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John Hawks: El viajero

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John Hawks El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad. Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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2

Nathan Boone estaba sentado en el segundo piso del almacén que había al otro lado de la calle, delante de la tienda de lencería. Observando a través del visor nocturno vio cómo Maya salía de casa de Thorn y echaba a andar por la acera. Boone ya había fotografiado a la hija de Thorn cuando ésta llegó a la terminal del aeropuerto, pero disfrutaba contemplándola de nuevo. La mayor parte de su trabajo en los últimos días había consistido en examinar una pantalla de ordenador para comprobar llamadas telefónicas y facturas de tarjetas de crédito, leer informes médicos y expedientes de la policía de una docena de países distintos. Ver a una verdadera Arlequín lo ayudó a conectarse con la realidad de lo que estaba haciendo. El enemigo todavía existía -al menos unos pocos de ellos-, y su responsabilidad consistía en eliminarlo.

Dos años antes, tras el tiroteo de Pakistán, había localizado a Maya viviendo en Londres. Su comportamiento en público indicaba que había rechazado la violencia de los Arlequines y decidido llevar una vida normal. La Hermandad había considerado la posibilidad de ejecutar a Maya, pero él les había enviado un extenso correo electrónico recomendando lo contrario. Sabía que ella podría conducirlo hasta Thorn, Linden o Madre Bendita. Aquellos tres Arlequines seguían siendo peligrosos. Se hacía necesario localizarlos y destruirlos.

En Londres, Maya habría detectado a cualquiera que la hubiera seguido, de manera que Boone envió un equipo técnico a su apartamento para que instalaran cuentas localizadoras en todos los artículos de su equipaje. Cuando ella los trasladó, el satélite GPS alertó a los ordenadores de la Hermandad. Fue una suerte para él que Maya viajara a Praga por métodos convencionales. A veces, los Arlequines simplemente se desvanecían en un país y reaparecían a miles de kilómetros de distancia con una nueva identidad.

Boone oyó la voz de Loutka en su auricular.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó Loutka-. ¿La seguimos?

– Ésa es tarea de Halver. Él se ocupará. Nuestro objetivo principal es Thorn. Nos haremos cargo de Maya más tarde, esta misma noche.

Loutka y los tres técnicos se encontraban sentados en la parte trasera de una furgoneta de reparto aparcada en la esquina. Loutka era teniente de la policía checa y se suponía que respondía ante las autoridades locales. Los técnicos estaban allí para hacer su trabajo y marcharse a casa.

Boone había contratado con ayuda de Loutka los servicios de dos asesinos profesionales en Praga. Ambos mercenarios estaban sentados en el suelo, tras él, esperando órdenes. El magiar era un tipo corpulento que no sabía inglés. Su amigo serbio, un antiguo soldado, hablaba cuatro idiomas y parecía inteligente. Sin embargo, Boone no se fiaba de él: era la clase de individuo que podía salir huyendo si las cosas se torcían.

En el almacén hacía frío y Boone llevaba una parka y un gorro de lana. Su corte de pelo al estilo militar y sus gafas de montura de acero le conferían un aspecto disciplinado y en forma; parecía un ingeniero químico que los fines de semana se dedica a correr maratones.

– Pongámonos en marcha -dijo Loutka.

– No.

– Maya está volviendo a pie al hotel. No creo que Thorn reciba más visitas esta noche.

– Tú no entiendes a esta gente. Yo sí. Hacen a propósito cosas impredecibles. Thorn puede decidir que abandona la casa. Maya puede volver. Esperemos cinco minutos a ver qué pasa.

Boone bajó el visor nocturno y siguió observando la calle. Durante los seis últimos años había trabajado para la Hermandad, un pequeño grupo de gente de distintos países unido por una especial visión del futuro. La Hermandad -conocida como la Tabula por sus enemigos- estaba consagrada a la destrucción tanto de los Arlequines como de los Viajeros.

