Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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– Preguntas relativas a la operación, no preguntas de tipo político. Ya me he hartado de su impertinencia, le advierto que debe usted guardar el debido respeto.

– El debido respeto -repitió Francesco, asintiendo enérgicamente con la cabeza.

– Buena suerte, muchachos -dijo el coronel-, ojalá pudiera ir con vosotros.

Por lo bajo, aunque yo pude oírlo bien claro, Francesco murmuró.

– No sabes cuánto me gustaría, gilipollas.

Rivolta nos mandó a preparar las cosas con la promesa de unas medallas en caso de éxito y con un grueso paquete de instrucciones que también incluía mapas, un horario preciso y una foto de Mussolini tomada de perfil y desde abajo a fin de realzar la curva de su mentón. Creo que la idea era enardecernos y aportar hierro a nuestra firmeza moral.

Al salir de la villa nos sentamos en una tapia y examinamos los papeles.

– Esto me huele a chamusquina -dijo Francesco-. ¿Qué opinas?

Miré sus preciosos ojos y dije:

– Me da lo mismo. Sólo son órdenes, y debemos suponer que alguien sabe lo que se hace, ¿no?

– Me parece que supones demasiado -repuso él-. Además de oler mal me temo que es una guarrada. -Sacó su animalito del bolsillo y le dijo-: Mario , tú no deberías mezclarte en estas cosas.

Apenas dimos crédito a nuestros ojos cuando comprobamos que los pertrechos que nos entregaron en intendencia consistían en uniformes militares británicos y armamento griego. Aquello parecía absurdo y, además, no había instrucciones para hacer funcionar la ametralladora ligera Hotchkiss. Conseguimos averiguarlo nosotros solos, aunque luego llegamos a la conclusión de que tal vez no teníamos que haberlo hecho.

El tiempo nos salvó de la manera más curiosa. Estábamos ya preparados con mucha antelación, y abandonamos a rastras nuestras líneas a las diez de la noche. Al cruzar la frontera nos pusimos los uniformes británicos como rezaban las instrucciones y luego ganamos el siguiente valle tras haber subido la escarpa. En ese momento Francesco y yo estábamos metidos en un torbellino de estados de ánimo contrapuestos.

No creo que una persona que no haya conocido la acción pueda comprender realmente el intríngulis de lo que cruza por la cabeza de un soldado a la hora del combate, pero intentaré explicarlo. En el presente caso, ambos estábamos orgullosos de haber sido elegidos para una misión militar de categoría. Nos hacía sentir especiales y muy importantes. Pero nunca habíamos hecho algo parecido y, por tanto, estábamos muy asustados, no sólo por miedo al peligro físico sino a la gran responsabilidad que teníamos y a la posibilidad de meter la pata. Para ocultar nuestro miedo no parábamos de contarnos chistes tontos. El soldado siempre tiene otro miedo, a saber, que sus superiores saben más que él y que él no sabe lo que en realidad está pasando. Sabe que puede darse el caso de que el alto mando lo sacrifique por un interés mayor sin informarle de ello, y eso le vuelve despreciativo y receloso con la autoridad. Y, además, aumenta su miedo.

La incertidumbre le vuelve supersticioso, y el soldado empieza a santiguarse continuamente o a besar su amuleto de la suerte o a ponerse el paquete de cigarrillos en el bolsillo de la pechera a fin de desviar las balas. Francesco y yo adoptamos la superstición de que ninguno de los dos debía emplear la palabra «ciertamente». No la pronunciamos ni una sola vez durante aquella misión ni después. A lo largo de la guerra, Francesco sintió una necesidad constante de confiarse a su ratón y solía mecerlo en sus manos y decirle tonterías mientras los demás encendíamos cigarrillo tras cigarrillo, nos paseábamos con nerviosismo, mirábamos gastadas fotografías de nuestros seres queridos, o salíamos disparados a las letrinas cada cinco minutos.

Descubrimos que existe también una violenta excitación una vez la tensión de la espera concluye, y que en ocasiones esta excitación se transforma en una suerte de loco sadismo cuando comienza la acción. No siempre puede culparse a los soldados de sus atrocidades; yo puedo decirles por experiencia que éstas son consecuencia natural del infinito alivio que sobreviene al no tener que pensar ya más. A veces, las atrocidades no son sino la venganza de los torturados. La palabra que buscaba es catarsis. Una palabra griega.

