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John Hawks: El viajero

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John Hawks El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad. Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Los Arlequines también estaban entrenados para manejar pistolas y rifles de asalto. El arma favorita de Maya era la clásica escopeta automática, preferiblemente del calibre doce, con empuñadura de pistola y culata retráctil. El uso de una anticuada espada junto con armas modernas era un hecho aceptado -y apreciado- como parte del estilo de los Arlequines. Las armas de fuego resultaban un mal necesario, pero las espadas iban más allá de las épocas y se hallaban fuera del control y las concesiones de la Gran Máquina. Entrenarse con una espada desarrollaba el sentido del equilibrio, de la estrategia y la implacabilidad. Lo mismo que el kirpan de los sijs, la espada de un Arlequín vinculaba a cualquier luchador tanto con sus obligaciones espirituales como con las tradiciones guerreras.

Thorn también creía que había razones prácticas a favor de las espadas. Ocultas en equipos como el trípode, podían pasar los controles de los aeropuertos. Una espada era un arma silenciosa y tan inesperada que la sorpresa que causaba era un valor añadido ante cualquier enemigo desprevenido. Maya imaginó un ataque: primero una finta hacia la cabeza del oponente y a continuación un golpe en el lateral de la rodilla: una leve resistencia, el crujido del hueso y el cartílago y ya se había cortado una pierna al enemigo.

Entre las vueltas de la cuerda de escape había un sobre marrón. Maya lo abrió y leyó la dirección y la hora de la cita: a las siete en punto en el barrio de Betlémské námesti, en la parte vieja de la ciudad. Dejó la espada en su regazo, apagó todas las luces e intentó meditar.

Las imágenes flotaron en su mente, recuerdos de la única ocasión en que había luchado por su cuenta como Arlequín. En aquella época tenía sólo diecisiete años, y su padre la había llevado a Bruselas para que protegiera a un monje zen que estaba de visita en Europa. El monje era un Explorador, uno de los maestros espirituales capaces de mostrar al potencial Viajero la forma de cruzar a otras esferas. A pesar de que los Arlequines no estaban obligados a proteger a los Exploradores, los ayudaban siempre que les era posible. Aquel monje era un gran maestro… y se encontraba en la lista de sentenciados de la Tabula.

Esa noche, en Bruselas, el padre de Maya y su amigo francés, Linden, se hallaban cerca de la suite del hotel del monje. A Maya se le encargó que vigilara la entrada del ascensor de servicio en el sótano. Cuando llegaron los dos mercenarios de la Tabula no había nadie para ayudarla. Disparó en el cuello a uno de ellos con su automática y acuchilló al otro con la espada hasta matarlo. La sangre le salpicó el uniforme gris de camarera, manchándole manos y brazos. Maya lloraba histéricamente cuando Linden la encontró.

Dos años más tarde, el monje murió en un accidente de coche. Toda aquella sangre y dolor fueron inútiles. «Tranquilízate -se dijo-. Busca tu mantra particular. ¡Oh Viajeros que estáis en el cielo, malditos seáis!»

Alrededor de las seis dejó de llover, y Maya decidió ir caminando hasta el apartamento de Thorn. Salió del hotel y enfiló por la calle Mostecká hasta que llegó al puente Carlos. El puente gótico de piedra es ancho y estaba adornado con luces de colores que iluminaban una larga hilera de estatuas. Un mochilero tocaba la guitarra ante una gorra mientras un artista callejero hacía un dibujo al carboncillo de una turista entrada en años. Hacia la mitad del puente había una estatua de un mártir bohemio, de la que recordó haber oído que daba buena suerte. La suerte no existía, pero le tocó de todos modos la placa de bronce que estaba al pie mientras susurraba para sus adentros: «Ojalá alguien me ame y yo pueda devolverle ese amor».

