Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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Un malévolo y colosal terrón de arena húmeda le golpeó dolorosamente en la espalda, dejándola sin aliento, y un fragmento de metal candente penetró como una bala en el suelo al lado de su cabeza, chamuscando audiblemente la roca a su paso. Una esquirla chocó con la suela de su zapato, separándosela limpiamente del tacón. Corpúsculos ardientes de óxido se posaron en su ropa, carbonizándola en agujeritos de colador que le torturaron la carne y la hicieron retorcer de dolor como dardos que se clavaban y persistían y se multiplicaban como el veneno de los avispones y las avispas. Su mente se vació de todo lo que no era el vacío de la resignación que aflige a los desahuciados ante la inminencia de la muerte.

El episodio terminó, tras una eternidad, con una mansa y tiernamente reconfortante lluvia de arena seca que empezó a descender del cielo y a golpetear suavemente encima de y en torno a ellos, amontonándose en simétricos conos sobre la parte posterior de sus cabezas, pegándose como alcorza a las irregulares salpicaduras y franjas de arena mojada, insinuándose con insidiosa destreza tras los cuellos de sus vestidos y en sus zapatos. Era caliente y casi metafísicamente agradable.

Todos empezaron a ponerse en pie, tambaleantes y frágiles como gatitos. Algunos caían al suelo tan pronto conseguían levantarse, y otros caían porque otro se había apoyado en ellos para mantener el equilibrio. Fue una fiesta de levantarse y caerse, una fiesta de agarrarse y tropezar, un carnaval de rodillas inexplicablemente debilitadas y de caras pálidas rayadas de cuajarones de arena goteante. Fue un solemne y majestuoso batiburrillo de increíbles y extravagantemente modificados peinados y de ropajes irreconociblemente deshilachados, una estigia y ultraterrena celebrazione de cuerpos bamboleantes y de ojos conspicuamente vírgenes insertados anómalamente en rostros de cómicos disfrazados de negros.

La sosegada llovizna de arena fue inexorable; los golpeó a todos, se posó como minúsculas garrapatas amarillas sobre sus pestañas y cejas, se aferró con electrostática tenacidad a los pelos de sus narices, se congració horriblemente con la saliva de sus bocas, se abrió camino obscenamente por entre la ropa interior y aterrorizó a las mujeres, se adhirió agradecida al sudor de sus axilas y rejuveneció a los más viejos rellenando sus arrugas.

Todos se abrazaban entre sí sin cruzar palabra, ofuscados de asombro, contemplando el espectacular nubarrón de humo repugnante que crecía y crecía, tapando el sol y el cielo y malogrando la luz. Con la manga, se quitaban la arena de la cara, pero sólo conseguían sustituir una raya por otra. Unos pocos empezaron a mirarse los cortes y observaron fascinados cómo la sangre carmesí surgía de una capa de arena, oscurecida y coagulada.

No se reconocían, italianos y griegos se miraban desnacionalizados por las toses, el tizne y la estupefacción mutua. De pronto se oyó el grito de una voz asfixiada.

Todos, como galvanizados, rodearon el cadáver del relamido zapador, cuya pulcramente cercenada cabeza sonreía de forma angelical por entre su maquillaje de arena. El cuerpo yacía cerca de allí, de bruces, guillotinado por un humeante disco de mellado acero herrumbroso sepultado hasta el radio en el césped.

– Ha muerto feliz -dijo una voz que Pelagia identificó como la de Carlo-, qué más se puede pedir. Pero no podrá recoger apuestas.

– Puttana -dijo una vacilante vocecita atiplada que parecía la de Lemoni.

Alguien empezó a vomitar y cinco o seis personas se contagiaron de las arcadas, añadiendo un nuevo ruido de dolor a la epidemia general de tos.

Súbitamente presa del pánico, Pelagia corrió hasta el borde del risco y miró con horror por entre la lluvia de arena. ¿Qué había sido del capitán?

Divisó un cráter de treinta metros de diámetro que el mar había llenado ya. Se veían retorcidas tiras de metal esparcidas en cientos de metros a la redonda, montecillos y cráteres de satélite de variadas formas, pero no había señales del capitán ni de su trinchera.

– ¡Carlo! -chilló, y se llevó las manos al pecho. Aturdida de pena, cayó de rodillas y empezó a llorar.

