John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– Nosotros contamos con una ventaja. Apuesto a que la Tabula está confiada y tan orgullosa de sí misma que no espera un asalto. ¿Hay alguna manera de entrar sin hacer saltar las alarmas?

– El edificio destinado a la investigación genética tiene cuatro plantas subterráneas. Hay cañerías, cables eléctricos y conductos de aire acondicionado que se meten por túneles bajo el suelo. Uno de los puntos de mantenimiento del sistema de ventilación se encuentra dos metros más allá del muro.

– Parece prometedor.

– Vamos a necesitar herramientas para poder entrar.

Hollis introdujo un nuevo compacto, y los altavoces de las puertas escupieron música dance de un grupo llamado Funkadelic.

– ¡No hay problema! -gritó para hacerse oír mientras el ritmo los empujaba a través de los inmensos paisajes.

55

Era casi medianoche cuando llevaron el cuerpo de Gabriel al centro de investigación. Un guardia de seguridad llamó a la puerta del alojamiento del doctor Richardson y le ordenó que se vistiera. El neurólogo se metió un estetoscopio en el bolsillo del abrigo y fue escoltado hasta el exterior del centro del cuadrilátero. El Sepulcro estaba iluminado desde dentro y parecía flotar en la oscuridad como un cubo gigantesco.

Richardson y su escolta se encontraron con una ambulancia privada y una furgoneta negra de pasajeros en la puerta de entrada del complejo y caminaron tras el convoy igual que un par de plañideras siguiendo un cortejo fúnebre. Cuando los vehículos llegaron al edificio de investigación genética, dos empleados de la Fundación se apearon de la furgoneta junto con una muchacha afroamericana. El más joven se presentó como Dennis Pritchett. Era el responsable del traslado y estaba decidido a no cometer errores. El de más edad llevaba el pelo de punta y tenía un rostro de facciones flácidas y aspecto disoluto. Pritchett no dejaba de llamarlo «Shepherd», como si aquél fuera su único nombre. Un tubo metálico y negro le colgaba del hombro y llevaba en la mano una espada japonesa en su funda.

La joven negra contempló fijamente a Richardson, pero éste evitó su mirada. El neurólogo intuyó que se trataba de una prisionera, pero él carecía de autoridad para liberarla. Si ella le hubiera susurrado «por favor, ayúdeme», el neurólogo se habría visto obligado a admitir su propia cautividad y cobardía.

Pritchett abrió la puerta trasera de la ambulancia, y Richardson vio que Gabriel estaba atado a la camilla con las gruesas correas que se utilizaban con los pacientes violentos en las salas de urgencia. El joven estaba inconsciente y su cabeza se bamboleó de un lado a otro cuando la camilla fue retirada del vehículo.

La chica intentó acercarse a Gabriel, pero Shepherd la cogió del brazo y la sujetó con fuerza.

– Olvídelo -le dijo-. Tenemos que llevarlo dentro.

Empujaron la camilla hasta el centro de investigación genética y se detuvieron. Ninguno de los Enlaces de Protección de los presentes los autorizaba a entrar, y Pritchett tuvo que llamar a los servicios de seguridad con su móvil mientras el grupo permanecía en el frío exterior. Al fin, un técnico de Londres sentado ante su ordenador autorizó el acceso para varias de sus tarjetas de identificación. Pritchett entró empujando la camilla y los demás lo siguieron.

Desde que había leído por accidente el informe del laboratorio acerca de los animales híbridos, Richardson había mantenido viva su curiosidad hacia el ultrasecreto bloque de investigación genética. Los laboratorios de la planta baja no tenían nada de imponente: luces fluorescentes en el techo, neveras, mesas de trabajo y un microscopio electrónico. El lugar olía igual que una perrera, pero Richardson no vio animales por ninguna parte y desde luego nada que pudiera merecer el nombre de «segmentado». Shepherd llevó a Vicki hasta el final del pasillo mientras que dejaban a Gabriel en una habitación vacía.

