Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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La noche de aquel espléndido episodio, el iracundo doctor salía de la cocina con la intención de cantarle las cuarenta a Pelagia. En ese momento no sólo su hija, sino todo un tropel de gente inconcebiblemente asquerosa, exhausta y harapienta, hizo acto de presencia en el patio. Un hombre, irreconocible pero tan alto como Carlo, y que luego resultó ser Carlo, traía en brazos el cuerpo delirante de alguien que luego resultaría ser el capitán. Una muchacha con aspecto de loca e irredimible suripanta salida del barrio más pobre de El Cairo resultó ser Pelagia. Una cosa diminuta de sexo indeterminable recién sacada de una tumba prematura resultó ser Lemoni. El doctor iba a tener mucho trabajo curando cortes, y sus ingresos en berenjenas iban a ser espectaculares, pues precisamente por entonces estaban en sazón.

Claro que en aquel momento, enfrentado a aquella muchedumbre de soldados y griegos tan desorientados como menesterosos, no podía pensar en otra cosa que en el repelente y turbador espectáculo que acababa de encontrarse en la cocina.

– ¿Quién -rugió retóricamente- ha tenido la audacia de llenarme la casa de caracoles?

Era verdad. Había caracoles por todas partes; en las ventanas, bajo los cantos de las mesas, posados oblicuamente en las paredes y en la taza de Psipsina , en el cántaro, pegados a las esteras, avanzando con determinación hacia la cesta de las verduras y adheridos con quijotesco entusiasmo al cañón de la pipa del doctor y a los cristales de las gafas que él había dejado en el alféizar.

Horrorizada por la culpa, Pelagia se llevó una mano a la boca, y Lemoni, al ver las plateadas, serpenteantes, entrecruzadas y relucientes huellas y la distribución encantadoramente azarosa de los propios caracoles, se puso a dar palmas de júbilo.

– Porca puttana -dijo, y un hombre que debía de ser su padre le descargó una bofetada en la mejilla.

44. ROBO

Ruidos de apuros avícolas despertaron a Kokolios en mitad de la noche. Lo primero que pensó fue que la marta del doctor se había colado en su corral; él siempre había dicho que era antisocial tener como animal doméstico a una famosa ladrona de gallinas, y ya la había pillado dos veces llevándose huevos. Kokolios maldijo y luego saltó de la cama; qué bastonazo le iba a dar a esa ladronzuela, y así se zanjaría la cuestión, le gustara al doctor Iannis o no.

Se puso las botas y alcanzó la porra que había guardado sobre el dintel desde que estallara la guerra. Era un nudoso tronco de espino que había encontrado en los matorrales, y en el extremo más delgado le había hecho un agujero donde ajustar un lazo de correa de cuero. Deslizó la muñeca por la correa y abrió la puerta de su casa, cuya parte inferior rascó las losas del suelo describiendo un arco. Llevaba diez años pensando que tenía que arreglar la puerta. Afortunadamente el ruido quedó ahogado por los frenéticos cloqueos de las gallinas, y Kokolios salió a la noche.

Estaba muy oscuro porque un espeso nubarrón había ocultado la luna, y el ruido era atroz debido a los grillos. Kokolios escudriñó la oscuridad y oyó que alguien blasfemaba por lo bajo. Perplejo, siguió mirando con ojos de miope. Lo que vio fue a dos pequeños soldados italianos en el corral, tratando de echarle el guante a una gallina.

Cegado por la rabia, Kokolios actuó sin pensar. Pese a los rifles que los soldados llevaban a la espalda, soltó un pavoroso grito de guerra y se lanzó al combate.

Los dos italianos habían participado en la campaña de Albania y se habían comportado con valentía, pero en la oscuridad no fueron rival para una criatura feroz, desnuda y demoníaca que les descargaba una lluvia de golpes en la cabeza y la espalda, que les daba patadas en las piernas y profería gritos sobrenaturales. «Puttana!», gritaban ellos, y se protegían la cabeza con las manos sin más resultado que recibir otra tanda de golpes en codos y nudillos.

