Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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12. LOS MILAGROS DEL SANTO

Todo seguía igual en la isla; no había habido presagios de guerra; hasta Dios se había mostrado impertérrito ante la megalomanía y la destrucción que afligían a este mundo. El 23 de agosto el lirio sagrado del icono de Nuestra Señora de Demountsandata había brotado puntualmente y abandonado su estado de desecación para tranquilidad de todos los fieles renovando una vez más el prodigio. A mediados de mes un ejército de serpientes no venenosas desconocidas por los científicos, con cruces negras en sus cabezas y una piel como de terciopelo, habían aparecido en Markopoulo aparentemente de la nada. Tras llenar las calles con sus serpenteos y sus reptaciones se habían aproximado al icono de la Virgen e instalado en el trono del obispo y, al final de oficio, habían desaparecido tan silenciosa e inexplicablemente como habían llegado. En el imponente castillo derruido de Kastro, que dominaba Travliata y Mitakata desde lo alto, los marciales espectros de los romanos exigían contraseñas a normandos y franceses, y los fantasmas de casacas rojas jugaban a dados con los de turcos, catalanes y venecianos entre el húmedo e inexplorable laberinto de depósitos, túneles y minas subterráneos. En la caída ciudad veneciana de Fiskardo el colosal fantasma de Guiscard recorría a grandes zancadas la muralla, clamando por la sangre y los tesoros griegos. En el extremo septentrional de Argostolion el mar se colaba como siempre en los hoyos de aguas sucias de la playa, desvaneciéndose por arte de magia en las entrañas de la tierra, y en Paliki la roca conocida como Kounopetra no paró de menearse a su propio y desconocido ritmo. Los aldeanos de Manzavinata, tan predecibles como la roca de marras, no dejaron de explicar a todo el que se pusiera a tiro que en una ocasión una flota de guerra británica había rodeado Kounopetra con una cadena pero no había podido moverla; una pequeña roca griega había resistido al poder y la curiosidad científica del mayor imperio que haya conocido el hombre. Más extraordinario todavía es el hecho de que una expedición francesa hubiera fracasado una vez más en el intento de localizar el fondo del lago Akoli, y que un desconcertado zoólogo de Wyoming hubiese confirmado el informe del eminente historiador Iannis Kosti Laverdos, según el cual las liebres salvajes y algunas cabras montesas del Ayia Dinati tienen dientes de oro y plata.

Ya desde la época de la crucial intervención de la diosa Io en el asesinato de Memnón a manos de Aquiles y en la muerte accidental de Pocris a manos de su propio e ingenuo marido, la isla había sido siempre terreno abonado para los milagros. Lo cual no debe maravillar a nadie, puesto que la isla poseía un único santo propio, y era como si su poder sobrenatural hubiera sido demasiado grande y esplendoroso para guardárselo dentro.

San Gerasimos, renegrido y marchito, encerrado en su abombado sarcófago de oro junto al retablo del monasterio que lleva su nombre, muerto desde hacía cinco siglos, se levantaba por la noche. Vestido de escarlata y oro y engalanado con piedras preciosas y medallones antiguos, el santo avanzaba rechinando y matraqueando entre su rebaño de pecadores y enfermos, visitándolos en sus casas e incluso aventurándose a veces hasta su Corintia natal para visitar allí los restos de sus padres y vagar por los cerros y arboledas de su juventud. Pero el cumplidor san Gerasimos regresaba siempre de buena mañana, con lo cual obligaba a las gárrulas monjas que le atendían a limpiar de barro los brocados de oro de sus sandalias y colocar de nuevo sus macilentas y momificadas extremidades en una postura de pacífico reposo.

Era un santo de verdad, un genuino hombre venerable sin nada en común con los dudosos e imaginarios santos de otras religiones. Él no había mancillado el mundo como san Dominico con la inquisición, no había sido un gigante de cinco metros de estatura con tendencias canibalescas como san Cristóbal, y no había matado accidentalmente a los espectadores de su muerte, como santa Catalina. Y tampoco era un santo a medias, como san Andrés, que había conseguido dejar únicamente la suela de su pie derecho en el convento cercano a Travliata. Como san Spiridon de Corfú, Gerasimos había llevado una vida ejemplar; a modo de inspiración y prueba, ahí estaba la envoltura mortal que había dejado al fallecer.

