John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Por la mañana, Michael se quedó en la cama cubriéndose la cabeza con las sábanas. Gabriel salió, fue a un restaurante cercano y compró unos muffins y café. El periódico del exhibidor mostraba una fotografía de dos hombres huyendo ante un muro de fuego, y un titular que proclamaba: «Fuertes vientos avivan los incendios del sur».

Cuando regresó al cuarto, Michael se había levantado y tomado una ducha. Estaba limpiándose los zapatos con una toalla húmeda.

– Va a venir a verme alguien. Creo que podrá resolver el asunto.

– ¿Quién es?

– Su nombre verdadero es Frank Salazar, pero todo el mundo lo llama «Señor Bubble» [2]. Cuando era un chaval, en Los Ángeles este, se ocupaba de una de esas máquinas que hacen burbujas, en un club de baile.

Mientras Michael miraba las noticias de economía de la televisión, Gabriel se tumbó en la cama mirando el techo. Cerrando los ojos, se situó encima de su moto en la parte alta de la autopista que subía por la montaña hasta Angeles Crest. Reducía marchas, inclinándose en cada curva mientras un mundo verde corría a su alrededor. Por su parte, Michael permanecía de pie, caminando ante el televisor por el estrecho espacio cubierto de moqueta.

Alguien llamó. Michael atisbó por entre las cortinas y abrió la puerta. En el pasillo había un enorme samoano de ancha cara y crespos cabellos. Llevaba una camisa hawaiana encima de la camiseta, y no hacía el menor esfuerzo por ocultar la sobaquera donde tenía una automática del cuarenta y cinco.

– Hola, Deek. ¿Dónde está tu jefe?

– Abajo, en el coche. Primero tengo que comprobar esto.

El samoano entró e inspeccionó el baño y el diminuto vestidor. Deslizó sus manazas bajo las sábanas y levantó los cojines del sofá. Michael seguía sonriendo como si aquello fuera de lo más normal.

– No hay armas, Deek. Ya sabes que nunca llevo.

– La seguridad es lo primero. Eso es lo que el Señor Bubble dice todo el día.

Tras registrar a ambos hermanos, Deek salió y regresó al cabo de un minuto con un guardaespaldas sudamericano, un hombre mayor que llevaba grandes gafas de sol y una camisa de golf color turquesa. El Señor Bubble tenía manchas hepáticas en la piel, y se le veía una cicatriz quirúrgica cerca del cuello.

– Esperad fuera -ordenó a los dos guardaespaldas y a continuación cerró la puerta y estrechó la mano a Michael.

– Me alegro de verte. -Tenía una voz suave y siseante-. ¿Quién es tu amigo?

– Es mi hermano, Gabriel.

– La familia es importante. Haz siempre piña con tu familia. -El Señor Bubble se acercó y estrechó la mano de Gabriel-. Tienes un hermano muy listo. Quizá demasiado listo esta vez -dijo acomodándose en el sillón junto al televisor.

Michael se sentó frente a él en la esquina de la cama. Desde que habían salido huyendo de su granja de Dakota del Sur, Gabriel había visto a su hermano convencer a desconocidos de que tenían que comprar algo o formar parte de algún proyecto suyo. Sin embargo, el Señor Bubble no iba a resultar tan fácil de convencer. Uno apenas podía ver sus ojos tras las gafas ahumadas; además, en sus labios había una leve sonrisa, como si se dispusiera a presenciar una comedia.

– ¿Has hablado con tus amigos de Filadelfia? -preguntó Michael.

– Se tardará un poco en organizar eso. Te protegeré a ti y a tu hermano durante unos días hasta que el problema haya quedado resuelto. Entregaremos el edificio de Melrose a la familia Torrelli. Como pago, me quedaré con tu participación en la propiedad Fairfax.

– Eso es demasiado a cambio de un solo favor -contestó Michael-. De ese modo yo me quedo sin nada.

– Cometiste un error, Michael, y ahora hay gente que quiere matarte. De un modo u otro, el problema debe quedar resuelto.

– Puede que eso sea cierto, pero…

– La seguridad es lo primero. Pierdes el control de los dos edificios de oficinas, pero sigues con vida. -Sin dejar de sonreír, el Señor Bubble se recostó en su asiento-. Considéralo una oportunidad para aprender.

