Llamó al timbre. Escuchó un zumbido y vio que había una cámara de vigilancia escondida en un receptáculo metálico encima de la puerta. El cierre automático se abrió. Maya entró y se encontró en un pequeño vestíbulo que conducía a una empinada escalera de hierro. A su espalda, la puerta se cerró y un perno de diez centímetros encajó en la cerradura. Estaba atrapada. Desenvainó la espada, colocó el guardamanos y empezó a subir. Al final de la escalera había otra puerta de acero y otro timbre. Llamó, y una voz electrónica sonó en el intercomunicador.
– Identificación de voz, por favor.
– A la mierda.
Un ordenador le analizó la voz y tres segundos más tarde la segunda puerta se abría. Maya entró en una espaciosa y blanca estancia con el suelo de madera. El apartamento de su padre resultaba austero y pulcro. No había nada de plástico, nada artificial o estridente. Una pared a media altura definía el pasillo de entrada y la sala de estar. Ese espacio contenía un sillón de cuero y una mesa de centro de vidrio con una única orquídea amarilla en un jarrón de cristal.
Dos pósteres enmarcados colgaban de la pared. Uno era el cartel que anunciaba una muestra de espadas samuráis en el Instituto Nezu de Bellas Artes de Tokio. «El camino de la espada.» «La vida del guerrero.» El segundo era la reproducción de un collage de Marcel Duchamp, de 1914, titulada Tres paradas habituales . El artista había dejado caer una serie de cuerdas sobre un lienzo azul prusia donde después había dibujado su perfil. Al igual que cualquier otro Arlequín, Duchamp no luchaba contra el azar y la casualidad, sino que los había utilizado para crear su arte.
Maya oyó el sonido de pies desnudos caminando; un joven de cabeza rapada apareció por la esquina sosteniendo una metralleta alemana. El hombre sonreía y llevaba el arma inclinada cuarenta y cinco grados hacia abajo. Maya decidió que haría un quiebro hacia la izquierda y le abriría la cara con su espada si él era lo bastante insensato para apuntarla.
– Bienvenida a Praga -le dijo el joven en un inglés con acento ruso-. Tu padre estará contigo en un minuto.
Vestía unos pantalones sujetos con un cordón y una camiseta sin mangas con unos caracteres japoneses impresos en la tela. Maya vio que tenía los brazos y el cuello adornados con numerosos tatuajes: serpientes, demonios, visiones del infierno. No le hacía falta verlo desnudo para saber que debía de ser una especie de caballero andante. Los Arlequines siempre se las arreglaban para reclutar tipos raros y marginados que los sirvieran.
Maya volvió a meter la espada en el tubo.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó.
– Alexi.
– ¿Cuánto tiempo hace que trabajas para Thorn?
– No es un trabajo. -El joven parecía muy satisfecho de sí mismo-. Ayudo a tu padre y él me ayuda a mí. Me estoy entrenando para ser maestro de artes marciales.
– Y lo está haciendo muy bien -terció el padre de Maya.
Ella oyó su voz primero. Luego, Thorn entró en la sala de estar en una silla de ruedas eléctrica. Su espada Arlequín estaba en una vaina sujeta al apoyabrazos. Thorn se había dejado crecer la barba los dos últimos años. Sus brazos y su tórax seguían siendo tan fuertes que hacían que los demás se olvidaran de sus marchitas e inútiles piernas.
Thorn dejó de moverse y sonrió a su hija.
– Buenas tardes, Maya.
La última vez que había visto a su padre había sido en Peshawar, la noche en que Linden lo había bajado de las montañas de la frontera noroeste. Thorn estaba inconsciente y las ropas de Linden, cubiertas de sangre.
Utilizando artículos de periódico falsos, la Tabula había atraído a Thorn, a una Arlequín china llamada Willow y a otro Arlequín australiano llamado Libra hasta una zona tribal de Pakistán. Allí, dos niños -un chico de doce años y su hermana de diez- convencieron a Thorn de que había unos Viajeros que corrían peligro a manos de un fanático líder religioso. Los cuatro Arlequines y sus colaboradores cayeron en una emboscada de los mercenarios de la Tabula en los pasos montañosos. Willow y Libra resultaron muertos. Thorn recibió un impacto de metralla en la espalda que lo dejó paralítico de cintura para abajo.
