John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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En tierra, dos minutos equivalen a una pausa para la publicidad en la televisión, a menos de medio kilómetro de arrastrarse en un atasco de la autopista, a un fragmento de cualquier canción de moda. Pero, cayendo en el aire, cada segundo se expande igual que una esponja arrojada al agua. Pasó por una capa de aire más cálido, pero después volvió al frío. Estaba lleno de pensamientos, pero no pensaba. Todas las dudas y componendas de su vida en la Tierra se habían desvanecido.

El altímetro de su muñeca empezó a sonar con fuerza. De nuevo desplazó el peso del cuerpo y se dio la vuelta. Miró hacia abajo, hacia el monótono paisaje marrón del sur de California y el perfil de lejanas montañas. A medida que se aproximaba a tierra distinguió zonas de casas, coches y la amarillenta neblina de contaminación que flotaba sobre la autopista. Gabriel habría deseado caer eternamente, pero una voz en su cerebro le ordenó tirar de la anilla de apertura.

Miró hacia el cielo, intentando recordar exactamente el aspecto que tenía; pero entonces el paracaídas floreció sobre su cabeza.

Gabriel vivía en una casa de la zona oeste de Los Ángeles que se hallaba a escasos metros de la autopista de San Diego. Por las noches, un blanco río de luces corría hacia el norte a través de Sepulveda Pass mientras un río paralelo de luces rojas se dirigía hacia el sur, a las ciudades de la playa y México. Después de que el casero de Gabriel, el señor Varosian, encontró a diecisiete adultos y cinco niños viviendo en su casa y pidió su deportación a El Salvador, puso un anuncio solicitando «un único inquilino, sin excepciones». Dio por sentado que Gabriel estaba involucrado en alguna actividad ilegal -un club de after hours o la venta de recambios robados-, pero no le importó porque tenía sus propias reglas: «Nada de pistolas. Nada de drogas. Nada de gatos».

A los oídos de Gabriel llegaba el constante rugido del tráfico de coches, camiones y autobuses que se dirigían al sur. Todas las mañanas solía caminar hasta la verja que rodeaba la parte de atrás de la propiedad para ver qué le había dejado la autopista. La gente no dejaba de tirar cosas por las ventanillas de sus coches: envoltorios de comida rápida, diarios, una muñeca Barbie con el pelo teñido, teléfonos móviles, un trozo de queso de cabra al que faltaba un bocado, condones usados, herramientas de jardinería y una urna de cremación llena de cenizas y dientes ennegrecidos.

El cobertizo independiente que servía de garaje estaba cubierto de pintadas y el césped lleno de malas hierbas. A pesar de todo, Gabriel nunca tocaba el exterior de la casa. Se trataba de un disfraz, igual que los harapos de los príncipes perdidos. El verano anterior había comprado una pegatina de una secta religiosa para el parachoques que ponía: «Estaremos condenados para siempre de no ser por la sangre de Nuestro Señor». Gabriel había recortado todo salvo «condenados para siempre» y pegado el rótulo en la puerta principal. Cuando los agentes inmobiliarios y los vendedores a domicilio empezaron a evitar la casa, tuvo la impresión de haber logrado una pequeña victoria.

El interior de la vivienda estaba limpio y resultaba agradable. Todas las mañanas, cuando el sol alcanzaba determinada altura, las habitaciones se llenaban con sus rayos. Su madre decía que las plantas limpiaban el aire y proporcionaban pensamientos positivos, de manera que Gabriel tenía una treintena de plantas por toda la casa, colgando del techo o en macetas por el suelo. Dormía en un futón en uno de los dormitorios y mantenía todas sus pertenencias en unas bolsas de viaje de lona. Su casco de kendo y su armadura se hallaban en un soporte especial al lado de la estantería donde estaba su espada shinai de bambú y la japonesa tradicional que había heredado de su padre. Si por la noche se despertaba y abría los ojos tenía la impresión de que allí había un guerrero samurái velando su sueño.

