Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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La vieja arpía se contorsionaba, gemía y graznaba debajo de mí, entrecerrado por el éxtasis su solitario ojo de loca. Por un instante permanecí encima de ella, perplejo y confundido, pero luego me puse en pie de un salto gritando de horror y rabia, pues sabía que la vieja me había seducido adoptando la forma de Pelagia. «Bruja, bruja», le grité dándole de puntapiés, y ella se incorporó para protegerse; los pezones le caían hasta la cintura y tenía el cuerpo lleno de úlceras como las mías. Agitó los brazos y chirrió como un pájaro en las fauces de un gato, y fue en ese instante cuando comprendí que los dos estábamos locos, como loco estaba el mundo. Eché la cabeza hacia atrás y reí. Había perdido la virginidad con una bruja vieja, fea y solitaria, y eso era sólo una pequeña muestra de cómo Dios había apartado sus ojos de nosotros encomendándonos a la maldad y los caprichos del oscuro. El mundo parecía el mismo, pero bajo la superficie le habían salido multitud de forúnculos. Volví a acostarme a su lado y así dormimos hasta el amanecer. Me había dado cuenta de que los humanos estamos libres de culpa.

Ella intentó impedir que me marchara, se arrodilló a mis pies, lloró y aulló agarrada a mis rodillas. Fue un triste espectáculo, pero recuerdo que pensé que como ya nada importaba, daba lo mismo que ella también participara de este padecimiento que ha tomado al mundo por asalto y lo ha arrasado por completo.

Llegué a Trikkala y conseguí que me llevaran en un camión que regresaba del frente con un cargamento de heridos. El conductor miró la sangre de mis pies y los girones de mi uniforme y decidió que yo también era un herido. Así, pude ocupar el sitio de otro que había muerto. En Lipson subí a otro camión hasta Agios Nikolaos y luego hasta Arta y Preveza, y desde allí me fue fácil llegar a Levkas con un pescador amigo que llevaba el correo hasta la isla. Llegué a Ítaca en otra barca de pesca, y a casa en otra más. Fui a pie desde Sami hasta la casa de Pelagia…

A mi llegada no encontré otra cosa que un horror idéntico a mi reacción ante la vieja del bosque, y sólo fui reconocido por un animalito estúpido, Psipsina . La decepción, tras todos aquellos sueños y batallas, errando con Pelagia a mi lado cual faro protector, apagó la llama que ardía en mi interior, y la fatiga se apoderó de mí. Cerré los ojos y caí en las tinieblas, como los espíritus de los muertos.

He dicho que fue Pelagia y el sentido de la belleza lo que me trajo a casa, pero no he dicho nada acerca de lo segundo. Un día de diciembre, cerca del paso de Metsovon y a veinte grados bajo cero, los italianos lanzaron una bengala. El cohete explotó en una cascada de luz azulada delante de la luna llena, y las chispas fueron cayendo a tierra a cámara lenta como almas de ángeles reacios. Mientras aquel pequeño sol de magnesio llameaba en el aire, los negros pinos salieron de sus humildes sombras como si antes hubieran estado cubiertos por un velo virginal y de pronto decidiesen dejar ver el aspecto que tienen en el cielo. La ventisca de nieve latía con la incandescencia de la castidad absoluta del hielo, un mortero escupió desconsoladamente, ululó un búho. Por primera vez en mi vida me estremecí físicamente de algo distinto del frío: el mundo había mudado de piel, revelándose como pura luz y energía.

Mi deseo es recuperarme para volver al frente y experimentar, aunque sólo sea una vez más, ese instante perfecto en que vi el rostro de Gabriel en un instrumento de guerra.

23. 30 DE ABRIL DE 1941

Se cuenta que en el palacio real, que era tan extenso que la familia real se desplazaba en bicicleta y tan abandonado que sus grifos vomitaban cucarachas, apareció una Dama Blanca que presagiaba la catástrofe. Sus pisadas no hacían ruido y su rostro brillaba de malevolencia, y cuando dos ayudas de cámara intentaron arrestarla por agredir a la abuela del príncipe Christopher, la dama se desvaneció en el aire. Si aquel día hubiera vagado por palacio, la dama lo habría encontrado lleno de soldados alemanes. Si hubiera llegado hasta la ciudad, habría encontrado la esvástica ondeando en la Acrópolis, y habría tenido que viajar hasta Creta para dar con el rey.

