Michael se paseó como si fuera el bibliotecario.
– Bonito, ¿verdad?
– ¿Y nadie viene por aquí?
– Claro que no. ¿Para qué?
– Para leer.
– No hay la menor posibilidad de hacerlo. -Michael cogió un grueso volumen con tapas de cuero y lo lanzó a su hermano-. Mira por ti mismo.
Gabriel abrió el libro y no vio más que páginas en blanco. Lo dejó en la mesa y cogió otro de los estantes. Más páginas en blanco. Michael rió.
– Miré la Biblia y la enciclopedia. Todo en blanco. En este sitio no se puede beber, comer ni leer. Apuesto a que tampoco se puede follar ni dormir. Si esto es un sueño, no es más que una pesadilla.
– No se trata de ningún sueño. Los dos estamos aquí.
– Eso es cierto. Somos Viajeros. -Michael asintió y apoyó la mano en el brazo de su hermano-. Me tenías preocupado, Gabe. Me alegro de que estés bien.
– Nuestro padre vive.
– ¿Cómo sabes eso?
– Estuve en un lugar llamado New Harmony, en el sur de Arizona. Hace ocho años, nuestro padre conoció un grupo de gente y la inspiró para que pusieran en marcha una comunidad al margen de la Red. Nuestro padre podría estar en nuestro mundo, en éste, en cualquiera.
Michael paseó entre las mesas de lectura. Recogió un libro, como si el ejemplar fuera a brindarle una respuesta, y después lo arrojó a un lado.
– De acuerdo -dijo-. Papá vive. Es un hecho interesante, pero irrelevante en definitiva. Tenemos que concentrarnos en nuestro problema de este momento.
– ¿Y cuál es?
– En estos momentos, mi cuerpo yace en la camilla de un centro de investigación cercano a Nueva York. ¿Dónde estás tú, Gabe?
– En un campamento abandonado en las montañas de Malibú.
– ¿Rodeado de guardias?
– Claro que no.
– Cuando vuelva al mundo normal les diré dónde estás.
– ¿Te has vuelto loco? -Gabriel dio un paso hacia su hermano-. Fuiste capturado por la Tabula. Es la misma gente que asaltó nuestra casa y la quemó.
– Lo sé todo, Gabe. Un hombre llamado Kennard Nash me lo contó. Pero eso es cosa del pasado. En estos momentos necesitan un Viajero. Están en contacto con una civilización más avanzada.
– ¿Qué diferencia hay? Lo que quieren es destruir cualquier tipo de libertad individual.
– Ése es el plan para la gente corriente, pero no para nosotros. Es algo que no tiene vuelta de hoja. Va a ocurrir. No puedes impedirlo. La Hermandad ya está montando el sistema.
– Nuestros padres no veían el mundo de este modo.
– ¿Y de qué demonios nos sirvió? No tuvimos un céntimo. No tuvimos amigos. Ni siquiera pudimos utilizar nuestros nombres verdaderos y nos pasamos la vida huyendo. No puedes evitar la Red; por lo tanto, ¿por qué no unirse a la gente que tiene el control?
– La Tabula te ha lavado el cerebro…
– No, Gabe. Al contrario. Yo soy el único de la familia que siempre ha visto las cosas con claridad.
– Esta vez no.
Michael llevó la mano a la empuñadura de su espada de oro. Los dos viajeros se miraron fijamente a los ojos.
– De pequeño, siempre te protegí -dijo Michael-. Supongo que tendré que hacerlo de nuevo.
Dio media vuelta y salió corriendo de la estancia mientras Gabriel permanecía entre las mesas.
– ¡Vuelve! -gritó-. ¡Michael!
Esperó unos segundos y salió al pasillo. Vacío. Allí no había nadie. La puerta chirrió levemente al cerrarse a su espalda.
Michael se sentó a la mesa de operaciones, en el centro de El Sepulcro. El doctor Richardson y el anestesista dieron un paso atrás y lo contemplaron mientras la señorita Yang le retiraba los sensores del cuerpo. Cuando la enfermera hubo acabado, cogió un forro polar de la bandeja y se lo ofreció. Michael lo tomó y se lo pasó lentamente por la cabeza. Se sentía agotado y aterido de frío.
