Vicki miró a su alrededor. Hollis había convencido a alguno de los presentes, pero de ningún modo al reverendo Morganfield. Los fieles de más edad asentían, rezaban y murmuraban «amén».
– Debemos apoyar a los Arlequines y sus aliados, no solamente con nuestras oraciones, sino con nuestros hijos e hijas. Por eso he venido hoy aquí. Nuestro ejército necesita la ayuda de Victory From Sin Fraser. Le pido a ella que se una a nosotros y comparta nuestros avatares.
Hollis alzó la mano e hizo un gesto como si dijera: «Ven conmigo». Vicki sabía que aquélla iba a ser la elección más decisiva de su vida. Cuando miró a su madre vio que Josetta estaba llorando.
– Quiero tu bendición -susurró Vicki.
– No vayas. Te matarán.
– Se trata de mi vida, madre. Es mi elección. Sabes que no puedo quedarme.
Sin dejar de llorar, Josetta abrazó a su hija. Vicki notó los brazos de su madre estrechándola fuertemente y al fin dejándola marchar. Todos la observaron cuando salió de la fila de bancos y se reunió junto a Hollis en el altar.
– Adiós -dijo Vicki a la congregación. Su tono la sorprendió: sonaba firme y confiado-. Es posible que en las próximas semanas pida protección y ayuda a alguno de vosotros. Id a casa, rezad y decidid si queréis apoyarnos.
Hollis la cogió de la mano y ambos se dirigieron rápidamente hacia la puerta. En el camino de acceso había aparcada una camioneta con un techo de acampada sobre la plataforma de carga. Al subir, Hollis se quitó la pistola automática del cinturón y la dejó entre los dos.
– Hay dos mercenarios de la Tabula ahí delante, al otro lado de la calle -le dijo-. Confiemos en que no haya un segundo grupo observándonos.
Despacio, condujo el vehículo hasta que se metió por un camino de tierra que discurría entre dos hileras de casas. Hollis siguió girando hasta que desembocaron a una calle asfaltada a varias manzanas de distancia de la iglesia.
– ¿Estás bien? -Vicki miró a Hollis y sonrió.
– Tuve un pequeño encuentro con tres segmentados, pero ya te lo contaré después. He estado dando vueltas por la ciudad, yendo a bibliotecas y utilizando sus ordenadores. Me he puesto en contacto con ese Arlequín francés, Linden. Es el tipo que me envió el dinero y amigo de Maya.
– ¿Quién más compone ese «ejército» del que hablabas?
– En estos momentos, sólo estamos tú y yo, Maya y Gabriel. Ella lo ha traído de vuelta a Los Ángeles, pero escucha esto atentamente. -Hollis golpeó el volante con el puño-: Gabriel ha logrado cruzar las barreras. Es un Viajero, un Viajero de verdad.
Vicki contempló el tráfico cuando se incorporaron a la autopista. Miles de personas se sentaban confinadas al volante de sus cajones metálicos. Aquellos ciudadanos clavaban los ojos en el coche de delante mientras escuchaban el ruido de sus radios y daban como cierto que aquel instante y lugar formaban la única realidad posible. En la mente de Vicki, todo había cambiado. Un Viajero había roto las ataduras que lo confinaban al mundo del presente. La autopista, con sus vehículos y sus conductores, no era la respuesta definitiva, únicamente una alternativa entre las posibles.
– Gracias por haber ido a la iglesia, Hollis. Era peligroso.
– Sabía que estarías allí y me acordaba del callejón. Además, necesitaba el permiso de la congregación. Me dio la impresión de que la mayoría de ellos me apoyaba.
– ¿A qué clase de permiso te refieres?
Hollis se reclinó en su asiento y rió.
– Nos estamos ocultando en Arcadia.