8

Maya sacó la cámara y el trípode del hotel Kampa, pero dejó su maleta y la ropa en la habitación. En el tren rumbo a Alemania inspeccionó cuidadosamente el equipo de vídeo, pero no pudo encontrar cuentas localizadoras. Estaba claro que su vida como ciudadana había llegado a su fin. Una vez la Tabula hallara al taxista muerto la perseguirían y la matarían a la primera oportunidad. Sabía que le iba a ser difícil ocultarse. Lo más probable era que la Tabula le hubiera tomado un montón de fotografías durante los años pasados en Londres. También podían haber conseguido sus huellas digitales, una prueba de voz o una muestra de ADN a través de los pañuelos que había tirado a la papelera en la oficina.

Al llegar a Munich se acercó a una mujer paquistaní en la estación de tren y consiguió la dirección de una tienda de ropa islámica. Se sintió tentada de cubrirse de pies a cabeza con el burka que llevaban las mujeres afganas, pero lo voluminoso de la indumentaria le habría dificultado el manejo de las armas. Acabó comprándose un chador negro para ponérselo encima de la ropa occidental, un pañuelo hiyab para la cabeza y gafas oscuras. De vuelta a la estación, destruyó toda su documentación británica y sacó su pasaporte de reserva, que la convertía en Gretchen Voss, estudiante de medicina, hija de padre alemán y madre iraní.

El viaje en avión resultaba peligroso, de modo que tomó el tren hasta París. Allí fue hasta la estación de metro Gallièni y cogió el autobús diario que salía rumbo a Inglaterra. El vehículo iba lleno de trabajadores senegaleses inmigrantes y de familias norteafricanas cargadas con bolsas de ropa vieja.

Cuando el autobús llegó al canal de la Mancha, todos salieron y se pasearon por el enorme ferry. Maya observó a los turistas ingleses comprando licores en las tiendas libres de impuestos, echando monedas en las máquinas tragaperras o mirando una comedia en el televisor. La vida resultaba de lo más normal -casi aburrida- cuando uno era ciudadano. Ninguno de ellos parecía darse cuenta -ni tampoco preocuparse- de que estaba siendo vigilado por la Gran Máquina.

En Inglaterra había cuatro millones de cámaras en circuito cerrado, aproximadamente una cada quince personas. En una ocasión, Thorn le había dicho que un ciudadano corriente que trabajara en Londres podía ser fotografiado por unas trescientas cámaras de vigilancia distintas a lo largo de un solo día. Cuando las cámaras hicieron su aparición, el gobierno puso carteles diciendo a todos que se encontraban «seguros bajo los vigilantes ojos». Al amparo de las nuevas leyes antiterroristas, todos los países industrializados siguieron el ejemplo británico.

Maya se preguntaba si los ciudadanos escogían deliberadamente hacer caso omiso de aquella intromisión o si de verdad creían que aquello los protegía de criminales y terroristas. Daban por sentado que seguían siendo anónimos mientras caminaban por la calle. Sólo unos pocos comprendían el poder de los nuevos programas de escaneo facial. En el instante en que un rostro era fotografiado por una cámara de seguridad, podía ser transformado en una foto de color, contraste y brillo adecuados para ser comparada con la de cualquier permiso de conducir o pasaporte.

Los programas de escaneo identificaban rostros individuales, pero el gobierno también podía utilizar las cámaras para detectar comportamientos poco habituales. Los llamados programas Shadow ya funcionaban en Londres, Las Vegas y Chicago. Los ordenadores analizaban las imágenes por segundo tomadas por las cámaras y alertaban a la policía si alguien dejaba un paquete ante un edificio público o aparcaba el coche en el arcén de la autopista. Shadow detectaba a todo aquel que paseara por la ciudad fijándose en la gente a su alrededor en vez de ir directo al trabajo. Los franceses tenían una palabra para esos curiosos individuos: flâneurs . Sin embargo, en lo que concernía a la Gran Máquina, cualquier peatón que se entretuviera por las esquinas o se detuviera ante una obra en construcción resultaba instantáneamente sospechoso. En cuestión de segundos, las imágenes de esos individuos, resaltadas con color, eran enviadas a la policía.

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