Alrededor de las ocho abrió el vestidor y escogió un pantalón gris y un blazer azul marino. Mientras se hacía el nudo de la corbata de seda roja, caminó por el apartamento yendo de un televisor a otro. La noticia de la mañana eran los fuertes vientos de Santa Ana y el fuego. El incendio de Malibú amenazaba la casa de una estrella del baloncesto. En las montañas había otro incendio fuera de control, y las pantallas de televisión mostraban imágenes de gente metiendo en sus coches álbumes de fotos y ropa.
Tomó el ascensor para bajar hasta el aparcamiento y se metió en su Mercedes. En el momento en que salió de su apartamento se sintió igual que un soldado incorporándose a la batalla para ganar dinero. La única persona en la que podía confiar era Gabriel, pero estaba claro que su hermano menor nunca iba a conseguir un trabajo decente. Su madre estaba enferma, y Michael seguía pagando la quimioterapia. «No te quejes -se dijo-. Sigue luchando.»
Cuando hubiera ahorrado dinero suficiente, se compraría una isla en algún lugar del Pacífico. Ni él ni Gabriel tenían novia en esos momentos, y no sabía qué tipo de mujer sería la adecuada para un paraíso tropical. En su sueño, él y Gabriel montaban a caballo entre las olas de la orilla, y las dos esposas aparecían aún un tanto desenfocadas, de pie sobre unas rocas, vestidas de blanco. El mundo era cálido y soleado, y ellos estarían a salvo de verdad. Para siempre.
Cuando Gabriel llegó a la residencia, la vegetación de monte bajo seguía ardiendo en las montañas occidentales, y el cielo se veía de un color mostaza. Dejó la moto en el aparcamiento y entró. El establecimiento era un hotel de dos plantas reconvertido, con camas para dieciséis pacientes terminales. Una enfermera filipina llamada Ana se encontraba sentada tras el mostrador del vestíbulo.
– Me alegro de que hayas venido, Gabriel, tu madre pregunta por ti.
– Lamento no haber traído donuts esta noche.
– Adoro los donuts, pero ellos me adoran aún más a mí. -Ana se pellizcó el rollizo brazo-. Tienes que ir a ver a tu madre ahora mismo. Es muy importante.
Las empleadas de la residencia fregaban el suelo y cambiaban las sábanas constantemente. A pesar de todo, el edificio olía a orines y a flores muertas. Gabriel subió por la escalera hasta el segundo piso y caminó por el pasillo. Las lámparas fluorescentes del techo emitían un suave zumbido.
Su madre dormía cuando entró en la habitación. El cuerpo se había convertido en un pequeño bulto bajo la blanca sábana. Siempre que visitaba la residencia, Gabriel se esforzaba por recordar cómo había sido su madre cuando él y Michael eran pequeños. Le gustaba cantar para sí cuando estaba sola, principalmente viejas canciones de rock and roll tipo Peggy Sue o Blue Suede Shoes . Le encantaban los cumpleaños o cualquier ocasión que la familia tuviera para celebrar una fiesta. A pesar de que vivían en habitaciones de motel, siempre estaba dispuesta a celebrar Arbor Day o el día más corto del año.
Gabriel se sentó al lado de la cama y cogió la mano de su madre. La notó fría, de modo que se la estrechó con fuerza. A diferencia de los demás pacientes de la residencia, su madre no había llevado con ella cojines especiales ni fotos enmarcadas que pudieran transformar el estéril entorno en un pequeño hogar. Su único gesto personal se había producido cuando solicitó que le desconectaran el televisor del cuarto y se lo llevaran. El cable de la antena había quedado enrollado en el suelo igual que una fina serpiente. Una vez a la semana, Michael le enviaba un ramo de flores frescas a la habitación. La última entrega de una docena de rosas databa de casi siete días atrás, y los pétalos caídos casi habían formado una alfombra alrededor del blanco jarrón.
Los ojos de la señora Corrigan parpadearon y se abrieron para contemplar a su hijo. Tardó sólo unos segundos en reconocerlo.
– ¿Dónde está Michael?
– Vendrá el miércoles.
