John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Al final de la manzana había una tienda de comestibles. No se trataba de un establecimiento moderno ni espacioso, con amplios pasillos y neveras; sin embargo, todo parecía limpio y ordenado. Los clientes, llevando cestos de alambre rojo, paseaban entre las filas de mercaderías. Tras el mostrador de caja había una joven con un delantal blanco.

La chica miró atentamente a Gabriel cuando entró, y él se dirigió hasta el fondo para evitar su curiosidad. Los estantes contenían tarros y cajas que carecían de toda palabra impresa; en su lugar, mostraban coloristas ilustraciones de los productos que contenían. Unos niños y sus padres sonreían alegremente en un dibujo mientras consumían cereales o sopa de tomate.

Gabriel cogió una caja de galletas saladas. Apenas pesaba. Cogió otra, la abrió y descubrió que estaba vacía. Comprobó más cajas y algunos botes y llegó al pasillo siguiente, donde encontró a un hombrecillo arrodillado en el suelo que ordenaba la mercancía. Su almidonado delantal y su roja pajarita le conferían un aspecto pulcro y organizado. El hombre trabajaba con gran precisión, asegurándose de que todas las cajas quedaran con la ilustración a la vista.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Gabriel-. Todo está vacío.

El hombrecillo se levantó y lo miró fijamente.

– Usted debe de ser nuevo por aquí.

– ¿Cómo puede vender envases vacíos?

– Porque quieren lo que hay dentro. Todos lo queremos.

Fue como si el hombre se sintiera atraído por el calor corporal de Gabriel; ansioso, dio un paso adelante, pero él lo apartó. Intentando no dejarse llevar por el pánico, salió de la tienda y volvió a la plaza. El corazón le latía apresuradamente, y un gélido escalofrío de miedo lo recorrió de pies a cabeza. Sophia Briggs le había hablado de aquel lugar. Se encontraba en el Segundo Dominio de los fantasmas hambrientos. Aquellos seres no eran más que espíritus extraviados, fragmentos de Luz que buscaban constantemente algo con que llenar su angustioso vacío. A menos que consiguiera hallar el modo de salir, se quedaría allí para siempre.

Corrió calle abajo y se sorprendió al ver una carnicería. Costillares de cordero, lomos de cerdo y chuletas de buey descansaban en bandejas metálicas en un resplandeciente escaparate. Tras el mostrador se veía a un recio carnicero de rubios cabellos y a su ayudante, un joven de unos veinte años. Un niño de unos nueve años con un delantal de hombre fregaba cuidadosamente el suelo de baldosas blancas. La comida era real. Los dos hombres y el niño parecían saludables. Gabriel puso la mano en el picaporte, vaciló y se decidió a entrar.

– Usted parece nuevo -dijo el carnicero con una sonrisa-. Conozco a casi todo el mundo de aquí y a usted no lo había visto antes.

– ¿Tiene algo para comer? ¿Qué hay de esos jamones? -preguntó Gabriel señalando tres jamones ahumados que colgaban de unos ganchos encima del mostrador.

El carnicero pareció hallar la pregunta divertida, y su ayudante contuvo la risa. Sin pedir permiso, Gabriel extendió el brazo y tocó uno de los jamones. Lo notó raro. Algo no funcionaba. Lo descolgó del gancho, lo dejó caer y vio cómo el objeto de cerámica se hacía añicos contra el suelo. Todo lo que había en la tienda era falso.

Oyó un fuerte clic y se dio la vuelta. El niño había echado el cerrojo. Volviéndose de nuevo, Gabriel vio que el carnicero y su ayudante salían de detrás del mostrador. El ayudante desenvainó un cuchillo de veinte centímetros de la funda de cuero que llevaba al cinto, y el carnicero blandió el suyo. Gabriel sacó la espada, dio un paso atrás y se situó cerca de la pared. El niño dejó la fregona a un lado y sacó un cuchillo largo y estrecho, como los que se utilizan para filetear.

Sonriendo, el asistente echó el brazo hacia atrás y lanzó su cuchillo. Gabriel hizo una finta, y la hoja se clavó en la pared de madera. El carnicero se le echó encima en ese instante, blandiendo y haciendo girar el grueso cuchillo. Gabriel fingió lanzarle un golpe a la cabeza con su espada, pero en el último momento se agachó y asestó un tajo al brazo del carnicero. El fantasma sonrió y mostró la herida: carne, músculos y hueso, pero nada de sangre.

