Pequeño milagro; los griegos nos dejaron un par de días de descanso. Quizá pensaban que habíamos minado los caminos. Luego supimos que habíamos perdido Pogradec porque el enemigo se había infiltrado en nuestras líneas siguiendo el curso de un arroyo mientras nuestras defensas estaban organizadas para repeler un ataque a las vías. «¿De qué sirve nada? -preguntó Francesco-. Lo hacemos lo mejor que podemos, pero luego viene otro y lo jode.» Después, alguien ordenó una maniobra que dejó sin protección nuestro flanco derecho y perdimos contacto con la división Modena. Nuestro general Soddu, que había sustituido a Prasca, fue sustituido a su vez por Cavallero. Daba la impresión de que nuestra gloriosa conquista de Grecia iba a terminar ignominiosamente con la conquista de Albania por los griegos. La nieve caía sin tregua, y descubrimos que podíamos calentarnos la cabeza arrancando los sesos de mulos moribundos y llenando nuestros cascos con ellos. Comprendimos que el único modo de impedir los continuos ataques desde arriba era ocupar las regiones altas. Las regiones altas eran azotadas por vientos malignos que traían por delante un urticante escudo de cristales. Mis botas se destrozaron y los piojos me hacían retorcer de escozor. Creo que fue por Navidad cuando por fin comprendimos que estábamos tan acabados como nuestras botas.
Despertar por la mañana a diez grados bajo cero. Primera pregunta: ¿quién ha muerto congelado? ¿Quién ha pasado hoy del sueño a la muerte? Segunda pregunta: ¿cuántos vados habrá que atravesar hoy con esa agua helada que te atenaza los testículos hasta hacerte chillar de dolor? ¿Cuántos kilómetros tocan hoy de fango hasta la cintura por esos «caminos»? Tercera pregunta: ¿cómo es posible que los griegos nos ataquen si estamos a veinte bajo cero y las correderas de nuestros fusiles se han atascado? Cuarta pregunta: ¿por qué los «amistosos» albanos les sirven de guía a los griegos? Quinta pregunta: ¿qué unidad ha quedado hoy tan agotada que ha preferido rendirse a una fuerza inferior? La Julia no. Nosotros no. Todavía. Francesco ya no me habla. Sólo habla con su ratón. Un nuevo ataque perpetrado por nuestros propios aviones, una escuadrilla de SM-79: veinte muertos. Nos enteramos de que los oficiales de la división Modena han recibido una orden en la que se afirma que quienes no muestren suficientes dotes de mando serán fusilados. Mi coronel, Gaetano Tavoni, ha resultado muerto en Mali Topojanit mientras dirigía nuestro ataque tras sesenta días sin descansar. Que Dios le tenga en su gloria y le recompense por cuidar de nosotros. Las mujeres de Italia empiezan a mandarnos guantes de lana que se empapan de agua y se nos hielan en las manos hasta el punto de que no podemos quitárnoslos. Francesco ha recibido un panettone de su madre y lo comparte con su ratón Mario. Corta los trocitos con la bayoneta. Hemos sabido que Ciano y los jerarcas del fascismo se han alistado y han optado patrióticamente por ir de excursión en bombardero a Corfú, donde no hay defensa antiaérea.
Cómo odio las polainas. Estamos en la época de la muerte blanca. Trincheras anegadas. El hielo dilatándose en la ropa, el riego sanguíneo interrumpido. Nosotros no odiamos a los griegos, luchamos contra ellos por razones nada claras, sin honor, pero sí odiamos la muerte blanca.
Eso sí, al principio no hay dolor. Las piernas se te hinchan por encima de las polainas, y por debajo los pies se te duermen. Las piernas adoptan tonos chocantes: una sombra de lila, un matiz de morado, negro caoba. Como soy un hombre muy corpulento paso el día transportando a nuestros muchachos heridos detrás de nuestras líneas. Estoy extenuado y perplejo por sus gritos de angustia. He cambiado mis polainas por piel de gato frotada por dentro con lubricante para armas. Llevo las botas impregnadas de cera. El agua sigue penetrando, vivo con el miedo a la muerte blanca. En las tiendas oigo los aterradores chillidos de la amputación: Cada pocas horas me miro los pies y me doy masaje con grasa de cabra descongelada al calor de una cerilla. Dicen que Graziani ha sido derrotado en África. Tenemos trece mil víctimas de la muerte blanca. Hasta los griegos están petrificados de frío; los ataques han disminuido. Francesco ha enloquecido definitivamente. No para de gesticular con la boca todo el rato, su barba se ha convertido en una estalactita de hielo, pone los ojos en blanco y no me reconoce. Se caga encima a propósito para saborear el momentáneo calor. Todo mi amor se ha vuelto compasión. Le hago unos mitones con un par de conejos, dejando la grasa por dentro. Él se come la grasa. Hemos sido reducidos a un millar de hombres con quince ametralladoras y cinco morteros. Hemos perdido cuatro mil hombres. Nuestras líneas son pasto de la muerte blanca, de la amarga ausencia de nuestros amigos, de la desolación del yermo.
