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John Hawks: El viajero

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John Hawks El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad. Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Bennett se colocó de nuevo las gafas y cogió su cuaderno de notas.

– Quizá debería hablarme de sus padres.

La terapia llegó a su fin con aquella pregunta. ¿Qué iba a poder contar ella de Thorn? Su padre era un Arlequín que había sobrevivido a cinco intentos de asesinato a manos de la Tabula. Se trataba de una persona orgullosa, cruel y muy valiente. La madre de Maya provenía de una familia de sijs que durante generaciones había sido aliada de los Arlequines. En honor de su madre llevaba el brazalete kara de acero en la muñeca derecha.

A finales de verano había celebrado su vigésimo sexto cumpleaños, y una de las mujeres de la empresa de diseño la había llevado de compras por las tiendas de moda de West London. Maya compró algo de ropa elegante y colorista. Había empezado a ver la televisión intentando dar crédito a las noticias. A veces se sentía feliz -o casi- y agradecía los interminables entretenimientos de la Gan Máquina. Siempre había una nueva razón por la que preocuparse o un último producto que todos deseaban comprar.

A pesar de que Maya ya no llevaba armas, de vez en cuando se dejaba caer por un gimnasio de kickboxing de South London y se entrenaba con el instructor. Los martes y los jueves asistía a clases avanzadas en una academia de kendo y luchaba con una espada shinai de bambú. Intentaba fingir que se mantenía en forma, lo mismo que otros de su oficina, que se dedicaban a correr o jugaban al tenis. Sin embargo, era consciente de que se trataba de algo más. Cuando luchaba se concentraba plenamente en el momento, en defenderse y en destruir a su enemigo. Nada de lo que pudiera hacer en la vida civil llegaba a equipararse en intensidad.

En esos momentos se encontraba en Praga para ver a su padre y toda la familiar paranoia de los Arlequines volvió de pleno a ella. Tras comprar un billete en la taquilla del aeropuerto, subió al autobús y se sentó en uno de los asientos de atrás. Era una mala situación defensiva, pero no tenía intención de permitir que semejante detalle la preocupara. Contempló a una anciana pareja y a un grupo de turistas alemanes que subían y acomodaban sus equipajes. Intentó distraerse pensando en Thorn, pero su cuerpo tomó el control de la situación y la obligó a buscar otro asiento cerca de la salida de emergencia. Derrotada por su entrenamiento y llena de rabia, cerró con fuerza las manos y se puso a mirar por la ventana.

Había empezado a chispear cuando salieron de la terminal, y al llegar al centro llovía con fuerza. Praga se levanta a ambas orillas de un río, pero las estrechas calles y los grises edificios de piedra hicieron que Maya se sintiera como si estuviera atrapada en un laberinto de setos. Palacios e iglesias salpican la ciudad, y sus afiladas torres se alzan hacia el cielo.

En la parada del autobús, Maya se vio enfrentada a nuevas decisiones: podía caminar hasta el hotel o parar un taxi. Sparrow, el legendario Arlequín japonés, escribió una vez que los verdaderos guerreros «debían cultivar el azar». En pocas palabras, había propuesto toda una filosofía. Un Arlequín rechazaba la rutina y las costumbres cómodas. Vivía una vida de disciplina, pero no temía el desorden.

Llovía y se estaba empapando. La opción más lógica era tomar el taxi aparcado al lado de la acera. Maya lo pensó unos segundos y decidió comportarse como una ciudadana corriente. Sujetando sus maletas con una mano, abrió la puerta del vehículo y subió al asiento de atrás. El conductor era un tipo bajo y chaparro, con barba y aspecto de troll. Maya le dio el nombre de su hotel, pero el hombre no reaccionó.

– Es el hotel Kampa -le dijo en inglés-. ¿Hay algún problema?

– No hay problema -contestó el conductor arrancando.

El hotel Kampa es un gran edificio de cuatro plantas, recio y respetable, con toldos verdes en las ventanas. Está en una calle adoquinada al pie del puente Carlos. Maya pagó la carrera, pero cuando intentó abrir la puerta la encontró cerrada.

