John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– ¿Qué opinas de Maya? -preguntó Gabriel.

– Es muy valiente.

– Su padre la sometió a un entrenamiento durísimo para conseguir que se convirtiera en una Arlequín. Creo que no confía en nadie.

– En una ocasión, el Profeta escribió una carta a su sobrina Evangeline, que contaba unos doce años. En ella decía que nuestros padres nos ponen una armadura y que nosotros vamos añadiendo más y más blindaje a medida que nos hacemos mayores. Cuando nos convertimos en adultos, las distintas corazas no encajan y no pueden protegernos completamente.

– Maya se protege muy bien.

– Sí. Pero, por debajo, es igual que los demás. Somos todos iguales.

Vicki cogió la vieja escoba y empezó a barrer el centro comunal. De tanto en tanto miraba por la ventana y veía a Gabriel andando arriba y abajo por el camino de tierra. El Viajero parecía inquieto y desdichado. Debía de estar pensando en algo, intentando hallar la solución de algún problema. Vicki acabó de barrer y estaba fregando las mesas con una bayeta cuando Gabriel apareció en la puerta.

– He decidido cruzar al otro lado.

– ¿Y por qué ahora?

– Tengo que encontrar a mi hermano, Michael. Se me escapó en la barrera de fuego, pero quizá esté en alguno de los otros dominios.

– ¿Crees de verdad que está ayudando a la Tabula?

– Eso es lo que me preocupa, Vicki. Podrían estar obligándolo a hacerlo.

Ella lo siguió hasta el dormitorio de los chicos y lo observó sentarse en el camastro con las piernas rectas ante él.

– ¿Debo marcharme? -preguntó.

– No. Está bien así. Mi cuerpo permanecerá en su sitio. Nada de llamas ni ángeles.

Sosteniendo con ambas manos la espada de jade, Gabriel respiró hondo varias veces. De repente, la parte superior de su cuerpo cayó hacia atrás. Aquel rápido movimiento pareció cambiarlo todo. Respiró una última vez, y entonces Vicki presenció la transformación. Gabriel se estremeció y quedó inerte. A la joven le recordó la foto que había visto de un caballero de piedra yaciendo sobre un sarcófago.

¿Estaría Gabriel por encima de ella, flotando a través del espacio? Miró a su alrededor buscando una señal, pero no vio nada aparte de las paredes manchadas de humedad y el sucio cielo raso.

«Dios mío, protégelo -rezó-. Dios del cielo, cuida de ese Viajero.»

50

Gabriel había cruzado. Su Luz había franqueado las cuatro barreras. Abrió los ojos y se vio en lo alto de la escalera de una vieja casa. Estaba solo. En la vivienda reinaba el silencio. Una grisácea claridad se derramaba por una estrecha ventana.

A su lado, en el rellano, tenía una vieja cómoda pasada de moda. Sobre ella había un jarrón con una rosa de seda, y Gabriel acarició los rígidos y suaves pétalos. La flor, el jarrón y la estancia donde se hallaba eran tan falsos como los objetos de su propio mundo. Únicamente la Luz era permanente y real. Su cuerpo y sus ropas no constituían más que fantasmales imágenes que lo habían seguido hasta aquel lugar. Gabriel desenvainó la espada unos cuantos centímetros, y la hoja destelló con plateada energía.

Apartó las cortinas de encaje y miró por la ventana. Era de noche, pero aún no cerrada, justo después de la puesta de sol. Se encontraba en una ciudad con aceras y árboles umbrosos. Al otro lado de la calle se veía una fila de casas. Toda la zona le recordaba los barrios de ladrillo rojizo de Nueva York o Baltimore. Las luces estaban encendidas en algunas de las viviendas, y los visillos adquirían un color amarillo pálido, como paños de pergamino viejo.

Gabriel se colocó la espada para llevar la correa cruzada sobre el hombro y la vaina a la espalda. Bajó la escalera hasta el segundo piso tan silenciosamente como pudo. Empujó una de las puertas esperando cualquier tipo de ataque, pero descubrió un dormitorio vacío. Todos los muebles eran oscuros y pesados: una cómoda con encastres de latón y una cama de madera tallada. Toda la estancia tenía un aire antiguo que le recordaba las películas de los años veinte. No vio ningún reloj despertador ni televisor alguno, nada nuevo y brillante. En el primer piso escuchó el sonido de un piano procedente de abajo. La música era lenta y triste, una sencilla melodía que se repetía con ligeras variaciones.