Boone era el contacto entre la Hermandad y sus mercenarios. Le resultaba fácil tratar con tipos como el serbio o el teniente Loutka. Un mercenario siempre buscaba dinero o algún tipo de favor. Primero, uno negociaba el precio; luego, decidía si pagaba o no.

A pesar de que Boone recibía una generosa remuneración de la Hermandad, nunca se había sentido mercenario. Dos años atrás le había sido permitido leer una colección de libros llamada El conocimiento que le proporcionó una visión más amplia de la filosofía y los objetivos de la Hermandad. El conocimiento le enseñó que formaba parte de una histórica batalla contra las fuerzas del desorden. La Hermandad y sus aliados se hallaban a punto de establecer una sociedad perfectamente controlada, pero el nuevo sistema no sobreviviría si a los Viajeros se les permitía salirse del mismo y regresar para poner en cuestión los principios. La paz y la prosperidad únicamente eran posibles si la gente dejaba de hacerse preguntas y aceptaba las respuestas adecuadas.

Los Viajeros introducían el caos en el mundo. Aun así, Boone no los odiaba. Un Viajero nacía con el poder de ir más allá. No había nada que pudieran hacer con esa extraña herencia. Los Arlequines eran diferentes. Aunque había familias Arlequines, cada hombre o mujer elegía personalmente proteger a los Viajeros. Su deliberada imprevisibilidad contradecía las normas que regían la vida de Boone.

Unos años antes, Boone había viajado a Hong Kong para matar a un Arlequín llamado Dragón de Bronce. Al registrar el cuerpo del hombre, había encontrado las armas y los pasaportes falsos de costumbre junto con un aparato llamado Generador de Números Aleatorios. El GNA era un ordenador en miniatura que producía números al azar cada vez que se apretaba un botón. A veces, los Arlequines utilizaban los GNA para tomar decisiones. Un número impar podía significar «sí»; y uno par, «no». Bastaba apretar un botón, y el GNA decía qué puerta había que abrir.

Boone recordaba haberse quedado en la habitación de su hotel examinando el aparato. ¿Cómo podía vivir alguien de ese modo? En lo que a él se refería, cualquiera que utilizara cifras aleatorias para orientar su vida merecía ser localizado y exterminado. El orden y la disciplina eran los valores que evitaban que la civilización occidental se desmoronara. Uno no tenía más que observar los márgenes de la sociedad para darse cuenta de lo que sucedería si la gente permitía que unas simples elecciones al azar determinaran su vida.

Ya habían transcurrido diez minutos. Apretó un botón de su reloj, y el mecanismo le mostró el pulso y la temperatura de su cuerpo. Aquélla era una situación estresante, y a Boone le complació saber que su pulso sólo se había acelerado seis décimas por encima de lo normal. Conocía sus pulsaciones en reposo y durante el ejercicio, así como el porcentaje de grasa de su cuerpo y su consumo diario de calorías.

Ardió una cerilla y, unos segundos después, Boone olió el humo del tabaco. Al darse la vuelta vio que el serbio daba caladas a un cigarrillo.

– Apaga eso.

– ¿Por qué?

– Porque no me gusta respirar aire contaminado.

El serbio sonrió.

– No estás respirando nada, amigo. Se trata de mi cigarrillo.

Boone se puso en pie y se alejó de la ventana. Su rostro se mantuvo inexpresivo mientras evaluaba la oposición. ¿Era peligroso ese hombre? ¿Necesitaba ser intimidado por el bien de la operación? ¿Con cuánta rapidez reaccionaría?

Boone deslizó la mano en uno de los bolsillos superiores de su parka, palpó la cuchilla de afeitar y la agarró con fuerza con el índice y el pulgar.

– Apaga ese cigarrillo de inmediato.

– Cuando haya acabado.

Boone se inclinó hacia delante y cortó la punta del cigarrillo de un solo tajo. Antes de que el serbio pudiera reaccionar, Boone lo agarró por el cuello y situó su cuchilla de afeitar a escasos milímetros del ojo derecho del hombre.

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