John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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De vuelta a la moto. Motor en marcha. Adelante.

– Querido Gabriel, ¿me oyes? -Era la relajante voz de Laura en el auricular-. Confío en que esta mañana hayas desayunado como es debido. Los hidratos de carbono complejos pueden ayudarte a estabilizar el azúcar en la sangre.

– No te preocupes, comí algo.

– Bien. Tengo una recogida para ti en Century City.

Gabriel estaba al tanto de la dirección. Había salido con algunas de las recepcionistas y secretarias que había conocido en sus entregas, pero únicamente había hecho una amiga de verdad, una abogada criminalista llamada Maggie Resnick. Hacía un año más o menos había ido a su despacho para una entrega y había tenido que esperar mientras las secretarias buscaban un documento traspapelado. Maggie le había preguntado por su trabajo, y habían acabado charlando durante una hora, mucho después de que localizaran el papel. Gabriel se había ofrecido a llevarla en la moto y se sorprendió cuando ella aceptó.

Maggie rondaba los sesenta años; era una pequeña y enérgica mujer a quien le gustaban los vestidos rojos y los zapatos caros. Artie Dressler le había dicho que defendía a estrellas del cine y demás celebridades que se metían en problemas, pero ella casi nunca hablaba de sus casos. Trataba a Gabriel como a un sobrino un tanto alocado y le decía que debía ir a la universidad, abrir una cuenta corriente o comprarse una casa. Gabriel nunca seguía sus consejos, pero le complacía que Maggie se preocupara por él.

Cuando salió del ascensor en la planta veintidós, la recepcionista lo mandó directamente al despacho de Maggie. Gabriel entró y la encontró fumando un cigarrillo y hablando por teléfono.

– Claro que puedes reunirte con el fiscal del distrito, pero no habrá trato. Y no lo habrá porque no tiene caso. Sondéalo y después me llamas. Estaré comiendo pero te pasarán a mi móvil. -Maggie colgó y tiró la ceniza del cigarrillo-. Cabrones. Son todos unos cabrones mentirosos.

– ¿Tienes un paquete para mí?

– No hay paquete. Sólo quería verte. Le pagaré igualmente a Laura por el servicio.

Gabriel se recostó en el sofá y se desabrochó la cazadora. En la mesa auxiliar había una botella de agua mineral y se sirvió un vaso.

Maggie se inclinó hacia delante con aire feroz.

– Gabriel, si estás metido en líos de tráfico de drogas te mataré con mis propias manos.

– No trafico con drogas.

– Me has hablado de tu hermano. No deberías tomar parte en sus estafas para ganar dinero.

– Él se dedica al negocio inmobiliario, Maggie. Edificios de oficinas. Eso es todo.

– Eso espero, cariño. Le cortaré la lengua si se le ocurre arrastrarte a algo ilegal.

– ¿Qué ocurre?

– Trabajo con un antiguo policía que se ha convertido en asesor de seguridad. Me ayuda cuando algún chiflado se dedica a seguir a uno de mis clientes. Ayer estábamos hablando por teléfono y, de repente, el tío me dijo: «Tú conoces a un mensajero llamado Gabriel. Lo vi en tu última fiesta de cumpleaños». Yo le contesté que sí, y él añadió: «Pues unos colegas míos me han preguntado por él. Dónde trabaja, dónde vive. Esas cosas».

– ¿Quién es esa gente?

– No me lo quiso decir -contestó Maggie-; pero deberías ir con cuidado. Alguien poderoso se interesa por ti. ¿Te has visto involucrado en un accidente de coche?

– No.

– ¿En algún tipo de demanda?

– Claro que no.

– ¿Y qué hay de tus amiguitas? ¿Alguna rica? ¿Alguna con marido?

– He salido con una chica que conocí en tu fiesta, Andrea…

– ¿Andrea Scofield? Su padre es propietario de cuatro bodegas en Napa Valley. -Maggie rió-. Eso es. Dan Scofield se está asegurando de que das la talla.

– Salimos en moto un par de veces.