Arcadia era un campamento que la congregación tenía en las colinas del noroeste de Los Ángeles. Una mujer blanca llamada Rosemary Khun, a quien le gustaba cantar los himnos de los Jonesie, había donado a la comunidad diecisiete hectáreas de una finca rural en Malibú. Tanto Hollis como Vicki habían estado allí de pequeños, en acampadas, nadando en la piscina y cantando canciones alrededor de un fuego los sábados por la noche. Hacía unos años que el pozo se había secado, y las autoridades habían clausurado la propiedad tras varias irrupciones ilegales. En esos momentos, la congregación intentaba vender la propiedad mientras que los herederos de Rosemary Khun habían presentado recursos ante los tribunales para recuperarla.
Hollis tomó la Route One que seguía la línea de la costa y después se incorporó a la autovía que cruzaba Topanga Canyon. Cuando giraron a la izquierda ante la oficina de correos de Topanga, la carretera se hizo estrecha y empinada, con robles y chaparrales a ambos lados de la calzada. Al fin pasaron bajo un arco de madera donde se leía lo que quedaba del cartel original, «cadia» y llegaron a lo alto de la colina. Un largo camino de tierra erosionado por las lluvias conducía hasta un aparcamiento de gravilla.
Las construcciones del campamento no habían cambiado en los últimos veinte años. El lugar disponía de dormitorios separados para chicos y chicas, de una piscina -en esos momentos vacía- con su cobertizo y de un centro comunitario que se utilizaba como comedor y centro para los servicios religiosos. Los largos y blancos edificios tenían techos de teja roja al estilo español. Los parterres y el huerto, en su momento pulcramente atendidos por los miembros de la congregación, aparecían llenos de malas hierbas. Todas las ventanas habían sido destrozadas, y el suelo estaba cubierto de latas de cerveza vacías. Desde lo alto de la loma se divisaban, a un lado, las montañas del interior; y al otro, el Pacífico.
Vicki creyó que estaban solos hasta que Maya y Gabriel salieron del centro comunal y cruzaron el aparcamiento para saludarlos. Maya tenía el mismo aspecto de siempre: fuerte y agresivo. Vicki observó a Gabriel buscando algún cambio en su apariencia. La sonrisa del joven parecía la misma, pero sus ojos la miraron con una nueva intensidad. Vicki no dejó de experimentar cierta inseguridad hasta que Gabriel le dijo hola y la abrazó.
– Nos tenías preocupados, Vicki. Me alegro de que estés aquí.
Hollis había pasado por un almacén de restos del ejército donde había comprado camastros plegables y sacos de dormir para los dos dormitorios. En la cocina del centro comunal había dejado un hornillo, garrafas de agua y cajas de comida en lata. Usaron una vieja escoba para barrer un poco el polvo y después se sentaron a una de las largas mesas. Maya conectó su ordenador y les mostró datos personales de ciudadanos norteamericanos recientemente fallecidos en accidentes de tráfico. Durante las siguientes semanas, conseguirían los certificados de nacimiento de aquellos difuntos; a continuación, sus permisos de conducir y, finalmente, pasaportes para distintas identidades. Cuando lo tuvieran todo, cruzarían la frontera con México y buscarían un lugar seguro donde esconderse.
– No quiero acabar en una cárcel mexicana -dijo Hollis-. Si vamos a abandonar el país necesitaremos dinero.
Maya les contó que Linden había mandado miles de dólares escondidos en un antiguo Buda. La figura estaba en manos de un marchante de arte de West Hollywood. Cuando uno era perseguido por la Tabula, mandar y recibir paquetes o dinero resultaba muy arriesgado. Hollis se ofreció voluntario para vigilar la parte de atrás del edificio cuando Maya entrara.
– No puedo dejar solo a Gabriel -comentó la Arlequín.
– No me pasará nada -repuso Gabriel-. Nadie conoce este lugar. Incluso suponiendo que la Tabula lo localizara, todavía tendría que llegar por esa empinada carretera, y nosotros veríamos los vehículos mucho antes de que estuvieran aquí.
La Arlequín cambió de opinión dos veces durante la comida, y al final llegó a la conclusión de que era importante hacerse con el dinero. Vicki y Gabriel permanecieron en el aparcamiento mientras veían la camioneta de Hollis alejándose colina abajo.
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