Pritchett se quedó a su lado.

– Creemos que el señor Corrigan ha cruzado a otros dominios. El general Nash desea saber si su cuerpo ha sufrido heridas o no.

– Lo único que llevo encima es mi estetoscopio -replicó Richardson.

– Haga lo que pueda, pero apresúrese. Nash llegará en unos minutos.

El neurólogo palpó con los dedos el cuello de Gabriel buscando un rastro de pulso, pero no lo halló. Sacó un lápiz del bolsillo y le pinchó la planta del pie consiguiendo una reacción muscular refleja. Mientras Pritchett observaba, el neurólogo desabrochó la camisa de Gabriel y lo auscultó con el estetoscopio. Pasaron diez segundos. Veinte. Al fin percibió un latido.

Del pasillo llegaron voces y Richardson se apartó del cuerpo cuando Michael, Nash y su guardaespaldas entraron en el cuarto.

– ¿Y bien? -preguntó Nash-. ¿Cómo está?

– Está vivo -repuso el médico-, pero no sé si ha sufrido algún tipo de daño cerebral.

Michael se acercó a la camilla y acarició el rostro de su hermano.

– Gabe sigue en el Segundo Dominio, buscando la forma de salir. Yo conozco el camino, pero no se lo dije.

– Sabia decisión -comentó Nash.

– ¿Dónde está el talismán de mi padre, la espada japonesa?

Shepherd puso cara de haber sido acusado de robo y entregó de inmediato la espada a Michael, que la colocó sobre el pecho de su hermano.

– No puede dejarlo así para siempre -advirtió Richardson-. Desarrollará úlceras cutáneas y sus músculos se deteriorarán igual que en los casos de pacientes tetrapléjicos o en coma.

El general Nash parecía molesto por el hecho de que alguien planteara objeciones.

– Yo no me preocuparía por eso, doctor. Permanecerá bajo control hasta que lo hagamos cambiar de opinión.

A la mañana siguiente, Richardson intentó mantenerse apartado de la vista de todos y se quedó en el laboratorio neurológico instalado en el sótano de la biblioteca. Le habían concedido acceso a un juego de ajedrez on line que funcionaba en el ordenador del centro de investigación. La actividad lo fascinaba. Sus piezas negras y las blancas del ordenador eran pequeñas figuras de animación con cara, brazos y piernas. Cuando no se movían por el tablero, los alfiles leían sus breviarios mientras los reyes sujetaban sus caballos. Los aburridos peones pasaban el rato bostezando, rascándose y quedándose dormidos.

Cuando Richardson se hubo acostumbrado a que las figuras estuvieran dotadas de vida, pasó a lo que llamaban «segundo nivel interactivo». Allí, las piezas de los distintos bandos se insultaban mutuamente o le hacían sugerencias. Si hacía un movimiento equivocado, la pieza en cuestión discutía la estrategia y después se movía a regañadientes hasta su recuadro. En el «tercer nivel interactivo», Richardson no tenía sino que observar: las figuras se movían por su cuenta, y las más importantes mataban a las de menor rango golpeándolas con mazos o atravesándolas con espadas.

– Qué, doctor, trabajando duro, ¿no?

Richardson levantó la vista, miró tras él y vio a Nathan Boone de pie en la puerta.

– Jugando una partida.

– Bien. -Boone se acercó a la mesa-. Todos necesitamos desafíos que nos estimulen. Así mantenemos despiertas nuestras mentes.

Boone tomó asiento al otro lado de la mesa. Cualquiera que se hubiera asomado habría dicho que se trataba de colegas charlando de algún asunto científico.

– Bueno, ¿cómo está, doctor? Hace tiempo que no charlamos.

El neurólogo miró la pantalla del ordenador. Las pequeñas figuras hablaban unas con otras, esperando para atacar. Se preguntó si se creerían reales; quizá rezaran, soñaran y disfrutaran con sus insignificantes victorias sin darse cuenta de quién las controlaba.

– Yo… Me gustaría volver a casa.

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