John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Padre saltó por encima del torniquete, y Maya lo siguió. En ese momento se hallaban de nuevo en el largo túnel y bajaban hacia los trenes. «No pasa nada -se dijo-. Ahora estamos a salvo.» Entonces se dio cuenta de que los tipos de rojo se habían abierto paso hacia el túnel y que corrían al lado de ellos. Uno llevaba un calcetín relleno con algo pesado -piedras o cojinetes- con el que golpeó a un hombre mayor justo delante de ella, arrancándole las gafas y partiéndole la nariz. Una panda de matones del Arsenal acorraló a un seguidor del Chelsea contra una verja. El hombre intentó escapar mientras una lluvia de golpes caía sobre él. Más sangre. Y ningún policía a la vista.

Thorn agarró a Maya por la espalda de la cazadora y la arrastró a través del tumulto. Un individuo intentó agredirlos, pero Padre lo detuvo en seco con un rápido y fulminante golpe en la garganta. Maya corrió por el túnel intentando alcanzar las escaleras mecánicas; pero, antes de que pudiera reaccionar, algo parecido a una cuerda le rodeó el pecho en diagonal desde el hombro derecho. Alzó los ojos y vio que Thorn le había ceñido una bufanda azul y blanca del Chelsea.

En un instante comprendió que el día en el zoo, las divertidas anécdotas y el trayecto hasta el restaurante formaban parte de un plan. Su padre debía de saber lo del partido de fútbol; seguramente había ido allí antes y cronometrado su llegada. Miró por encima del hombro y vio a Thorn sonreír y asentir como si acabara de contarle una de sus divertidas historias. A continuación, él dio media vuelta y se alejó.

Maya giró mientras tres seguidores del Arsenal corrían hacia ella, gritando.

«No pienses -se dijo-. Actúa.»

Cogió el bastón como si fuera una jabalina y golpeó la frente del más alto con la punta de acero. Sonó un golpe seco, la sangre empezó a manarle mientras empezaba a caer; pero ella ya estaba haciendo un quiebro para hacer tropezar al segundo matón con el bastón; mientras daba un traspié y caía hacia atrás, Maya saltó y le dio una patada en la cara. El tipo giró sobre sí y se desplomó. «¡Lo he derribado! ¡Lo he derribado!» Corrió hacia él y lo golpeó de nuevo.

Mientras recobraba el equilibrio, un tercer individuo la sujetó por detrás y la levantó en el aire. La estrujó con todas sus fuerzas, intentando romperle las costillas; pero Maya dejó caer el bastón, echó las manos hacia atrás y le agarró las orejas. El hombre soltó un alarido mientras ella daba una voltereta hacia atrás por encima de su hombro y aterrizaba en el suelo.

Maya alcanzó la escalera mecánica, bajó los peldaños de dos en dos y vio a Padre de pie en el andén, al lado de las abiertas puertas de un tren. Él la cogió con la mano derecha y usó la izquierda para abrirse paso y entrar en el vagón. Las puertas se deslizaron adelante y atrás y al fin se cerraron. Los hinchas del Arsenal corrieron hacia el tren, golpeando las ventanillas con los puños, pero el convoy echó a rodar y se lanzó a toda velocidad por el túnel.

La gente estaba apelotonada. Maya oyó a una mujer que lloraba mientras el chico que tenía delante se apretaba un pañuelo contra la boca y la nariz. El vagón tomó una curva, y ella cayó sobre su padre, hundiendo el rostro en su abrigo de lana. Lo odiaba y lo quería, deseaba pegarle y abrazarlo, todo al mismo tiempo. «No llores -se dijo-. Te está observando. Los Arlequines no lloran.» Se mordió el labio con tanta fuerza que se desgarró la piel y notó el sabor de su propia sangre.

1

Maya llegó al aeropuerto de Rusynê a última hora de la tarde y cogió el autobús a Praga. La elección del medio de transporte constituía un acto menor de rebelión: un Arlequín habría alquilado un coche o tomado un taxi. Siempre podía cortarle el cuello al taxista y hacerse con el volante. Aviones y autobuses eran opciones peligrosas, pequeñas trampas con pocas escapatorias.