Finalmente cayeron de rodillas y entre gritos lastimeros imploraron que dejara de pegarles.

Kokolios no sabía una palabra de italiano pero sabía reconocer a un enemigo derrotado. Arrojando la porra cogió a los dos ladrones por el cuello de la camisa y los obligó a levantarse. Luego los llevó a la fuerza hacia la casa del doctor, dándoles patadas en el culo a cada paso y haciendo entrechocar sus respectivos cráneos como un maestro de escuela enajenado.

Al llegar a casa del doctor, sin dejar de sacudirlos y patearlos, Kokolios se puso a gritar:

– Iatre, iatre!

El doctor Iannis no tardó en salir, seguido del capitán y de Pelagia, los tres en camisa de dormir. A la recién revelada luz de la luna contemplaron a Kokolios, en cueros aparte de sus pesadas botas, temblando de ira y con un soldado derrotado colgando de cada mano. Lo más curioso era que los soldados seguían llevando a la espalda sus carabinas.

– Entra enseguida -le dijo el doctor a su hija, preocupado por su pudor en presencia de aquel hombre colérico y desvestido, patizambo y de pelo en pecho.

Obediente, Pelagia se retiró a la cocina para disfrutar del espectáculo al resguardo de la ventana.

Kokolios señaló a Corelli pero le gritó al doctor:

– Dígale a ese hijoputa de oficial que sus hombres son unos ladrones y nada más que unos ladrones, ¿entiende?

El doctor Iannis transmitió la información a Corelli, quien no se movió por un instante como para decidirse. Luego se metió en la casa y el doctor le dijo a Kokolios:

– No estaría mal que se calmara un poco.

Mientras el oficial estaba dentro, el doctor aprovechó la ocasión para tomar el pelo a su vecino.

– Pensaba que era usted comunista -comentó.

– Pues claro que lo soy -replicó secamente Kokolios.

– Perdone, pero si mal no recuerdo, toda propiedad es un robo. Así que si tiene gallinas, usted también es un ladrón.

Kokolios escupió al suelo:

– Lo que es un robo es la propiedad de los ricos, no la de los pobres.

El debate filosófico fue interrumpido al reaparecer el capitán con su revólver, y por un momento tanto Pelagia como su padre creyeron que pensaba matar a Kokolios. Ella se preguntó angustiada si debía ir a buscar su Derringer, pero no pudo moverse. Kokolios miró al capitán con una expresión mezcla de terror, desafío y justa ira. Sacó pecho muy ufano, como dispuesto a morir por el derecho de las gallinas griegas a vivir tranquilas incluso en territorio ocupado.

Para sorpresa general, el capitán apuntó directamente a la cara de uno de los acusados y le ordenó que se tumbara en el suelo. El ladrón sonrió para congraciarse y Corelli accionó el percusor. El hombre se arrojó a tierra con cómica celeridad y empezó a gemir excusas, a las que Corelli hizo oídos sordos. El capitán indicó por gestos al otro que hiciera lo mismo.

Tomando a Kokolios del brazo, se lo llevó un par de metros aparte. Acto seguido propinó sendos puntapiés a los hombres en posición supina y ordenó:

– ¡A besar el suelo!

Los soldados se miraron extrañados.

– He dicho a besar el suelo -gritó el capitán pasando de un sereno enfado a una furia desbocada.

Uno de los hombres se puso a gatas, pero Corelli le puso un pie en los riñones y lo lanzó brutalmente al suelo:

– Cuerpo a tierra, hijos de la gran puta.

Avanzaron contorsionándose como serpientes hasta llegar a la altura de las botas de Kokolios.

– Lamédselas -ordenó el capitán.

Era inútil protestar. El capitán fustigó a uno de ellos en la cabeza, y el doctor cerró los ojos encogiéndose ante el daño corporal que temía estaba a punto de producirse. Pelagia se cubrió la boca ahogando un grito y sintió compasión por los humillados rateros; jamás pensó que su capitán pudiera ser tan cruel y despiadado. Quizá después de todo, un músico también podía ser soldado.

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