Dos años más tarde, su padre vivía en un apartamento de Praga con un chiflado lleno de tatuajes que le hacía de sirviente, y todo resultaba estupendo. Dejemos atrás el pasado y sigamos adelante. En esos momentos, Maya casi se alegraba de que su padre estuviera parapléjico. De no haber caído herido seguramente habría negado que la emboscada hubiera tenido lugar.
– Bueno, Maya, ¿cómo estás? -Thorn se volvió hacia el ruso y añadió-: Hace mucho que no veía a mi hija.
El hecho de que utilizara la palabra «hija» enfureció a Maya: significaba que la había hecho ir a Praga para pedirle un favor.
– Más de dos años -dijo ella.
– ¿Dos años? -Alexi sonrió-. Pues creo que tendréis mucho de que hablar.
Thorn hizo un gesto con la mano, y el ruso cogió un escáner de una mesa cercana. Parecía uno de esos bastones que se usaban en los controles de seguridad de los aeropuertos, solo que había sido diseñado para detectar las pequeñas bolas localizadoras que usaba la Tabula. Las bolas tenían el tamaño de una perla y emitían una señal que podía ser detectada por los satélites GPS. Había bolas que emitían señales de radio y otras que lo hacían con infrarrojos.
– No pierdas el tiempo buscando cuentas. La Tabula no está interesada en mi persona.
– Únicamente estoy siendo precavido.
– Yo no soy una Arlequín, y ellos lo saben.
El escáner no emitió ninguna señal. Alexi salió de la estancia, y Thorn puso en marcha la silla. Maya sabía que su padre había ensayado mentalmente aquella conversación. Probablemente había empleado unas cuantas horas pensando qué ropa llevar y cómo disponer el mobiliario. Al diablo con todo. Iba a pillarlo por sorpresa.
– Tienes un sirviente muy agradable. -Se sentó en el sillón mientras Thorn rodaba hacia ella-. Francamente colorista.
Normalmente, en sus conversaciones privadas, hablaban en alemán, pero Thorn estaba haciéndole una concesión: Maya tenía pasaportes de distintas nacionalidades, pero esos días se consideraba británica.
– Ah, sí. Los tatuajes. -Su padre sonrió-. Alexi ha pedido a un especialista que le dibuje en el cuerpo una escena del Primer Dominio. No es muy agradable, pero la elección es suya.
– Sí. Todos tenemos libertad para elegir. Incluso los Arlequines.
– No pareces contenta de verme, Maya.
Ella había previsto mantener el control y mostrarse disciplinada, pero las palabras le salieron solas como un torrente.
– Mira, te saqué de Pakistán. La verdad es que soborné o amenacé a casi todos los funcionarios del país con tal de meterte en aquel avión. Luego, en Dublín, Madre Bendita se hizo cargo. Y me pareció bien. Al fin y al cabo es su territorio. Al día siguiente la llamé por teléfono vía satélite y me dijo: «Tu padre está paralizado de cintura para abajo. No volverá a andar». Luego, me colgó y canceló su número de teléfono. Así, tal cual. Se acabó. Y durante dos años no he tenido noticias tuyas.
– Te estábamos protegiendo, Maya. Vivimos una época peligrosa.
– Eso díselo a ese jovencito de los tatuajes. Te he visto utilizar el peligro y la seguridad como excusas para cualquier cosa. Se han acabado las batallas. Ya no hay más Arlequines. En realidad sólo quedáis un puñado como tú, Linden y Madre Bendita.
– Shepherd vive en California.
– Tres o cuatro individuos no pueden cambiar nada. La guerra ha terminado. ¿No te das cuenta? La Tabula ha ganado. Nosotros hemos perdido. Wir habere verloren.
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