En Klisura se nos echan encima los furiosos griegos. A nosotros, que estamos exhaustos y acongojados. Francesco le dice a su ratón: «Dentro de dos semanas, Atenas. Un lugar en la historia para el ratón de Albania. El ratón que derrocó a un rey. El ratón Mario. Ratoncito Mario.» No podemos resistir más y la Julia es derrotada, nuestras tropas enloquecen y se gangrenan, nuestros cuerpos son separados de nuestras almas. La Lupi di Toscana acude en nuestra ayuda y es derrotada; los soldados pasan de lobos a liebres y nosotros los llamamos Lepri di Toscana. Si los veteranos de la Julia no son capaces de vencer, ¿qué posibilidad tendrán los novatos? Los enviaron sin comida a lugares ignotos que no cuadraban con los mapas. No tenían oficiales. Fueron atacados implacablemente. Sacrificio tras sacrificio. Un calvario tras otro. Los enviaron a salvarnos y nosotros los salvamos a ellos.
Contraofensiva. Fracaso. Pérdida de Klisura. Mensaje desesperado de Cavallero: «Os lo suplico en nombre de Italia, haced un último intento. Si pudiera iría a morir con vosotros.» Que se joda Italia. Que se jodan los generales que nunca vienen a morir contigo. A la mierda vuestra confianza y vuestras mendaces promesas de refuerzos. A la mierda las derrotas que vosotros arrebatáis de las fauces de la victoria. A la mierda esta frívola guerra que no comprendemos. Que viva Grecia si eso significa que termine todo esto, la muerte blanca y la nieve encarnada, el frío ingrato y letal, los ríos de tripas, los huesos machacados, los vientres vacíos de alimento y reventados por los morteros y desgarrados por las bayonetas, los dedos paralizados, los fusiles modelo 91 que se atascan, los jóvenes destrozados, las mentes inocentes llevadas a la locura.
Vivimos en perpetuo ofuscamiento. La nieve lo ha vuelto todo irreconocible, de modo que nunca sabemos dónde estamos. ¿Es ésta la escarpa que nos han ordenado tomar? ¿Eso que hay en el fondo del valle es un arroyo, como a dos metros por debajo del reluciente manto blanco? ¿Qué montaña es esa? Que alguien arranque de ahí esas nubes, por el amor de Dios, a ver si lo averiguamos. Esto que estamos cruzando a trancas y barrancas, ¿es una carretera o un río? Tranquilos, lo sabremos cuando lleguemos a la fuente. Tranquilos. Con un poco de suerte, si nos equivocamos puede que nos capturen. Avisar por radio al cuartel general que hemos tomado el objetivo; no sé en qué sitio estamos, pero es tan bueno como cualquier otro. ¿Qué más da? «Al habla el cuartel general, señor. Quieren las coordenadas en el mapa.» «Dile que me den un mapa que se corresponda con algo tangible y les daré esas coordenadas. No, diles que la radio está estropeada.» «Sí, señor». «¿Qué está haciendo ahora, cabo?» «Meando encima del casco para que no brille, señor. Camuflaje, señor. Primero meas encima y luego lo frotas con barro.»
Los griegos avanzan sobre Tepeleni y los de la Julia vamos a apoyar al XI Ejército. Nos adjudican nueve mil reservistas sin instrucción para hacer bulto y doscientos oficiales sin experiencia, más unos cuantos oficiales retirados que no recuerdan las tácticas y no comprenden el funcionamiento de sus armas. Estos veteranos trepan como pueden por los taludes y mueren como los demás, tosiendo hasta diñarla, boca abajo en el barro y con burbujas rojas helándose en sus labios. Los griegos son fanáticos pero fríos, fieros pero resueltos como los que más. Toman el Golico y el monte Scialesit, pero logramos detenerlos antes de que puedan cercar Tepeleni. Viene el Duce a visitarnos y es recibido con la aclamación que han exigido de nosotros. Yo me quedo al lado de Francesco y no voy a vitorearle. Acaba de iniciarse una ofensiva que tiene por único objeto organizar un espectáculo para el Duce, que se queda en Komarit para emperejilarse mientras contempla cómo sus soldados son enviados, oleada tras oleada, a una muerte segura. La vanidad es la madre de la perdición, signor Duce.
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