pelagia, trae un vaso de agua y unos boniatos.

El inglés sonrió con un más que patente alivio; había sido una lata estar hablando griego de la mejor escuela pública y que no le entendiera nadie. Le habían dicho que dadas las circunstancias él era lo más parecido a un verdadero grecófono que podían encontrar, pero él sabía muy bien que el griego moderno no era lo mismo que el griego de Eton, aunque ni por un momento se le había ocurrido que sus palabras iban a resultar tan ininteligibles. Además, estaba claro que alguien del servicio de inteligencia tenía una idea totalmente aberrante de cómo vestía la gente en Cefalonia.

– Tenemos a oficial italiano en una habitación durmiendo -dijo el doctor, cuyo inglés no era tan bueno como a él le gustaba pensar-, así que please hablamos en voz baja.

El inglés desató su piel de cabra y sacó un revólver. Pelagia se quedó paralizada de miedo. Si de ella dependía, nadie iba a matar a su Antonio. El inglés vio su cara de consternación y dijo:

– Pura precaución. No quisiera provocar ninguna represalia, a menos que me vea obligado a ello.

– ¿Espía? -preguntó el doctor-. ¿Servicio secreto?

El hombre asintió.

– Supersecreto -dijo-. ¿Tienen algo de ropa para prestarme? Se lo agradecería mucho.

El doctor señaló la fustanella:

– Esta ropa no de Cefalonia. -Indicó la fotografía enmarcada que había en la pared de un joven con pantalones hasta la rodilla, faja blanca en la cintura, gorra, también blanca y un chaleco con dos hileras de grandes botones plateados-. Esa sí -explicó pero sólo en fiestas. Vestimos como ustedes. Yo le traigo ropa, usted me da la fustanella, ¿okey?

El doctor siempre había querido tener un conjunto de fustanella pero nunca se lo había podido comprar. Mientras buscaba algunas prendas corrientes dijo «Gracias Wiston Sursil», alzando los ojos al cielo como si Churchill fuese la divinidad. Algún día los asombraría a todos en algún festejo. Sonrió anticipando su deleite. Los mangas de la kapheneia pensarían que había renunciado a ser un alafranga europeizado para convertirse en uno de aquellos fustanellophoroi tradicionalistas. Pensó dónde podría encontrar una de aquellas complicadas gaitas típicas, un tsibouki, para dar el toque final.

No fue fácil meter al espía en las prendas de un hombre más bajo, aunque hubo la pequeña consolación de que ambos tenían idéntica talla de sombrero. El embragado inglés partió rumbo a Argostolion al despuntar el día con las vueltas del pantalón a media pantorrilla sonrosada y la chaqueta inabrochable, llevando su equipo en un saco de arpillera, suministrado también por el doctor, quien no quiso dejarle marchar sin antes darle un buen consejo:

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