Los cefalonios no necesitaban fantasmas aviesos que les advirtieran de nada. Dos días antes, los italianos habían tomado Corfú en circunstancias burlescas que iban a repetirse hoy paso por paso, y no había nadie en la isla que no temiera lo peor.

Lo angustioso era la espera. Una gran nostalgia lo invadía todo como una niebla palpable; era como hacer el amor por última vez con alguien a quien uno adora y que se marcha para siempre. Cada momento final de libertad y de seguridad era saboreado e inculcado en la memoria. Kokolios y Stamatis, el comunista y el monárquico, estaban sentados a una mesa limpiando los componentes de un fusil de caza que llevaba cincuenta años acumulando polvo en una pared. No tenían cartuchos, pero, como a todos en la isla, les parecía importante emprender algún gesto de resistencia. Sus dedos buscaban calmar las tormentas de inquietud y especulación que asolaban su mente, y se hablaban en voz baja con un cariño mutuo que contradecía los muchos años de vehementes diferencias ideológicas. Ninguno de los dos sabía cuánto les quedaba de vida, pero se habían convertido en imprescindibles el uno para el otro.

Los parientes se abrazaban más de lo habitual; padres que esperaban ser abatidos a palos acariciaban el pelo de preciosas hijas que esperaban ser violadas. Hijos y madres se sentaban juntos a la puerta de sus casas y hablaban con cariño de sus recuerdos. Los agricultores sacaban sus barriles de vino y los sepultaban en la tierra para que ningún italiano tuviera el placer de beber sus caldos. Las abuelas afilaban cuchillos de cocina y los abuelos recordaban antiguas gestas, tratando de convencerse de que la edad no había hecho mella en ellos; en la intimidad de los cobertizos practicaban el «armas al hombro» con palas y bastones. Mucha gente visitaba sus lugares favoritos por última vez, y comprobaban que las piedras, el polvo, el mar pelúcido y la roca milenaria habían adoptado un aire de tristeza como el que uno encuentra en una habitación donde un niño yace a las puertas de la muerte.

El padre Arsenios se arrodilló en su iglesia e intentó hallar palabras para rezar, desconcertado por la novedosa sensación de haber sido defraudado por Dios. Se había acostumbrado tanto a la idea de estar condenado a ser él el que defraudaba a Dios que no supo encontrar una fórmula exenta de reproches e incluso de insultos. Recurrió a su acostumbrado «Jesús, hijo de Dios, ten piedad de mí, pobre pecador», y pensó que en tantos años de repetirlo no había conseguido aún que la frase surgiese de lo más hondo de su ser. De joven había llegado a creer que algún día esta oración le revelaría la visión de la Divina e Increada Luz, pero ahora sabía que se había convertido en una fórmula, una barrera entre él y el Dios mudo y esquivo. «Jesús, Hijo de Dios -dijo por último-, pero ¿qué demonios te pasa? ¿Qué objeto tenía el Gólgota si el Diablo no era derrotado? Creí que habías dicho que el pecado había sido desterrado ¿Acaso tu muerte fue en vano? ¿Dejarás que nosotros muramos en vano también? ¿Por qué no haces algo? Sé que presides invisiblemente la Eucaristía, pero si eres invisible, ¿cómo sé que estás ahí?» Su papada vibraba de emoción; se sentía como el muchacho que ha llegado a hombre y acaba de descubrir que su padre no le ha dejado nada en herencia. «Jesús, Hijo de Dios -oró-, si no piensas hacer nada, yo sí.»

El doctor Iannis leyó una vez más la célebre carta abierta a Hitler que Vlakhos había publicado en el Kathimerini. Emocionado por su noble y grandilocuente exposición del derecho a la independencia nacional, el doctor recortó el periódico, se levantó y pegó la carta en la pared con una chincheta, ajeno al hecho de que todos los hombres cultos de Grecia habían hecho lo mismo; allí se quedaría hasta 1953, amarilleando, enroscándose por las esquinas, mientras a cada año que pasaba sus sentimientos se intensificaban y reavivaban.

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