El segundo dormitorio estaba vacío salvo por varios cientos de libros apilados junto a la pared. En lugar de apuntarse a una biblioteca y buscar un libro concreto, Gabriel leía cualquier ejemplar que se cruzara en su camino. Varios de sus clientes solían regalarle los libros que ya habían leído, y él se llevaba los que encontraba tirados en las salas de espera o en la cuneta de la autopista. Los había de gran tirada y tapas blandas, informes técnicos sobre aleaciones y tres novelas de Dickens con manchas de humedad.

Gabriel no pertenecía a ningún club ni a partido político. Su principal creencia consistía en vivir fuera de la Red. En el diccionario, «Red» es un entramado de líneas verticales y horizontales que se usa para situar en el espacio cierto objeto o lugar. Si uno observa la civilización de cierto modo, se diría que cualquier empresa comercial o programa gubernamental forma parte de una inmensa Red. Las diferentes líneas y retículas podían localizar y definir la ubicación de uno, podían averiguarlo todo de uno.

La Red estaba formada por líneas rectas en una llanura. Sin embargo, aún resultaba posible tener vida secreta. Uno podía trabajar en la economía sumergida o moverse con la rapidez suficiente para que las líneas no llegaran nunca a localizar su posición. Gabriel no tenía cuenta bancaria ni tarjeta de crédito. Usaba su nombre verdadero, pero el apellido que figuraba en su permiso de conducir era falso. A pesar de que llevaba dos móviles, uno para asuntos personales y el otro por trabajo, ambos estaban registrados a nombre de la empresa inmobiliaria de su hermano.

La única conexión de Gabriel con la Red se hallaba en el escritorio de su sala de estar. Unos años antes, Michael le había regalado un ordenador que había conectado a internet a través de una línea ADSL. Navegar por la red permitía a Gabriel bajarse música trance de Alemania, hipnóticos bucles de sonido producidos por una serie de DJ pertenecientes a un misterioso grupo llamado Die Neunen Primitiven. La música lo ayudaba a dormir cuando regresaba a casa por las noches. Mientras cerraba los ojos oyó a una joven mujer cantar: Lotus eaters lost in New Babylon. Lonely Pilgrim, find your way home.

Prisionero de su sueño, cayó por la oscuridad atravesando nubes, nieve y lluvia. Dio contra el tejado de una casa, pasó a través de las tablas de cedro, la tela asfáltica, y las vigas de madera. Y en esos momentos volvía a ser un crío, de pie en el pasillo del segundo piso de la granja de Dakota del Sur. Y la casa estaba en llamas. La cama de sus padres, la cómoda y la mecedora de su habitación humeaban, se chamuscaban y ardían. «Sal -se dijo-. Encuentra a Michael. Ocúltate.» Pero el niño que era, la pequeña figura que caminaba por el pasillo, no parecía oír sus advertencias de adulto.

Algo estalló detrás de una pared y se produjo un sonido sordo y martilleante. Entonces, el fuego subió rugiendo por la escalera, enroscándose por la barandilla y el pasamanos. Aterrorizado, Gabriel se quedó en el pasillo mientras las llamas se arrojaban sobre él en una ola de ardiente dolor.

El móvil que descansaba al lado del futón empezó a sonar. Gabriel levantó la cabeza de la almohada. Eran las seis de la mañana, y la luz del sol se abría paso a través de un resquicio en las cortinas. «No hay ningún incendio -se dijo-. Sólo otro día.»

Cogió el teléfono y escuchó la voz de su hermano. La voz de Michael sonaba preocupada, pero eso era algo normal. Desde la infancia había desempeñado el papel de responsable hermano mayor. Cada vez que tenía noticia de un accidente de moto por la radio, Michael lo llamaba para comprobar que se encontraba bien.

– ¿Dónde estás? -preguntó Michael.

– En casa. En la cama.

– Ayer te telefoneé cinco veces. ¿Por qué no contestaste a mis llamadas?

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