– Abra la maldita puerta.

– Lo siento, señora.

El troll apretó un botón, y el seguro saltó; sonriendo, el hombre miró cómo se apeaba.

Maya dejó que el botones se hiciera cargo del equipaje. Dado que iba a ver a su padre, había creído necesario llevar las armas de costumbre, que se encontraban ocultas en el trípode de la cámara. Su apariencia no denotaba ninguna nacionalidad en particular, y el portero se dirigió a ella en inglés y en francés. Para el viaje a Praga había descartado sus coloristas prendas londinenses y llevaba botines, un jersey negro y un amplio pantalón gris. Existía un estilo de vestir Arlequín, que hacía hincapié en los tejidos oscuros y en la costosa confección a medida. Nada ceñido y llamativo. Nada que pudiera estorbar en el combate.

En el vestíbulo había varios sillones con sus respectivas mesitas auxiliares. Un desteñido tapiz colgaba de la pared. En la zona del restaurante, un grupo de mujeres mayores tomaban té y cuchicheaban alrededor de una bandeja de pastas. En el mostrador, el recepcionista echó una rápida ojeada a la cámara de vídeo y al trípode y pareció satisfecho. Una de las normas Arlequín era que se tuviera siempre una explicación de quién se era y de qué se hacía en determinado lugar. El equipo de vídeo resultaba un atrezo de lo más habitual. Seguramente el portero y el recepcionista la habían tomado por algún tipo de cineasta.

La habitación de Maya era una suite del tercer piso, oscura y llena de falsas lámparas victorianas y muebles recargados. Una ventana daba a la calle, y la otra a la terraza del restaurante del hotel. Seguía lloviendo, de modo que estaba cerrado. Los parasoles a rayas de las mesas estaban empapados, y las sillas descansaban apoyadas contra las redondas mesas, como fatigados soldados. Maya miró bajo la cama y halló un pequeño regalo de bienvenida de su padre: un rezón y cincuenta metros de cuerda de escalar. Si la persona equivocada llamaba a la puerta, ella podría salir por la ventana y hallarse lejos del hotel en menos de diez segundos.

Se quitó el abrigo, se refrescó el rostro y dejó el trípode encima de la cama. Cada vez que pasaba los controles de seguridad del aeropuerto, los trabajadores siempre empleaban mucho tiempo en inspeccionar su cámara de vídeo y los distintos objetivos. Las verdaderas armas se encontraban escondidas en el trípode. En una de las patas había dos cuchillos, uno debidamente equilibrado para lanzarlo, y un estilete para apuñalar. Los metió en sus respectivas fundas y se los colocó bajo las tiras elásticas de sus antebrazos. Con cuidado se bajó las mangas del jersey y comprobó su aspecto en el espejo. El suéter era lo bastante amplio para ocultar por completo ambas armas. Maya cruzó las muñecas, hizo un rápido movimiento con los brazos, y un cuchillo apareció en su mano derecha.

La hoja de la espada estaba oculta en la segunda pata del trípode. La tercera albergaba la empuñadura y el guardamanos. Maya los montó en la hoja. El guardamanos pivotaba de manera que se podía abatir. Cuando llevaba la espada por la calle, la pieza quedaba paralela a la hoja de modo que toda el arma formaba una línea recta. Si resultaba necesario luchar, el guardamanos saltaba a la posición correcta.

Junto con el trípode y la cámara había llevado un tubo metálico de un metro veinte de largo que se colgaba a la espalda. El tubo ofrecía un aspecto vagamente técnico, como un objeto que cualquier artista llevaría a su estudio, pero se usaba para portar la espada cuando salía a la calle. Maya era capaz de sacar la espada del tubo en un par de segundos, aunque tardaba un segundo más en estar dispuesta para atacar. Su padre la había instruido en el manejo de las armas cuando no era más que una adolescente, y ella había desarrollado su técnica en una clase de kendo con un instructor japonés.

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