Avergonzada por semejante muestra de debilidad, avivó el paso y acabó de cruzar el puente en dirección a la plaza Vieja. Comercios, iglesias y clubes nocturnos en sótanos se apretujaban unos al lado de otros igual que pasajeros de un tren abarrotado. Jóvenes checos y extranjeros de mochila pululaban ante los bares con aire aburrido y fumando marihuana.

Thorn vivía en la calle Konvikská, una manzana al norte de la prisión secreta de la calle Bartholomejská. Durante la guerra fría, la policía de seguridad se había incautado del convento para albergar en él sus celdas y cámaras de tortura. En esos momentos las Hermanas de la Caridad volvían a ocuparlo y la policía se había trasladado a otros edificios cercanos. Mientras Maya caminaba por el barrio comprendió por qué Thorn se había instalado allí. Praga seguía teniendo un aspecto de otros tiempos, y la mayoría de los Arlequines detestaban todo lo que pareciera nuevo. La ciudad contaba con unos servicios médicos decentes, buenos transportes y comunicaciones a través de internet. Había un tercer factor aún más importante: la policía checa había heredado la moral de la era comunista. Si Thorn sobornaba a la gente adecuada podría tener acceso a los archivos de la policía y al servicio de pasaportes.

En cierta ocasión Maya había conocido a un gitano en Barcelona que le explicó por qué tenía derecho a robar bolsos y desvalijar los hoteles de turistas. Cuando los romanos crucificaron a Jesús, prepararon un clavo de oro para atravesar el corazón del Salvador; entonces, un gitano -para él había gitanos en el Jerusalén de la época- había robado el clavo. Ésa era la razón por la que Dios les había dado permiso para robar hasta el fin de los tiempos. Los Arlequines no eran gitanos, pero Maya llegó a la conclusión de que su disposición era bastante parecida. Su padre y los amigos de éste tenían un alto sentido del honor y de su particular moralidad. Eran disciplinados y leales unos con otros, pero despreciaban las leyes de los ciudadanos. Los Arlequines se creían con el derecho de matar y destruir en virtud de su juramento de proteger a los Viajeros.

Dejó atrás la iglesia de la Santa Cruz y echó un vistazo al otro lado de la calle, hacia el número 18 de la calle Konvikská. Era un portal rojo encajonado entre una fontanería y una tienda de lencería en cuyo escaparate un maniquí lucía un liguero y unas medias de lentejuelas. Por encima del nivel de la calle había otros dos pisos, y todas las ventanas superiores aparecían o bien cerradas o bien pintadas de un gris sucio. Los Arlequines tenían como mínimo tres salidas en todas sus casas, una de las cuales era siempre secreta. Ese edificio tenía su puerta principal, roja, y otra más en la parte de atrás. Probablemente había un pasadizo secreto que conducía al piso de abajo y hasta la tienda de lencería.

Abrió la tapa del tubo portaespadas y lo inclinó ligeramente hacia delante de modo que la empuñadura sobresaliera apenas unos centímetros. En Londres, le habían llegado las órdenes del modo habitual: dentro de un sobre marrón que deslizaron por debajo de su puerta. Ignoraba si Thorn seguía con vida y si la esperaba en ese edificio. Si la Tabula había averiguado que había estado implicada en la matanza del hotel, nueve años atrás, le sería más fácil engañarla para hacerla salir de Inglaterra y ejecutarla en una ciudad extranjera.

Después de cruzar la calle, Maya se detuvo ante la tienda de lencería y contempló el escaparate. Buscó el tradicional símbolo Arlequín -como una máscara o un trozo de tela con los consabidos rombos-, cualquier cosa que pudiera aliviar su creciente tensión. Eran las siete en punto. Paseó lentamente por la acera hasta que vio una marca de tiza en el pavimento. Era una forma oval con tres líneas rectas: la representación abstracta del laúd de un arlequín. De haber sido obra de la Tabula, se habrían tomado la molestia de hacer que el dibujo se pareciera al instrumento. Sin embargo, la marca parecía hecha de cualquier manera, como si la hubiera dibujado un niño que no tuviera otra cosa que hacer.

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