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John Hawks: El viajero

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John Hawks El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad. Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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John Twelve Hawks El viajero Título de la edición original The Traveler - фото 1

John Twelve Hawks

El viajero

Título de la edición original: The Traveler

Traducción del inglés: Fernando Garí Puig

Prólogo

El CABALLERO, LA MUERTE Y EL DIABLO

Maya cogió la mano de su padre cuando salieron a la luz desde el subterráneo. Thorn no la apartó ni le dijo que se concentrara en la posición del cuerpo; sonriendo, la condujo por la estrecha escalera hasta un largo e inclinado túnel de paredes de baldosas blancas. La dirección del metro había instalado barrotes de acero en un extremo, y esa barrera hacía que el vulgar pasadizo pareciera formar parte de una enorme prisión. De haber estado sola, Maya podría haberse sentido confinada e incómoda, pero no había nada de que preocuparse porque su padre la acompañaba.

«Es el día perfecto», se dijo. Lo cierto era que seguramente se trataba casi del día perfecto. Todavía se acordaba de hacía dos años, cuando su padre se había perdido su cumpleaños y la Nochebuena para aparecer el día después de Navidad en un taxi cargado de regalos para ella y su madre. Aquella mañana resultó luminosa y estuvo llena de sorpresas; sin embargo, ese sábado parecía prometer una felicidad más duradera. En lugar del habitual trayecto hasta el vacío almacén cercano a Canary Wharf, donde su padre le había enseñado a golpear con pies y puños y a manejar todo tipo de armas, habían ido al zoo de Londres, donde él le había contado múltiples anécdotas de los distintos animales. Su padre había viajado por todo el mundo y podía describir Paraguay o Egipto igual que si fuera un guía turístico.

La gente los había mirado mientras paseaban ante las jaulas. En su mayoría, los Arlequines intentaban pasar desapercibidos entre la multitud, pero su padre destacaba entre los ciudadanos corrientes. Era alemán y tenía una prominente nariz, el cabello largo hasta los hombros y ojos azules. Thorn vestía de oscuro y llevaba un brazalete kara de acero que parecía un grillete abierto.

Maya había encontrado un viejo libro de historia del arte en un armario del apartamento que tenían alquilado en East London. En las primeras páginas había una foto de un grabado de Alberto Durero llamado El caballero, la muerte y el diablo . A pesar de que le provocó una extraña sensación, le gustaba contemplarlo. El caballero de la armadura era como su padre, valiente y tranquilo, cabalgando por las montañas mientras la muerte sostenía un reloj de arena y el diablo la seguía haciéndose pasar por escudero. Thorn también portaba espada, pero la suya iba escondida en un tubo de metal con una correa de cuero para llevarla al hombro.

A pesar de que se sentía orgullosa de Thorn, él también hacía que se sintiera incómoda y tímida. A veces, deseaba ser únicamente una chica como las demás, con un padre rollizo empleado en una oficina, un tipo sonriente que le comprara helados de cucurucho y le explicara chistes acerca de los canguros. El mundo que la rodeaba, con su moda multicolor, su música pop y sus espectáculos de la televisión, representaba una tentación permanente. Deseaba sumergirse en esa cálida corriente y dejarse arrastrar. Ser la hija de Thorn resultaba agotador, esquivando siempre la vigilancia de la Gran Máquina, a la búsqueda siempre de enemigos, siempre pendiente de la dirección del ataque.

Maya contaba doce años, pero no era lo bastante fuerte para manejar una espada Arlequín (a modo de sustituto, su padre había cogido un bastón del armario y se lo había entregado antes de salir aquella mañana del apartamento); tenía la misma piel blanca de Thorn y sus mismas acentuadas facciones, así como el negro cabello sij de su madre; sus ojos eran de un azul tan claro que a cierta distancia casi parecían translúcidos. Maya odiaba que bienintencionadas mujeres se acercaran a su madre y la felicitaran por lo guapa que era su hija. Dentro de unos pocos años sería lo bastante mayor para disfrazarse y presentar un aspecto lo más anodino posible.