– El miércoles no. Será demasiado tarde.
– ¿Por qué?
Ella soltó la mano y habló en tono tranquilo.
– Voy a morir esta noche.
– ¿De qué estás hablando?
– Ya no quiero más dolor. Estoy cansada de este viejo cascarón.
«Cascarón» era el modo en que su madre se refería a su cuerpo. Todo el mundo tenía un cascarón y llevaba a todas partes una pequeña cantidad de algo llamado La Luz.
– Todavía estás fuerte -dijo Gabriel-. No vas a morir.
– Llama a Michael y dile que venga.
Cerró los ojos, y Gabriel salió al pasillo. Ana estaba allí, sosteniendo unas sábanas limpias.
– ¿Qué te ha dicho?
– Me ha dicho que va a morir.
– A mí me dijo lo mismo cuando empecé mi turno -comentó Ana.
– ¿Quién es el médico de guardia esta noche?
– Chattarjee, el indio; pero ha salido a cenar.
– Hazlo llamar a través de megafonía. Ahora. Por favor.
Ana bajó al mostrador de las enfermeras mientras Gabriel conectaba el móvil. Marcó el número de Michael, y su hermano respondió a la tercera llamada. Al fondo se oía ruido de gente.
– ¿Dónde estás? -preguntó Gabriel.
– En el estadio de los Dodger, en la cuarta fila. Justo detrás de la base de llegada. Es estupendo.
– Yo estoy en la residencia. Has de venir sin pérdida de tiempo.
– Me pasaré a las once, Gabe. Puede que un poco más tarde, cuando haya acabado el partido.
– No. Esto no puede esperar.
Gabriel oyó más ruidos de multitud y la apagada voz de su hermano diciendo: «Disculpe, disculpe». Seguramente Michael había abandonado su asiento para alcanzar las escaleras del estadio de béisbol.
– No lo entiendes -protestó Michael-. Esto no es por diversión. Es por negocios. He pagado un montón de dinero por esos asientos. Esos banqueros van a financiar la mitad de mi nuevo edificio.
– Mamá ha dicho que va a morir esta noche.
– ¿Y qué opina el médico?
– Ha salido a cenar.
Uno de los jugadores debió de conseguir un tanto porque el público empezó a corear.
– ¡Pues ve a buscarlo! -gritó Michael.
– Ella está convencida. Creo que puede ocurrir. Ven tan deprisa como puedas.
Gabriel desconectó el móvil y regresó a la habitación de su madre. Una vez más le cogió la mano, pero esta vez pasaron varios minutos antes de que ella abriera los ojos.
– ¿Está Michael aquí?
– Lo he llamado. Se encuentra de camino.
– He estado pensando en los Leslie…
Aquél era un nombre que Gabriel nunca había oído. A ratos, su madre solía mencionar a cierta gente y contar historias acerca de ellos; pero Michael estaba en lo cierto: ninguna tenía sentido.
– ¿Quiénes son los Leslie?
– Amigos de la universidad. Estaban en la boda. Cuando tu padre y yo nos fuimos de luna de miel, les dejamos que se quedaran en nuestro apartamento de Minneapolis. El suyo lo estaban pintando y… -La señora Corrigan cerró los ojos con fuerza, como si intentara verlo todo-. Entonces volvimos de nuestra luna de miel y nos encontramos a la policía allí. Unos hombres habían entrado por la noche y matado a tiros a nuestros amigos mientras dormían en nuestra cama. La intención de los asesinos era acabar con nosotros, pero se equivocaron.
– ¿Querían matarte? ¿A ti? -Gabriel se esforzaba por mantener la calma porque no quería sobresaltarla e interrumpirla-. ¿Cogieron a los asesinos?
– Tu padre me obligó a meterme en el coche, y empezamos a conducir. Fue entonces cuando me contó quién era en realidad.
– ¿Y quién era?
Pero entonces la madre de Gabriel calló de nuevo, flotando en un mundo de sombras que estaba a medio camino del más allá. Él siguió sosteniéndole la mano hasta que se despertó nuevamente e hizo la misma pregunta de antes:
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