– No se preocupe, Michael. Haremos todo lo que esté a nuestro alcance para proteger a su hermano. Gracias, ha hecho usted lo correcto.
El general Nash dio media vuelta y salió a toda prisa por entre las sombras. Las suelas de sus zapatos repicaron en el liso suelo de hormigón: clic-clic, clic-clic. El sonido despertó ecos entre los muros de El Sepulcro.
Michael recogió la espada de oro en su funda y la sujetó con fuerza.
Eran casi las cinco de la tarde, pero Hollis y Maya todavía no habían regresado. Vicki se sentía como una Arlequín protegiendo al Viajero que yacía en el camastro, ante ella. Cada pocos minutos tocaba el cuello de Gabriel con los dedos. El joven tenía la piel tibia, pero no había señales de pulso.
Vicki se sentó a unos metros de él y allí permaneció leyendo unas viejas revistas que había encontrado en un armario. Trataban de moda, ropa y maquillaje, de cómo conseguir pareja o separarse de ella y del modo de llegar a ser un experto en materia de sexo. A Vicki le produjo vergüenza ajena leer alguno de los artículos, de modo que se los saltó rápidamente mientras se preguntaba si se sentiría incómoda llevando ropa ceñida que resaltara su figura. Seguramente Hollis la encontraría más atractiva, pero por otro lado podía convertirse en una de las chicas que lo único que conseguían era un cepillo de dientes por estrenar y un paseo en coche de vuelta a casa. El reverendo Morganfield siempre hablaba de las desvergonzadas mujeres modernas y de las rameras de la calle.
«Desvergonzadas -pensó-. Desvergonzadas.» La palabra podía sonar tanto como una caricia o como el siseo de una serpiente.
Arrojó las revistas a un cubo de basura, salió fuera y contempló la falda de la colina. Cuando retornó al dormitorio, Gabriel tenía la piel muy pálida y fría. Quizá el Viajero había entrado en un dominio peligroso. Podía haber encontrado la muerte a manos de demonios o fantasmas hambrientos. El miedo la invadió como una voz que ganara fuerza en su interior. Gabriel se estaba quedando sin fuerzas. Se moría. Y ella no podía salvarlo.
Le desabrochó la camisa, se inclinó sobre su cuerpo y pegó el oído a su pecho esperando escuchar el latido del corazón. De repente oyó un sordo zumbido, pero comprendió que provenía de fuera del edificio.
Abandonando el cuerpo de Gabriel, salió al exterior y vio que un negro helicóptero descendía hacia la zona de terreno despejado que había al lado de la piscina. Del aparato saltaron varios hombres con cascos equipados con viseras protectoras y chalecos antibalas que les daban el aspecto de robots.
Vicki volvió corriendo al dormitorio, rodeó a Gabriel con los brazos e intentó levantarlo, pero le resultó demasiado pesado para ella. El camastro cayó de lado, y no tuvo más remedio que dejar el cuerpo en el suelo. Seguía sosteniendo al Viajero cuando un individuo alto que llevaba un chaleco antibalas entró corriendo en la estancia.
– ¡Suéltelo! -ordenó apuntándola con su rifle de asalto.
Vicki no se movió.
– ¡Retírese y ponga las manos tras la cabeza!
El dedo del sujeto empezó a apretar el gatillo, y Vicki esperó la bala. Moriría junto al Viajero, igual que León del Templo había muerto por Isaac Jones. Después de tantos años, la Deuda iba a ser pagada.
Un instante después, Shepherd entró en el dormitorio. Con su cabello rubio peinado en punta y su traje a medida, su aspecto era tan elegante como siempre.
– Ya basta -ordenó-. Nada de esto es necesario.
El hombre alto bajó el rifle, y Shepherd asintió. A continuación se acercó a Vicki como si llegara tarde a una fiesta.
– Hola, Vicki, te hemos estado buscando. -Se inclinó sobre el cuerpo del Viajero, le cogió la espada y le palpó la arteria carótida con los dedos-. Parece que el señor Corrigan ha cruzado a otro dominio. Está bien, tarde o temprano, tendrá que regresar.
