– Era domingo. No me apetecía hablar con nadie. Dejé los móviles en casa y me fui con la moto a Hemet para saltar.
– Haz lo que te dé la gana, Gabe, pero dime adónde vas. Empiezo a preocuparme cuando no sé dónde te encuentras.
– De acuerdo. Intentaré recordarlo. -Gabriel rodó de costado y vio sus botas de puntera metálica y el conjunto de cuero tirados en el suelo-. ¿Qué tal tu fin de semana?
– Como siempre. Pagué unas cuantas facturas y jugué al golf con un par de promotores inmobiliarios. ¿Has visto a mamá?
– Sí. El sábado me pasé por la residencia.
– ¿Va todo bien en ese nuevo sitio?
– Está cómodamente instalada.
– Ha de ser algo más que cómoda.
Dos años antes, su madre había sido hospitalizada para una operación de vejiga de rutina, y los médicos le habían descubierto un tumor maligno en la pared abdominal. A pesar de que se había sometido a quimioterapia, el cáncer había hecho metástasis y se le había extendido por todo el cuerpo. En esos momentos vivía en una casa de reposo de Tarzana, un barrio de las afueras en el valle de San Fernando.
Los hermanos Corrigan se habían repartido las responsabilidades del tratamiento de su madre. Gabriel la iba a ver día sí y día no y hablaba con los empleados del centro. Su hermano mayor pasaba una vez por semana y lo pagaba todo. Michael siempre sospechaba de los médicos y enfermeras, y si apreciaba falta de diligencia hacía que trasladaran a su madre a otro establecimiento.
– No quiere marcharse de ese sitio, Michael.
– Nadie está hablando de marcharse. Sólo quiero que los médicos hagan su trabajo.
– Ahora que ha dejado la quimioterapia, los médicos ya no son tan importantes. Son las enfermeras y las auxiliares las que cuidan de ella.
– Si hay el más mínimo problema, házmelo saber de inmediato. Y cuídate. ¿Vas a trabajar hoy?
– Sí. Eso creo.
– Ese incendio de Malibú está empeorando, y ahora hay otro en el este, cerca del lago Arrowhead. Todos los pirómanos parecen haber salido con la caja de cerillas en ristre. Debe de ser cosa del tiempo.
– He soñado con fuego -dijo Gabriel-. Estábamos de vuelta en nuestra casa de Dakota del Sur. Se estaba incendiando, y yo no podía salir.
– Tienes que dejar de pensar en eso, Gabe. Es una pérdida de tiempo.
– ¿No te interesa saber quién nos atacó?
– Mamá nos dio una docena de explicaciones. Escoge la que prefieras y sigue adelante con tu vida. -Un segundo teléfono empezó a sonar en el apartamento de Michael-. Deja tu móvil encendido -dijo-. Hablaremos por la tarde.
Gabriel se duchó, se puso unos pantalones de deporte, una camiseta y fue a la cocina. Metió leche, yogur y un plátano en el túrmix. Mientras daba sorbos al batido fue rociando las plantas colgantes; luego, volvió al dormitorio y empezó a vestirse. Cuando estaba desnudo se le podían ver las cicatrices del último accidente de moto: unas pálidas líneas en la pierna y el brazo izquierdos. Su rizado cabello castaño y tersa piel le daban un aspecto juvenil, pero eso cambió cuando se puso los vaqueros, una camiseta de manga larga y se calzó las pesadas botas de motorista. Las botas se veían rozadas y arañadas por su agresiva manera de inclinarse en las curvas. Su cazadora de cuero también estaba gastada, y unas manchas de aceite de motor oscurecían los puños y las mangas. Los dos móviles de Gabriel estaban conectados al sistema de auriculares con micrófono incorporado. Las llamadas de trabajo le llegaban por el oído izquierdo; las personales, por el derecho. Mientras iba en moto podía activar cualquiera de los dos móviles apretando un bolsillo exterior con la mano.
Salió al jardín sosteniendo uno de sus cascos de motorista. Era octubre en el sur de California, y el cálido viento de Santa Ana soplaba desde los valles del norte. El cielo por encima de su cabeza se veía despejado, pero cuando Gabriel miró hacia el noroeste vio la negra nube de humo del incendio de Malibú. En el aire se respiraba una sensación de inquietud, olía a cerrado, como si toda la ciudad se hubiera convertido en una habitación sin ventanas.