Gabriel intentó que los peldaños no crujieran mientras bajaba el último tramo de escalera. En la planta baja, una puerta abierta conducía a un comedor donde había una larga mesa y sillas de alto respaldo. En un aparador había un frutero con frutas de cera. Cruzó el pasillo y pasó por un estudio con sillones de cuero y una solitaria lámpara de lectura. Luego, entró en el recibidor de atrás.

Vio a una mujer sentada de espaldas a la entrada tocando un piano de pared. Llevaba una larga falda negra y una blusa color lavanda con puños de encaje. Tenía los grises cabellos recogidos en la nuca. Gabriel dio un paso hacia la mujer, pero el suelo crujió, y ella miró por encima del hombro. Su rostro lo sorprendió: era pálido y cadavérico, como si la hubieran encerrado en la casa para que muriera de hambre. Sólo en los ojos había rastro de vida: brillantes e intensos, miraron fijamente a Gabriel. Parecía sorprendida pero no asustada por la repentina aparición de un desconocido en su casa.

– ¿Quién es usted? -preguntó la mujer-. No lo había visto antes.

– Me llamo Gabriel. ¿Podría decirme el nombre de este lugar?

La falda hizo un ruido susurrante cuando ella se acercó.

– Parece usted diferente, Gabriel. Debe ser nuevo.

– Sí, supongo que sí. -Se apartó de la mujer, pero ella lo siguió-. Lamento estar en su casa.

– Oh, no debe disculparse. -Antes de que él pudiera impedirlo, la mujer lo tomó de la mano y una expresión de asombro apareció en su rostro-. Su piel está caliente -dijo-. ¿Cómo puede ser?

Gabriel intentó apartarse, pero la mujer lo retuvo con una fuerza que no se correspondía con su frágil constitución. Estremeciéndose ligeramente, se inclinó y le besó el dorso de la mano. Gabriel notó el frío contacto de los labios y enseguida un agudo dolor. Apartó la mano de golpe y vio que estaba sangrando.

Una pequeña gota de sangre, de su propia sangre, apareció en la comisura de los labios de la mujer. Ella tocó la sangre con la punta del dedo, estudió su brillante y rojo color y a continuación se llevó el dedo a la boca. Extasiada, poseída por el placer, se estremeció mientras cerraba los ojos. Gabriel salió corriendo de la estancia por el pasillo hasta la puerta principal, donde forcejeó con la cerradura hasta que consiguió salir a la calle.

Antes de que pudiera hallar un sitio donde esconderse, un negro automóvil pasó lentamente por la calle. El coche era un sedán de cuatro puertas de los años veinte, aunque en su diseño había cierta imprecisión. Parecía más una idea, una aproximación de un coche más que un automóvil de verdad construido en una factoría. El conductor era un anciano enjuto y apergaminado que miró a Gabriel al pasar.

No aparecieron más vehículos, y Gabriel deambuló por las oscuras calles. Llegó a una plaza donde había un parque con bancos, un quiosco de música y unos cuantos árboles. En la planta baja de un edificio de dos pisos había varias tiendas con sus escaparates. En las ventanas superiores se veía luz. Una docena de personas paseaba por la plaza. Todas vestían las mismas formales ropas que la mujer del piano: trajes oscuros, largas faldas, sombreros y abrigos que disimulaban sus delgados cuerpos.

Gabriel tuvo la impresión de llamar la atención con sus vaqueros y su suéter, de modo que procuró mantenerse en las sombras de los edificios. Los escaparates tenían el tipo de vidrio y marcos propios de las joyerías. Cada tienda disponía de un escaparate, y cada escaparate de un solo objeto iluminado con luces. Pasó al lado de un hombre calvo y flaco de rostro nervioso. El sujeto estaba contemplando un antiguo reloj de oro de un escaparate. Parecía abstraído, casi hipnotizado por el objeto. Dos portales más allá había un anticuario con la estatua de mármol blanco de un niño desnudo en el escaparate. Una mujer con los labios muy pintados de carmín se hallaba de pie, casi tocando el vidrio y contemplando la estatua. Cuando Gabriel pasó, ella se inclinó y besó el cristal.

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