– Usted había sido un Arlequín -le espetó Vicki-. Es un pecado trabajar para la Tabula.
– La palabra «pecado» está un poco anticuada. Claro que las chicas Jonesie siempre habéis sido un poco anticuadas.
– Es usted basura -replicó Vicki-. ¿Entiende la palabra «basura»?
Shepherd la obsequió con una sonrisa benevolente.
– Mire, Vicki, piense en esta situación como en un juego particularmente complicado donde yo he escogido el bando ganador.
Maya y Hollis se encontraban a unos seis kilómetros de la entrada de Arcadia cuando vieron el helicóptero de la Tabula. La aeronave se remontó en el aire, dando vueltas alrededor del campamento igual que un ave rapaz buscando su presa.
Hollis se salió de la carretera y aparcó entre la vegetación que crecía al lado de un muro de contención. Miraron la escena a través de las ramas de un roble y observaron al helicóptero alejarse tras la cima de la colina.
– ¿Y qué hacemos ahora? -preguntó Hollis.
Maya tenía ganas de golpear algo, de gritar y patear, cualquier cosa que le permitiera desahogar su rabia; sin embargo, confinó sus emociones en un rincón de su cerebro. Siendo niña, Thorn la había entrenado simulando que la atacaba por sorpresa con una espada; cada vez que ella se sobresaltaba, su padre se lo recriminaba. En cambio, cuando Maya aprendió a mantener la calma, Thorn alabó su fortaleza.
– La Tabula no matará a Gabriel enseguida. Primero lo interrogarán y averiguarán lo que sabe. Mientras eso dure, dejarán un equipo en el campamento para que tienda una emboscada a cualquiera que aparezca.
Hollis miró por la ventanilla.
– ¿Quieres decir que hay alguien allí arriba esperando para matarnos?
– Exacto. -Maya se colocó unas gafas de sol para que Hollis no pudiera verle los ojos-. Pero eso no va a ocurrir.
El sol se puso alrededor de las seis de la tarde, y Maya empezó a trepar por la colina hacia Arcadia. El chaparral no era más que una tupida masa de vegetación seca. Olía a hojas muertas y se percibía el punzante aroma del anís silvestre. A la Arlequín le resultó difícil moverse en línea recta. Era como si las ramas y las raíces le sujetaran las piernas e intentaran arrebatarle el estuche de la espada que llevaba al hombro. A medio camino de la cima vio su camino bloqueado por una barrera de matorrales y un roble caído que la obligaron a buscar un camino más fácil.
Por fin alcanzó la valla de alambre que rodeaba el campamento. Agarró la barra superior y saltó al otro lado. Los dos dormitorios, la zona de la piscina, el depósito de agua y el centro comunal resultaban claramente visibles a la luz de la luna. Los mercenarios de la Tabula tenían que estar allí, escondidos entre las sombras. Seguramente habían dado por hecho que la única entrada era por la carretera de la colina. Un jefe más avispado habría dispuesto a sus hombres en forma de triángulo alrededor del aparcamiento.
Desenvainó la espada y recordó las lecciones que su padre le había dado sobre el modo de caminar sin hacer ruido. Había que moverse como si se estuviera cruzando un lago helado. Extender el pie, calibrar la naturaleza del terreno y por fin dar un paso cargando todo el peso.
Maya llegó a la zona de penumbra al lado del tanque de agua y vio a alguien agazapado cerca del borde del cobertizo de la piscina. Era un hombre bajo y de anchas espaldas que sostenía un rifle de asalto. Cuando se le acercó por detrás, lo oyó murmurar por el micrófono de su intercomunicador.
– ¿Tienes un poco de agua? Yo me he quedado seco. -Hizo una pausa de unos segundos y después sonó contrariado-. Lo entiendo, Frankie, pero yo no he traído dos botellas como has hecho tú.
Maya dio un paso a la izquierda y se lanzó hacia delante traspasándolo con la espada. El hombre se desplomó como un tronco abatido. El único ruido fue el de su arma al chocar contra el suelo. Maya se acercó al cuerpo y le quitó el intercomunicador. Oyó más voces que hablaban entre sí.
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