Gabriel atacó. El carnicero levantó su machete y paró el golpe. Los aceros chirriaron como fieras atrapadas. Gabriel saltó a un lado, se situó tras el carnicero y, agachado, le asestó un golpe cortando la pierna del fantasma por debajo de la rodilla. El carnicero cayó hacia delante y se golpeó contra las baldosas. Yacía sobre su estómago, gruñendo y moviendo los brazos como si estuviera nadando fuera del agua.

El ayudante corrió cuchillo en mano, y Gabriel se aprestó a defenderse. Sin embargo, el individuo se arrodilló al lado del carnicero y le clavó la hoja en la espalda, ahondando en el corte y sajando los músculos hasta la cadera. El niño se acercó rápidamente y se unió a la carnicería, cortando pedazos de carne seca y llevándoselos a la boca.

Gabriel abrió el cerrojo y salió corriendo. Cruzó la calle hasta el pequeño parque en el centro de la plaza y vio que la gente salía de los edificios. Reconoció a la mujer del piano y al dependiente de la pajarita. Los fantasmas sabían que se encontraba en su ciudad y lo estaban buscando con la esperanza de que él pudiera saciarles el apetito.

Gabriel permaneció al lado del quiosco de música, solo. ¿Debía huir de ellos? ¿Existía alguna salida por donde escapar? Oyó un motor. Se volvió y divisó unos faros que se acercaban por una calle lateral. Cuando el vehículo se aproximó, Gabriel vio que se trataba de un viejo taxi con una luz amarilla en el techo. Alguien tocaba la bocina insistentemente. Al detenerse al lado de la acera, el conductor bajó la ventanilla y sonrió. Era Michael.

– ¡Vamos! -gritó.

Gabriel subió a toda prisa, y su hermano dio la vuelta a la plaza, dando bocinazos y sorteando los fantasmas. Giró por una calle y aceleró.

– Me encontraba en la azotea de ese edificio cuando miré hacia abajo y te vi en la plaza.

– ¿Cómo conseguiste el taxi?

– Corría por la calle cuando apareció el taxista. Era un viejo arrugado que no dejaba de preguntarme si yo era nuevo, signifique lo que signifique eso; de modo que lo saqué de un tirón, le di un puñetazo y me largué con el coche. -Michael soltó una carcajada-. No sé dónde estamos, pero dudo que nos arresten por robar coches.

– Estamos en el Segundo Dominio de los fantasmas hambrientos.

– Eso parece. Entré en un restaurante y había cuatro tipos sentados en los reservados, pero no se veía comida por ninguna parte, únicamente platos vacíos. -Michael giró el volante y metió el taxi en un callejón-. Deprisa -dijo-. Hemos de entrar en ese edificio antes de que nos vean.

Los dos hermanos se apearon del coche. Michael llevaba una espada con incrustaciones de oro en la empuñadura.

– ¿De dónde has sacado eso? -preguntó Gabriel.

– De unos amigos.

– Es un talismán.

– Lo sé. Es bueno tener un arma en un lugar como éste.

Los hermanos Corrigan salieron del callejón y corrieron por la acera hasta un edificio de tres plantas con la fachada de granito. La amplia puerta principal estaba hecha de un metal oscuro y estaba dividida en cuarterones donde se veían bajorrelieves que representaban frutas, cereales y otros tipos de alimentos. Michael tiró de ella y ambos entraron. Se hallaron ante un largo pasillo con un suelo de damero blanco y negro y lámparas que colgaban de cadenas de latón. Michael fue a paso vivo hasta una puerta donde se leía «Biblioteca».

– Ya hemos llegado. Es el lugar más seguro de toda la ciudad.

Gabriel siguió a su hermano hasta una gran sala de dos plantas con vidrieras en un extremo. Todas las paredes estaban cubiertas de estanterías de roble llenas de libros. Había escaleras que corrían por raíles a lo largo de los estantes y una pasarela elevada que daba acceso a otra serie de estantes. En medio de la sala había sillones de cuero verde y mesas de lectura. Lámparas con pantallas de cristal azul iluminaban las mesas. A Michael, aquel lugar le sugería historia y tradición. Seguramente allí podría encontrar cualquier muestra de sabiduría.

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