Un hombre yacía de costado cerca de la cama. Tenía el rostro vuelto de espaldas a ella, pero Maya reconoció las ropas de su padre y sus largos cabellos. El humo la rodeó mientras se arrodillaba y se arrastraba hacia él a cuatro patas, igual que un niño. Tosía. Lloraba.
– ¡Padre! -gritaba una y otra vez-. ¡Padre!
Y entonces le vio la cara.
Gabriel Corrigan y su hermano mayor, Michael, habían crecido en la carretera y se consideraban expertos en paradas de camiones, cabañas para turistas y museos a pie de ruta donde se exhibían huesos de dinosaurios. Durante sus largas horas viajando, su madre solía sentarse entre los dos en el asiento de atrás, les leía libros y les contaba historias. Uno de sus cuentos favoritos trataba de Eduardo IV y su hermano, el duque de York, los dos jóvenes príncipes encerrados en la Torre de Londres por orden de Ricardo III. Según su madre, los príncipes iban a ser estrangulados por uno de los verdugos de Ricardo, pero consiguieron descubrir un pasadizo secreto y cruzar a nado el foso para alcanzar la libertad; disfrazados con harapos y con la ayuda de Merlín y Robin Hood, los dos hermanos vivieron toda una serie de aventuras en la Inglaterra del siglo XV.
De pequeños, en los parques públicos y en las zonas de descanso de las autopistas, los hermanos Corrigan habían jugado a ser aquellos príncipes perdidos; pero, en ese momento, cuando ya eran adultos, Michael tenía una visión algo distinta del juego.
– Lo miré en un libro de historia -dijo-. Ricardo III se salió con la suya. Los dos príncipes fueron asesinados.
– ¿Y qué diferencia supone eso? -preguntó Gabriel.
– Que nos mintió, Gabe. No fue más que otra invención. Mamá nos contó todas esas historias mientras crecíamos, pero nunca nos explicó la verdad.
Gabriel aceptó enseguida la opinión de Michael: siempre resultaba mucho mejor conocer la verdad de los hechos. Aun así, a veces todavía se entretenía con una de las narraciones de su madre.
El domingo salió de Los Ángeles antes del amanecer con su motocicleta y condujo en la oscuridad hasta la ciudad de Hemet. Cuando puso gasolina en una estación de servicio y desayunó en la pequeña cafetería se sintió igual que un príncipe perdido, solo y sin que nadie lo reconociera. Al regresar a la carretera, el sol surgió en el horizonte como una brillante bola naranja, se deshizo de la gravedad y flotó, elevándose en el cielo.
El aeródromo de Hemet consistía en una única pista asfaltada llena de malas hierbas creciendo en las grietas, una zona de estacionamiento para los aviones y una polvorienta colección de remolques y edificios provisionales. La oficina de HALO [1]se hallaba en un remolque doble cerca del extremo sur de la pista. Gabriel aparcó su moto cerca de la entrada y se desabrochó el arnés que le sujetaba el equipo.
Los saltos a gran altura eran caros, y Gabriel había dicho a Nick Clark, el instructor de HALO, que estaba ahorrando para poder saltar una vez al mes. Sin embargo, desde la última vez únicamente habían pasado doce días, y volvía a estar allí. Cuando Gabriel entró, Nick le sonrió igual que un recepcionista dando la bienvenida a uno de sus clientes habituales.
– ¿No has podido aguantar?
– He ganado un dinero y no sabía en qué gastarlo.
Entregó a Nick un fajo de billetes y se encaminó al vestidor para ponerse la ropa interior térmica y el mono de salto. Cuando salió, acababa de llegar un grupo de cinco coreanos. Todos vestían los mismos uniformes verdes y blancos, llevaban equipos caros y tarjetas plastificadas con frases útiles en inglés. Nick anunció que Gabriel saltaría con ellos, y los coreanos se acercaron para estrechar la mano del norteamericano y hacerle una foto.
– ¿Cuántos saltos HALO has hecho? -le preguntó uno de ellos.
– No llevo un registro -contestó Gabriel.
La respuesta fue traducida, y todos parecieron sorprenderse.
– Lleva un registro y sabrás el número -le dijo el más mayor.