Salieron del zoo y pasearon por Regent's Park. Estaban a finales de abril, y se veía a grupos de jóvenes jugando a la pelota en el embarrado césped mientras los padres empujaban los carritos de sus abrigados bebés. Toda la ciudad parecía haber salido a disfrutar del sol después de tres días de lluvia. Maya y su padre tomaron el metro de Piccadilly hasta la estación de Arsenal. Cuando salieron a la calle empezaba a oscurecer. En Finsbury Park había un restaurante indio donde su padre había reservado una mesa para cenar temprano. Maya oyó ruidos -el aullido de las bocinas y gritos en la distancia- y se preguntó si se trataba de alguna manifestación. Luego, su padre la hizo pasar por el torniquete y se encontraron con una batalla campal.

De pie en la acera contempló a una multitud de gente que marchaba por Highbury Hill Road. No había pancartas ni carteles de protesta, por lo que Maya comprendió que estaba viendo el final de un partido de fútbol. El estadio del Arsenal se encontraba al final de la calle, y un equipo cuyos colores eran el azul y el blanco -los del Chelsea- acababa de jugar allí. Los seguidores del Chelsea estaban saliendo por los accesos de los visitantes, en el lado oeste del estadio, y caminando por la estrecha calle flanqueada de casas pareadas. Normalmente se trataba de un corto trayecto hasta la entrada del metro, pero en esos momentos North London Street se había convertido en una zona acordonada. La policía protegía a los seguidores del Chelsea de los matones del Arsenal que intentaban agredirlos o provocar peleas.

Policías a los lados. Azul y blanco en medio. Rojos arrojando botellas e intentando romper el cordón de seguridad. La gente, sorprendida por la multitud, corría entre los coches aparcados tirando al suelo los cubos de basura. A lo largo del bordillo crecía un seto de floridas buganvillas, y sus rosados capullos se estremecían cada vez que alguien era arrojado contra un árbol. Los pétalos flotaban en el aire y caían sobre la rugiente masa.

La multitud principal se acercaba a la estación de metro, a un centenar de metros de distancia. Thorn podría haberse dirigido hacia la izquierda por Gillespie Road, pero permaneció en la acera y estudió a la gente que los rodeaba. Sonrió levemente, confiado en su propio poder y divertido por la inútil violencia de aquellos energúmenos. Además de la espada, llevaba como mínimo un cuchillo y una pistola que había conseguido a través de sus contactos en Estados Unidos. Si lo hubiera deseado, habría podido matar a un buen número de los allí presentes, pero se trataba de un enfrentamiento público, y la policía estaba por toda la zona. Maya observó a su padre. «Deberíamos escapar -se dijo-. Esa gente está completamente loca.» Pero Thorn fulminó a su hija con la mirada como si hubiera percibido su miedo. Maya guardó silencio.

Todo el mundo gritaba; las voces se unían hasta producir un furioso clamor. Maya oyó un agudo silbido, el aullido de una sirena de policía. Una botella de cerveza surcó el aire y estalló hecha añicos a pocos metros de donde se encontraban. De repente, una cuña de camisetas y bufandas rojas rompió el cordón policial, y Maya vio un grupo de hombres lanzando patadas y puñetazos. La sangre corría por el rostro de un policía, pero éste levantó su escudo y repelió la agresión.

Maya apretó la mano de su padre.

– Vienen hacia nosotros -le dijo-. Hemos de apartarnos de su camino.

Thorn dio media vuelta y empujó a su hija hacia la entrada de la estación, como si pretendiera refugiarse dentro. En esos momentos, las fuerzas del orden hacían avanzar a los seguidores del Chelsea como a un rebaño de ganado, y Maya se vio rodeada de hombres vestidos de azul. Atrapados por la multitud, ella y su padre se vieron empujados más allá de la taquilla, donde un empleado de avanzada edad se refugiaba tras el grueso cristal.

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