Gabriel abrió la puerta del garaje e inspeccionó sus tres motocicletas. Habitualmente cogía la Yamaha RD-400 si tenía que aparcar en un barrio desconocido. Era la más pequeña de sus motos, temperamental y baqueteada. Sólo al ladrón de motos más despistado se le ocurriría robar semejante pedazo de chatarra. También poseía una moto Guzzi V-II, una potente máquina italiana con transmisión cardán y un musculoso motor. Ésa era la que utilizaba los fines de semana en sus excursiones al desierto. Pero esa mañana decidió coger la Honda 600, una deportiva de tamaño medio que fácilmente superaba los ciento sesenta kilómetros por hora. La subió al caballete, roció la cadena con un spray lubricante y dejó que los aceites penetraran entre los rodillos y eslabones. Las Honda tenían problemas con la transmisión secundaria, así que cogió un destornillador y una llave inglesa del banco de trabajo y los metió en su bolsa de mensajero.
Se relajó nada más subirse al vehículo y poner el motor en marcha. La moto siempre hacía que sintiera que podía salir de casa y abandonar la ciudad para siempre, montar hasta desaparecer en la oscura bruma del horizonte.
Sin un destino concreto, giró por Santa Monica Boulevard y se dirigió al oeste en dirección a la playa. El tráfico de la mañana se hallaba en su apogeo. Mujeres que bebían de jarras metálicas conducían sus Range Rover camino del trabajo mientras guardias escolares con chalecos de seguridad esperaban en los cruces. Cuando el semáforo se puso rojo, Gabriel metió la mano en el bolsillo exterior y conectó el móvil del trabajo.
Trabajaba para dos empresas de mensajería, Sir Speedy y su competidor, Blue Sky Messengers. Sir Speedy era propiedad de Artie Dressler, un ex abogado de ciento noventa kilos que raramente salía de su casa del distrito de Silver Lake. Artie estaba suscrito a varias páginas «X» de internet y atendía las llamadas telefónicas mientras veía cómo desnudas colegialas se pintaban las uñas de los pies. Odiaba la competencia, Blue Sky Messengers, y a su propietaria, Laura Thompson. Laura había trabajado como montadora de películas y en esos momentos vivía en una casa cúpula en Topanga Canyon. Creía en un colon limpio y en la comida de color naranja.
El teléfono sonó cuando el semáforo se ponía verde, y Gabriel escuchó el áspero acento de Nueva Jersey de Artie a través del auricular.
– ¡Gabe, soy yo! ¿Por qué has desconectado el teléfono?
– Lo siento, me olvidé.
– Estoy mirando un show en directo en el ordenador. Son dos tías duchándose juntas. La cosa ha empezado bien, pero ahora el vapor lo está desenfocando todo.
– Suena interesante.
– Tengo una recogida para ti en Santa Monica Canyon.
– ¿Eso está cerca del incendio?
– No. Bastante lejos. No tiene problema, pero se ha desatado otro incendio en Simi Valley, y ése está totalmente descontrolado.
Los semimanillares de la moto eran cortos, y el asiento y los reposapiés estaban inclinados, de modo que Gabriel siempre iba echado hacia delante. Notaba las vibraciones del motor y oía el silbido de los engranajes al cambiar de marcha. Cuando circulaba deprisa notaba que la máquina se convertía en parte de él, en una prolongación de su cuerpo. A veces, los extremos de los manillares pasaban a escasos centímetros de los coches mientras seguía el trazado de la línea discontinua que separaba los carriles. Miró a lo largo de la calle y vio luces de freno, peatones, camiones maniobrando lentamente; en todo momento supo exactamente si debía frenar, acelerar o zigzaguear alrededor de los obstáculos.
Santa Monica Canyon era un lujoso barrio de viviendas edificadas a lo largo de una calle de doble sentido que conducía a la playa. Gabriel recogió un sobre marrón en el porche de la casa de alguien y lo llevó a un corredor de hipotecas de West Hollywood. Cuando llegó a la dirección, se quitó el casco y entró en la oficina. Odiaba esa parte del trabajo. En su moto era libre de ir a donde quisiera. De pie ante la recepcionista se notaba entorpecido por las pesadas botas y la cazadora.
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