«Nadie va a matarme -se dijo-. A nadie le importo.» Los Viajeros heredaban sus poderes y por ello la Tabula intentaba exterminar a todos los miembros de una misma familia. Los Arlequines defendían a los Viajeros y a sus maestros Exploradores; pero la suya se trataba de una decisión voluntaria. Un niño Arlequín podía renunciar al camino de la espada, aceptar un nombre de ciudadano corriente y hallar un lugar en la Gran Máquina. Si se mantenía alejado de los problemas, la Tabula lo dejaría en paz.

Unos años antes, Maya había ido a ver a John Mitchell Kramer, el hijo único de Greenman, un Arlequín británico que había sido asesinado por Tabula con un coche bomba en Atenas. Kramer se había convertido en criador de cerdos en Yorkshire, y ella lo había visto arrastrar barreños de comida por el barro para sus chillones animales. «Por lo que saben, no has traspasado la línea -le había dicho él-. Tú decides, Maya. Todavía estás a tiempo de dar media vuelta y llevar una vida normal.»

Maya decidió convertirse en Judith Strand, una joven que había cursado algunos estudios de diseño de productos en la Universidad de Salford, en Manchester. Se había mudado a Londres y empezó a trabajar como ayudante en una empresa de diseño donde finalmente le ofrecieron un contrato fijo. Los tres años que pasó en la capital se convirtieron en una serie de desafíos personales y de pequeñas victorias. Maya todavía recordaba la primera vez que había salido de su apartamento sin llevar armas. No llevaba protección contra la Tabula y se había sentido débil y vulnerable. En la calle estaba a la vista de todo el mundo. Cualquiera que se le hubiera acercado podía haber sido un asesino. Había esperado una bala o un cuchillo, pero no ocurrió nada.

Poco a poco fue saliendo más a menudo y puso a prueba su nueva actitud hacia el mundo. Ya no miraba el reflejo en las ventanas para ver si la seguían. Cuando comía en un restaurante con amigos ya no escondía una pistola en el callejón de atrás ni se sentaba de espaldas a la pared.

En abril infringió una de las principales normas de los Arlequines y empezó a visitar un psicólogo. Pasó cinco carísimas sesiones tumbada en el diván de una consulta de Bloomsbury llena de libros. Quería hablar de su infancia y de aquella primera traición en la estación de metro de Arsenal, pero no pudo. El doctor Bennett era un pulcro hombrecillo con grandes conocimientos de enología y porcelana antigua. Maya todavía recordaba su confusión cuando ella lo llamó «ciudadano».

– Pues claro que soy ciudadano -replicó él-. Nací y crecí en Gran Bretaña.

– Es sólo una etiqueta que mi padre utiliza. El noventa y nueve por ciento de la población lo forman ciudadanos o zánganos.

El doctor Bennett se quitó las gafas de dorada montura y limpió los cristales con un paño de franela verde.

– ¿Le importaría explicarme eso?

– Los ciudadanos son gente que cree entender lo que ocurre en el mundo.

– Yo no lo entiendo todo, Judith. Nunca he dicho tal cosa, pero estoy bien informado sobre la actualidad. Todas las mañanas veo las noticias mientras camino en la cinta.

Maya vaciló y al final decidió contarle la verdad.

– Los hechos a los que se refiere son mayormente ilusiones. La verdadera lucha de la historia se desarrolla bajo la superficie.

El doctor Bennett la obsequió con una sonrisa desdeñosa.

– Hábleme de los zánganos.

– Los zánganos son los que están tan abrumados por el desafío de sobrevivir que no se enteran de nada aparte de los asuntos cotidianos de sus vidas.

– ¿Se refiere a gente sin medios económicos, a los pobres?

– Pueden ser pobres o encontrarse en el Tercer Mundo; aun así siguen siendo capaces de transformarse a sí mismos. Mi padre solía decir: «Los ciudadanos hacen caso omiso de la verdad. Los zánganos están demasiado cansados».

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