John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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A diferencia del gobierno británico, a la Tabula no la entorpecían ni las normativas ni los funcionarios. Su organización era relativamente pequeña y estaba bien financiada. Su centro informático de Londres podía piratear cualquier cámara de vigilancia y buscar entre las imágenes con un potente programa. Afortunadamente, si se sumaban las de Estados Unidos y Europa había tantas cámaras de vigilancia que la Tabula se veía saturada de información. Aunque consiguieran una identificación que se correspondiera con alguna de sus imágenes archivadas, era incapaz de responder con la suficiente rapidez para presentarse a tiempo en una determinada estación de tren o vestíbulo de hotel. «Nunca te pares -le había dicho Thorn-. No podrán atraparte si estás en constante movimiento.»

El peligro provenía de cualquier acción rutinaria que mostrara a un Arlequín tomando una ruta previsible hacia algún destino concreto. Los escáneres faciales acabarían descubriendo el parecido, y la Tabula podría organizar la emboscada. Thorn siempre se había mostrado muy precavido ante las situaciones que llamaba canales o ratoneras. Un canal era cuando uno se veía obligado a viajar de determinada manera, y las autoridades observaban. Las ratoneras eran canales que conducían a lugares de los que no había escapatoria, como un avión o la sala de interrogatorio de Inmigración. La Tabula contaba con la ventaja del dinero y la tecnología. Los Arlequines habían sobrevivido gracias a su valor y a su habilidad para mantener conductas aleatorias.

Cuando Maya llegó a Londres tomó el metro hasta la estación de Highbury-Islington, pero no volvió a su apartamento, sino que fue a un restaurante de comida para llevar llamado Hurry Curry. Al muchacho del reparto le dio una llave de la puerta exterior de su apartamento. Luego, le pidió que esperara un par de horas y que le dejara una cena de pollo en el pasillo de entrada. Cuando empezó a oscurecer subió a la azotea del Highbury Barn, un pub situado enfrente de su casa. Oculta tras una salida de ventilación observó a la gente que entraba a comprar licores en la tienda que había en su edificio. Los ciudadanos se apresuraban de un lado a otro llevando maletines o bolsas de la compra. Una furgoneta de reparto se hallaba aparcada cerca de la entrada de su apartamento, pero no se veía a nadie en el asiento del conductor.

El muchacho indio del Hurry Curry apareció exactamente a las siete y media. En el momento en que abrió la puerta que daba a la escalera que llevaba al piso de Maya, dos hombres salieron de la furgoneta y lo empujaron dentro. Cabía la posibilidad de que asesinaran al chico, o puede que simplemente lo interrogaran y lo dejaran con vida. A Maya no le importaba. Había vuelto a la mentalidad de los Arlequines: ninguna compasión, ningún vínculo, ninguna piedad.

Pasó la noche en un piso de East London que su padre había comprado años atrás. La madre de Maya había vivido allí y no se había apartado de la comunidad asiática hasta que falleció de un ataque al corazón cuando su hija contaba catorce años. La vivienda de tres habitaciones se encontraba en la última planta de un viejo edificio de ladrillo de Princelet Street, no lejos de Brick Lane. En la planta baja había una agencia de viajes bengalí, y algunos de los tipos que trabajaban allí se mostraban dispuestos a facilitar permisos de trabajo y documentos de identidad a cambio de dinero.

East London siempre había estado en la periferia de la ciudad y era el lugar idóneo para hacer o comprar cualquier cosa ilegal. Durante cientos de años había sido uno de los peores barrios del mundo y el terreno de caza de Jack el Destripador. En esos momentos, a los grupos de turistas norteamericanos se los llevaba de gira por las rutas nocturnas del Destripador: la vieja cervecería Truman se había convertido en un bar con terraza y las torres de cristal del complejo de oficinas de Bishop's Gate se levantaban en el corazón del viejo vecindario.