Tendido entre matorrales frente a aquella atalaya nocturna sentía a mi lado la presencia de Francesco, y supe que Fedro tenía razón al creer que un amante es más valeroso si tiene a su vera al amado. Yo quería proteger a Francesco y demostrarle que era un hombre: Mi amor por él aumentaba con la idea de que muy pronto una bala podía separarnos para siempre.

Fue poco antes de la medianoche, los búhos chillaban, y a lo lejos oí el dulce sonsonete de las esquilas. Hacía un frío intenso y por el norte se había levantado un viento helado. Teníamos muchos nombres para ese viento, pero el más apropiado era probablemente «encoge-huevos».

Eran las doce cuando Francesco miró su reloj y dijo:

– No aguanto más. Se me duermen los dedos, tengo los pies congelados y te juro que va a llover. Por el amor de Dios, acabemos con esto de una vez.

– No podemos -dije-. Tenemos orden de no atacar hasta las dos en punto.

– Venga ya, Carlo, ¿qué más da? Atacamos ahora y nos largamos a casa. Mario está hasta los huevos y yo también.

– Tu casa está en Génova, Francesco. No puedes irte allí. Verás, es un asunto de disciplina.

Perdí la discusión porque en realidad estaba de acuerdo con Francesco y no quería morirme de asco en aquel sitio dejado de la mano de Dios sólo porque habíamos llegado temprano por mor de la eficiencia y el entusiasmo.

Según las órdenes debíamos usar la ametralladora contra los bandidos, pero de noche y con aquella temperatura letal no parecía muy buena idea. La ametralladora estaba tan fría que te dolían los dedos sólo de tocarla y, además, no estábamos seguros de poder manejarla a oscuras. Decidimos acercarnos furtivamente a la atalaya.

Arriba había una farola, y nos sorprendió comprobar que eran al menos diez hombres. Nosotros habíamos esperado como mucho tres. Vimos también que había cuatro ametralladoras apoyadas en las barandillas exteriores. Francesco musitó.

– ¿Por qué nos han mandado sólo a nosotros dos? Si les disparamos, nos dejan fritos. Te lo digo yo, aquí hay gato encerrado. ¿Desde cuándo tienen ametralladoras los bandidos?

De la torre se oían cánticos; daba la impresión de que estaban un poco borrachos. Eso me animó a acercarme un poco más para hacer un reconocimiento; las piñas me arañaban las manos y las rocas puntiagudas parecían querer hincarse en mis huesos. Descubrí un gran montón de leña y un barril de queroseno bajo la torre, a resguardo de la lluvia. Todas las torres de vigilancia tenían estufas de leña y lámparas de petróleo y, por supuesto, las provisiones siempre se guardaban debajo.

De ahí que Francesco y yo no sólo empezásemos el ataque dos horas antes de lo previsto, sino que lo hiciésemos volcando el barril y prendiéndole fuego. La torre ardió como una antorcha y la llenamos de balas de ametralladora casi directamente desde abajo. No dejamos de hacer fuego hasta que vaciamos toda una cinta. Si hubo gritos no conseguimos oírlos. Sólo éramos conscientes de lo brincos que daba el arma, del rechinar de nuestros dientes y de la horrible locura de una acción desesperada.

Cuando se acabó la cinta de la ametralladora se produjo un silencio espeluznante. Nos miramos y sonreímos. La sonrisa de Francesco fue débil y apenada, y creo que la mía también. Era nuestra primera atrocidad. No tuvimos sensación de triunfo. Nos sentíamos exhaustos y corruptos.

Fue Francesco el que tropezó con el cadáver del capitán Roatta de los bersaglieri, que había caído por la barandilla de la torre y se había partido el cuello. El cuerpo yacía hecho un guiñapo, con los brazos y piernas extendidos, como si jamás hubiera albergado un ser vivo. Fue Francesco quien encontró las órdenes por las que el capitán había cogido nueve hombres para subir a la atalaya anticipándose a un ataque del ejército griego, que los servicios de inteligencia esperaban para las dos horas en punto.

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