– Quizá debería contarnos lo que ha ocurrido. -El tono del neurólogo era de preocupación.
– ¿Dónde está el general Nash?
– Lo hemos llamado inmediatamente -contestó el doctor Lau-. Estaba en el edificio de administración.
Michael recogió la espada en su vaina, que descansaba a su lado sobre la mesa. Había viajado con él a través de las barreras igual que un espíritu guardián. La reluciente hoja y la dorada empuñadura habían permanecido exactamente igual en el Segundo Dominio.
La puerta se abrió, y un delgado haz de luz apareció en el oscuro suelo. Michael dejó la espada en su sitio mientras Kennard Nash cruzaba la estancia apresuradamente.
– ¿Va todo bien, Michael? Me han dicho que deseaba verme.
– Líbrese de toda esta gente.
Nash hizo un gesto de asentimiento, y Richardson, Lau y la señorita Yang se retiraron por la puerta del laboratorio bajo la zona norte de la galería. Los técnicos del ordenador seguían observando a través de los cristales.
– ¡Ya basta! -exclamó Nash-. Y por favor, desconecten los micrófonos. Muchas gracias.
Los técnicos reaccionaron como escolares descubiertos fisgoneando en el despacho de un profesor. Se retiraron inmediatamente de las ventanas y volvieron a las pantallas de sus ordenadores.
– Bueno, ¿adónde ha ido esta vez, Michael? ¿A un nuevo dominio?
– Le explicaré eso más tarde. Hay un asunto más importante: me acabo de encontrar con mi hermano.
El general Nash se acercó a la mesa.
– ¡Eso es fantástico! ¿Pudo hablar con él?
Michael cambió de posición, de manera que quedó sentado al borde de la mesa de operaciones. Cuando él y Gabriel eran pequeños y viajaban de un lado para otro por todo el país, Michael había pasado horas contemplando el paisaje por la ventanilla. A veces se concentraba en un objeto concreto de la carretera y mantenía esa visión en su mente durante varios segundos hasta que se desvanecía. En aquel instante se dio cuenta de que la misma sensación había vuelto a él, pero con mayor fuerza. Las imágenes permanecían en su cerebro, y él podía analizarlas hasta en sus mínimos detalles.
– Cuando éramos pequeños, Gabriel nunca miraba más allá de sus narices ni hacía planes de ningún tipo. Siempre era yo quien pensaba lo que había que hacer.
– Claro que sí, Michael -contestó Nash en tono conciliador-. Lo entiendo. Usted era el hermano mayor.
– A Gabe se le ocurren todo tipo de ideas disparatadas. A mí me toca ser objetivo y tomar las decisiones más convenientes.
– Estoy seguro de que los Arlequines han contado a su hermano todas sus demenciales leyendas. No puede tener una visión más amplia, como usted.
Michael tenía la sensación de que el tiempo se ralentizaba. Podía captar sin esfuerzo las fracciones de segundo en que el rostro de Nash cambiaba de expresión. Normalmente, todo transcurría deprisa en una conversación: una persona hablaba, y la otra aguardaba para responder; había ruido, movimiento, confusión, y todos esos factores ayudaban a que la gente ocultara sus verdaderas emociones. En ese momento, lo veía todo claro.
Recordó el modo en que su padre solía comportarse con desconocidos, observándolos atentamente mientras éstos hablaban.
«Lo hacías así -se dijo Michael-. No les leías el pensamiento. Sólo leías sus rostros.»
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Nash.
– Después de haber hablado con él, dejé a mi hermano y encontré el camino de vuelta. Gabriel sigue en el Segundo Dominio, pero su cuerpo yace en un campamento abandonado de las montañas de Malibú, al noroeste de Los Ángeles.
– ¡Qué estupenda noticia! Enviaré inmediatamente un equipo hacia allí.
– Eso no quiere decir que tengan que hacerle daño. Simplemente sujétenlo.
Nash bajó la mirada como si se dispusiera a ocultar la verdad. Su cabeza se movió ligeramente y las comisuras de la boca se encogieron, como si intentara contener la risa. El Viajero parpadeó, y el mundo recobró su ritmo habitual. El tiempo siguió transcurriendo, cada momento sucediendo al anterior hacia el futuro igual que una serie de fichas de dominó.
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