Carlo bajó corriendo hasta la playa, tan horrorizado como Pelagia pero más acostumbrado a la obligación de superarlo. Se explayó pensando en la pietá de Francesco, con la cabeza destrozada, muriendo en sus brazos allá en Albania, y nada excepto correr pudo atajar el huracán de duelo que estaba a punto de arrasar su corazón.

Llegó hasta donde supuso había estado la trinchera y se detuvo. Allí no había nada. Todo estaba arrasado, irreconocible. Alzó los brazos como reprochándoselo a Dios y estaba a punto de empezar a golpearse las sienes, cuando captó un movimiento por el rabillo del ojo.

Corelli no se distinguía de la arena mojada porque estaba totalmente cubierto de ella. La explosión le había dejado conmocionado y la corriente ascendente le había lanzado por los aires para luego arrojarlo al suelo. Ahora yacía boca arriba, perfectamente modelado en la playa por el biselaje de la arena precipitada. Forcejeando torpemente por sentarse sin conseguirlo, parecía realmente un monstruo de película. Carlo rió a carcajadas, pero su hilaridad quedó atemperada por el temor de que el hombre al que tanto quería pudiese estar gravemente herido. Sólo se le ocurrió cogerlo en vilo y llevárselo al mar; eso le recordó de nuevo cuando transportó a Francesco de donde había caído entre los dos frentes, y volvió a oír los nobles vítores de los griegos.

Carlo lavó al capitán entre las olas y lo encontró totalmente desorientado pero, al parecer, ileso.

– ¿Ha estado bien? -preguntó Corelli-. Me lo he perdido.

– ¡Qué sporcaccione de explosión! -exclamó Carlo-. Es lo mejor que he visto en mi vida.

Corelli vio moverse sus labios, pero no oyó nada. De hecho no percibía otro sonido que el prolongado tañer de la mayor campana del mundo.

– Habla más alto -dijo.

De las secuelas de este episodio hay mucho que hablar. Corelli estuvo sordo dos días y padeció la más acuciante mortificación al pensar que podía perder su música para siempre. Durante el resto de su vida sufriría períodos de zumbidos, recuerdo perdurable de Grecia. El general Gandin le sancionó por la muerte del ingeniero y por provocar la movilización inmediata de todas las tropas del Eje destacadas en la isla, al deducir por la tremenda detonación y el suntuoso hongo posterior que los aliados habían desembarcado inesperadamente en Cefalonia. Corelli fue prácticamente degradado, pero el general Gandin llegó a la conclusión de que teniendo en cuenta que los nazis pagaban los salarios de la guarnición italiana, la degradación no supondría ningún beneficio material para Italia. De todos modos, era ya motivo de fricción el que los alemanes no permitieran a los italianos ascender a nadie debido a los gastos que ello ocasionaba a la cancillería, y el general no tenía intención de regalarles ningún ahorro. Acusó a Corelli de haber actuado por iniciativa propia sin permiso, de no haber cedido la responsabilidad a la autoridad competente, de imprudencia temeraria y de comportamiento impropio de un oficial. Fue sentenciado a una severa reprimenda que había de constar en su expediente durante toda su carrera militar. Extravagante e ingenioso a la vez, Corelli regaló a la apetecible secretaria del general una rosa roja y una caja de bombones suizos de contrabando, y la reprimenda desapareció por arte de magia de su hoja de servicios después de haber estado siniestramente latente allí durante sólo tres días.

El capitán disfrutó de ser mimado como nunca por Pelagia mientras que ella le expresaba su desahogo bombardeándolo con besos, palabras tiernas y promesas que sobrepasaron de largo la lluvia de arena en la playa. Günter Weber llevó su gramófono de cuerda y a la cabecera de su cama le enseñó la letra de Mein Blondes Baby y Leben Ohne Liebe , y Carlo entraba y salía informando de la constante y angustiosa erosión del cráter por la acción del mar. Se presentó Lemoni, a partir de entonces convertida en inigualada experta en encontrar trozos de metal oxidado, y le obligó a levantarse de la cama para ir a identificar una antigua reja de arado, la cabeza de un proyectil antiaéreo y un bote despachurrado. La desilusión de Lemoni, viendo que nada de todo aquello podía ser explosionado, sobrepasaba la comprensión adulta en una medida que bien podía calificarse de infinita.

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