Se hizo monje a los doce años, pasó otros tantos en Tierra Santa, vivió cinco años en Zante y por último se estableció en una cueva en Spilla, para reorganizar desde allí el monasterio de Omala, donde plantó el plátano de levante y cavó el pozo con sus propias manos. Los generalmente cínicos isleños le querían tanto que le habían dedicado dos festividades, una en agosto y otra en octubre; docenas de varones eran bautizados con su nombre, se creía en él con más fervor que en el propio Señor, y desde su trono celestial había acabado acostumbrándose a que la gente maldijera o jurara en su nombre. Cuando llegaban esas dos fiestas el santo apartaba tolerante los ojos mientras la población de la isla se dedicaba por entero a emborracharse del modo más estrafalario.

Sucedió ocho días antes de que Metaxas rechazara el ultimátum del Duce, pero pudo haber ocurrido cualquier día festivo de los últimos cien años. El sol se había privado de su crueldad, y el calor, aun siendo glorioso, no era sofocante. Una ligera brisa marina se colaba por entre los olivos, haciendo susurrar las hojas de forma que cada una se convertía en una señal luminosa de plata y verde oscuro. Amapolas y margaritas oscilaban entre la hierba agostada aún tras el verano, pero ahora empezaba a refrescar y las abejas sacaban buen partido de las flores, como si supieran que comenzaba el otoño; sus numerosas colmenas goteaban la oscura y diáfana miel que los isleños, confiados, sabían era la mejor del mundo. En lo alto del monte Aínos los buitres negros buscaban los cadáveres de cabras torpes o desafortunadas, y allá en los brezales de los llanos las pequeñas currucas reñían y revoloteaban. Innumerables erizos hocicaban y husmeaban debajo de ellas, disponiendo prudentemente sus nidos de hierba y hojas en previsión de los próximos fríos, y las playas aparecían salpicadas de lo que parecían restos de naufragios menores, barcas medio desmontadas y sacadas del agua para su inspección y recalafateado. Las plantas tropicales del sur de la isla empezaban a parecer menos exuberantes, como si economizaran su savia o aguantaran la respiración, y las higueras lucían sus voluminosos frutos morados entre otros más verdes que madurarían al año siguiente, el año en que se convertirían oficialmente en la fruta de los fascistas de Roma.

Al amanecer Alekos acarició la caja de su anticuado fusil y decidió no llevarlo consigo; en la fiesta del santo siempre había demasiadas víctimas, y ello desmerecía los milagros. Envolvió el arma entre sus mantas y salió a la niebla para ver si sus cabras estaban bien; tenía pensado dejarlas solas todo el día, pero estaba seguro de que el santo cuidaría de ellas. Sabía que durante el largo ascenso del monte Aínos podría oír el vibrante sonido de las esquilas; jugaría consigo mismo a identificar cada una de sus cabras por su sonido particular. Sentía una excitación casi insoportable al imaginar el espectáculo del santo curando epilépticos y locos. ¿A quién escogería esta vez?

En la aldea, el padre Arsenios bebió toda una botella de Robola y se restregó cansinamente los ojos, poco habituados a las fatigas de levantarse temprano. Pelagia y su padre ataron la cabra al olivo y encerraron a Psipsina en una alacena donde no encontraría nada que destrozar. Kokolios bregó muy brevemente con sus creencias comunistas acerca del opio del pueblo y acabó poniéndose la ropa de su mujer. Stamatis se hizo un sombrero cónico encolando unos papeles y se lo probó mientras su esposa cortaba unos tacos de queso, envolvía unos confites de rozoli y mantola y recordaba cosas de qué quejarse. Megalo Velisarios cargó su culebrina sobre el lomo de un toro robusto que había pedido prestado a su primo tercero y soñó con ganar la carrera. Había cargado el cañón con fragmentos de pan de oro y plata, y esperaba ilusionado los suspiros de admiración de la multitud cuando la centelleante munición saliera disparada hacia el cielo y luego descendiera aleteando cual lluvia de metálicas mariposas.

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