– No te preocupes, Gabriel. Hablaré con Dan y le diré que no sea tan protector. Ahora largo de aquí, tengo que preparar una vista.

Mientras caminaba por el aparcamiento del sótano, Gabriel se sintió temeroso y suspicaz. ¿Habría alguien observándolo en esos momentos? ¿Los dos hombres de la furgoneta? ¿La mujer del maletín en el ascensor? Metió la mano en la bolsa de mensajero y palpó la pesada llave inglesa. Si era necesario podía utilizarla como arma.

Sus padres habrían salido huyendo si se hubieran enterado de que alguien se interesaba por ellos; pero Gabriel llevaba cinco años en Los Ángeles, y nadie había llamado a su puerta. Quizá debería seguir el consejo de Maggie: ir a la universidad y conseguir un empleo como es debido. Si uno formaba parte de la Red, la vida se hacía más sustancial.

Mientras ponía en marcha la motocicleta, el relato de su madre volvió a él con todo su reconfortante poder. Él y Michael eran los dos príncipes perdidos disfrazados de harapos, pero valientes y llenos de recursos. Gabriel salió rugiendo por la rampa, se unió al tráfico y adelantó un camión. Segunda, tercera. Más deprisa. Volvía a estar en movimiento, siempre en movimiento. Una diminuta conciencia rodeada de máquinas.

5

Michael Corrigan creía que el mundo era un campo de batalla permanente. La guerra abarcaba las campañas de alta tecnología militar organizadas por Estados Unidos y sus aliados, pero también incluía los conflictos locales entre los países del Tercer Mundo y los genocidios entre distintas tribus, razas y religiones. Estaban los bombardeos y asesinatos terroristas, los francotiradores chiflados que mataban gente por motivos absurdos, las pandillas urbanas y los cultos y contrariados científicos que enviaban virus por correo a desconocidos. Los emigrantes de los países subdesarrollados inundaban los desarrollados a través de sus fronteras con horribles virus y bacterias, y la naturaleza se veía tan alterada por el crecimiento de la población que respondía con huracanes e inundaciones. Los casquetes polares se derretían y subía el nivel del mar mientras la capa de ozono era desgarrada por los aviones a reacción. A veces, Michael perdía el rastro de una amenaza concreta, pero siempre seguía al tanto del peligro general. La guerra nunca acabaría. Simplemente se extendía y reclamaba nuevas víctimas de modo sutil.

Michael vivía en el octavo piso de unos apartamentos de alto nivel, en Los Ángeles oeste. Había tardado cuatro horas en decorarlo por completo. El día en que firmó el contrato fue a una enorme tienda de muebles de Venice Boulevard y se llevó el mobiliario que recomendaban para una sala de estar, un despacho y un dormitorio. También quiso tomar en alquiler un apartamento idéntico en el mismo edificio para su hermano y dotarlo de muebles parecidos; pero, por alguna perversa razón, su hermano menor prefería vivir en la que debía ser la casa más fea de todo Los Ángeles y respirar los humos de la autopista.

Si Michael salía a la terraza podía divisar el Pacífico en la distancia. De todas maneras, las vistas no le interesaban y normalmente mantenía las cortinas cerradas. Tras su llamada a Gabriel se preparó un poco de café, se comió una barrita de proteínas y empezó a llamar a distintas compañías de inversiones inmobiliarias de Nueva York. A causa de la diferencia horaria de tres horas, allí estaban trabajando mientras él se paseaba por el salón en ropa interior.

– ¡Tommy! Soy Michael. ¿Has recibido la propuesta que te mandé? ¿Qué opinas de ella? ¿Qué dijeron los del comité de créditos?

Habitualmente, los comités de crédito eran cobardes o insensatos; pero uno no podía permitir que eso lo detuviera. En los últimos cinco años, Michael había hallado suficientes inversores para comprar dos edificios de oficinas y estaba a punto de cerrar el trato para un tercero en Wilshire Boulevard. Michael esperaba que la gente se negara y siempre tenía listos sus contraargumentos.

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