Lo que había sido un laberinto de oscuros callejones, aparecía en esos momentos salpicado de galerías de arte y restaurantes de moda. Pero, si uno sabía dónde mirar, todavía podía hallar una amplia gama de productos que ayudaban a evitar la vigilancia de la Gran Máquina. Todas las semanas, la zona de Brick Lane cercana a Cheshire Street se llenaba de vendedores ambulantes que ofrecían navajas y puños americanos para las peleas callejeras, vídeos piratas y tarjetas para móviles. Por unas pocas libras más activaban los chips con tarjetas de crédito a nombre de empresas fantasma. A pesar de que las autoridades contaban con la tecnología para escuchar las llamadas telefónicas, no podían rastrearlas hasta el móvil desde donde se efectuaban. La Gran Máquina era capaz de monitorizar a los ciudadanos mediante sus direcciones permanentes y cuentas bancarias. Los Arlequines que vivían fuera de la Red utilizaban una inagotable provisión de móviles y documentos de identidad fácilmente descartables. Aparte de sus espadas, casi todo lo demás podía ser utilizado unos minutos y tirado a la basura igual que el papel de los caramelos.

Maya llamó a su jefe en el estudio de diseño y le explicó que su padre tenía cáncer y que iba a tener que dejar el trabajo para ocuparse de él. Ned Clark, uno de los fotógrafos que trabajaba para el estudio, le dio el nombre de un homeópata y le preguntó si tenía problemas con Hacienda.

– No. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque un tipo de Hacienda se presentó en la oficina preguntando por ti. Estuvo hablando con los de contabilidad y pidió información sobre tus declaraciones de impuestos, números de teléfono y direcciones.

– ¿Y se lo dieron?

– Pues claro. Era del gobierno. -Clark bajó la voz-. Si tienes un refugio en Suiza me apunto ya mismo. Al cuerno con esos hijos de puta. ¿A quién le gusta pagar impuestos?

Maya no podía saber si el hombre de Hacienda había sido un funcionario del gobierno o un simple mercenario de la Tabula con una identidad falsa. Fuera como fuese, la estaban buscando.

De vuelta al piso, Maya localizó la llave de una consigna guardamuebles de un almacén de Brixton. La había visitado de pequeña, con su padre; pero hacía años que no iba. Después de tanto tiempo, podía estar vacía. Sin embargo, abrigaba la esperanza de que contuviera lo necesario para su supervivencia. Tras vigilar el almacén varias horas, entró en el edificio, mostró la llave al anciano conserje y éste le permitió coger un ascensor hasta la tercera planta. El guardamuebles era un cuarto sin ventanas, del tamaño de un armario vestidor. La gente solía tener vino en el almacén, de modo que el aire acondicionado mantenía fresca la temperatura. Maya encendió la bombilla del techo y empezó a buscar en las cajas.

Mientras crecía, su padre la había ayudado a conseguir dieciocho pasaportes de otros tantos países. Los Arlequines tenían por costumbre hacerse con los certificados de nacimiento de gente que había muerto en accidentes de tráfico y los utilizaban para solicitar documentos identificativos. Desgraciadamente, la mayoría de esos falsos documentos habían quedado obsoletos después de que el gobierno empezara a reunir información biométrica -escaneo facial, huellas dactilares y del iris- y a incorporarla en el chip que iba unido a los pasaportes o a los documentos de identidad. Cuando el chip era leído por un escáner, los datos se comparaban con la información archivada en el Registro Nacional de Identidad. En los vuelos internacionales con destino a Estados Unidos, los datos del pasaporte tenían que corresponder con las huellas dactilares y del iris escaneadas en el aeropuerto.

Tanto Estados Unidos como Australia estaban entregando pasaportes con chips de identificación en las tapas. Estos nuevos pasaportes eran muy convenientes para los funcionarios de inmigración, pero también le daban a la Tabula un instrumento muy poderoso a la hora de identificar a los enemigos. Una máquina llamada «cedazo» leía la información en un pasaporte guardado en un bolsillo o un bolso. Los cedazos estaban instalados en los ascensores y las paradas de autobús, o en cualquier otro lugar donde las personas pudieran permanecer unos minutos. Mientras un ciudadano pensaba en lo que comería, el cedazo estaba descargando una gran cantidad de información personal. El cedazo podía estar buscando nombres que sugirieran una raza, religión o etnia determinada. Encontraría la edad, la dirección, las huellas dactilares del ciudadano, además de los lugares a los que había viajado en los últimos años.

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