Nick pidió a los coreanos que se prepararan, y el grupo empezó con una larga lista de comprobaciones.
– Estos tipos se dedican a hacer saltos a gran altitud por los siete continentes -susurró Nick-. Ya puedes apostar qué fortuna les cuesta. Cuando saltan en la Antártida llevan unos trajes especiales que son como los de salir al espacio.
A Gabriel los coreanos le cayeron bien -se tomaban en serio lo de saltar-, pero prefería estar solo mientras revisaba su equipo. Los preparativos en sí mismos eran un placer, casi una forma de meditación. Se puso un mono de salto encima de la ropa, examinó sus guantes térmicos, el casco y las gafas flexibles; a continuación inspeccionó el paracaídas principal y el de reserva, las correas y el tirador de apertura. Todos esos elementos parecían de lo más normal en tierra, pero se transformarían cuando saltara al vacío.
Los coreanos hicieron unas cuantas fotos más, y todos se apretujaron en el avión. Los hombres se sentaron uno al lado del otro, en fila de dos, y conectaron sus máscaras de oxígeno. Nick habló con el piloto, y el avión despegó e inició su lento ascenso hasta diez mil metros. Las mascarillas de oxígeno dificultaban el habla y Gabriel se alegró de que así se acabara la conversación. Cerró los ojos y se concentró en respirar mientras el oxígeno silbaba suavemente en la máscara.
Odiaba la gravedad y las exigencias que ésta imponía a su cuerpo. El movimiento de sus pulmones y el latido de su corazón se le antojaban como las respuestas mecánicas de una torpe maquinaria. En una ocasión intentó explicárselo a Michael, pero tuvo la impresión de que hablaban idiomas distintos.
«Nadie ha pedido nacer -le había dicho Michael-, pero aquí estamos de todas maneras. Sólo hay una pregunta a la que debamos responder: "¿Estamos en la cima de la montaña o en la falda?".
»-Quizá la montaña no sea lo importante.
»Michael había parecido encontrarle cierta gracia.
»-Los dos llegaremos a la cima -contestó-. Allí es adonde voy, y tengo la intención de llevarte conmigo.»
Pasados los ocho mil metros, empezaron a aparecer en el interior del avión cristales de hielo. Gabriel abrió los ojos cuando Nick pasó a su lado por el estrecho pasillo hacia la cola del avión y abrió la puerta unos centímetros. Un viento helado se abrió paso en la cabina. Gabriel empezó a sentir la excitación. Ahí estaba. Había llegado el momento del salto.
Nick miró hacia abajo, buscando la zona de aterrizaje mientras hablaba con el piloto por el intercomunicador. Por fin hizo un gesto para que todos se prepararan y los hombres se colocaron las gafas y comprobaron sus arneses. Transcurrieron un par de minutos. Todos llevaban una botella de oxígeno atada a la pierna izquierda. Gabriel tiró del regulador de su botella, y la máscara hizo un ligero «pop». A continuación se desconectó del suministro del avión. Estaba listo.
Habían llegado a la misma altura que el Everest y hacía mucho frío. Cabía la posibilidad de que los coreanos hubieran decidido detenerse en la puerta y hacer un salto llamativo, pero Nick los quería en la zona de seguridad antes de que se les agotara el oxígeno de las botellas. Uno a uno, los coreanos se pusieron en pie, se acercaron a la puerta arrastrando los pies y saltaron al vacío. Gabriel había ocupado el asiento más próximo al piloto para ser el último en saltar. Se movió despacio haciendo como que se ajustaba las correas del paracaídas para poder estar completamente solo en el descenso. Al llegar a la puerta perdió unos segundos más haciéndole a Nick un gesto afirmativo con el pulgar. Luego saltó del avión y cayó.
Gabriel desplazó el peso de su cuerpo y se puso boca arriba, de modo que lo único que vio fue el espacio sobre él. El cielo era de un color azul oscuro. Más oscuro de lo que se podía ver desde el suelo: un azul de medianoche con un lejano puntito de luz. Venus. La diosa del amor. Una zona de la mejilla en contacto con el aire empezó a dolerle, pero Gabriel hizo caso omiso del dolor y se concentró en el cielo, en la absoluta pureza del mundo que lo rodeaba.
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