John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Pero no podía ser. Al final lo localizarían y estarían esperándolo. Tenía que hallar una manera de salir de la ciudad que no pudiera ser rastreada por la Gran Máquina. La espada y su vaina se le antojaban peligrosas. El peso, su carga hacían que se sintiera valiente. Si su intención había sido desaparecer en el Tercer Mundo, iba a tener que encontrar un lugar equivalente en Estados Unidos. Todos los taxis de Manhattan estaba registrados, pero se podían encontrar algunos piratas sin demasiada dificultad. Si el conductor podía hacerle cruzar el río hasta Newark, quizá desde allí pudiera coger un autobús que fuera hacia el sur.

Bajó en la Estación Este y subió corriendo por la escalera para coger el tren Z que llevaba a la parte baja de Manhattan. La lluvia se filtraba por una grieta del techo, y en el aire se respiraba moho y humedad. Permaneció solo en el andén hasta que los faros del tren aparecieron en el túnel. Moverse. No dejar de moverse. Era el único modo de escapar.

Boone estaba sentado en el inmóvil helicóptero con Mitchell y Krause. La lluvia seguía cayendo en la pista de aterrizaje. Los dos detectives pusieron mala cara cuando Boone les ordenó que no fumaran. Luego, haciendo caso omiso de su presencia, cerró los ojos y se concentró en las voces que le llegaban a través de los auriculares.

El equipo de internet de la Hermandad había accedido a las cámaras de vigilancia de doce gobiernos y organizaciones comerciales distintas. Mientras la gente se apresuraba por las aceras y los túneles subterráneos de Nueva York, mientras esperaba en las esquinas o subía a autobuses, los puntos nodales de sus rostros eran reducidos a ecuaciones numéricas. Y casi instantáneamente, dichas ecuaciones se comparaban con el particular algoritmo que personificaba a Lawrence Takawa.

Boone disfrutaba con la visión del constante flujo de información fluyendo como una corriente de agua negra y fría a través de cables y redes de ordenadores.

«Son todos números -se decía-. Eso es lo que somos en realidad, solamente números.»

Abrió los ojos cuando Simon Leutner empezó a hablar.

– De acuerdo. Acabamos de acceder al sistema de seguridad del Chase Manhattan Bank. En Canal Street hay un cajero automático que dispone de cámara de vigilancia. Nuestro objetivo acaba de pasar por delante camino del puente de Manhattan. -Sonaba como si Leutner estuviera sonriendo-. Supongo que no se habrá fijado en la cámara del cajero. La verdad es que se han convertido en parte del paisaje.

Una pausa.

– De acuerdo. Ahora nuestro objetivo está en la zona de peatones del puente. Es fácil. Acabamos de pinchar el sistema de seguridad de la Autoridad Portuaria. Las cámaras están colocadas en lo alto de los postes de luz, fuera de la vista. Podemos seguirlo a lo largo de la travesía.

– ¿Adónde se dirige? -preguntó Boone.

– A Brooklyn. El objetivo se mueve deprisa. Parece que en la mano derecha lleva algún tipo de palo o de bastón.

Una pausa.

– Está llegando al final del puente.

Una pausa.

– El objetivo está caminando por Flatbush Avenue. No, espere. Está haciendo señales al conductor de un coche de alquiler que tiene una baca en el techo.

Boone levantó la mano y conectó el intercomunicador del piloto del helicóptero.

– Ya lo tenemos -le dijo-. En marcha. Le diré adónde.

El conductor del coche de alquiler era un haitiano de mediana edad que llevaba una gabardina de plástico y una gorra de los Yankees. El techo del vehículo tenía una gotera, y el asiento de atrás estaba húmedo. Lawrence notó la fría humedad en las piernas.

– ¿Adónde quiere ir? -preguntó el haitiano.

– A Newark, en Nueva Jersey. Vaya por la Verrazano. Yo pagaré el peaje.

Al hombre la idea no pareció convencerlo del todo.

– Son demasiados kilómetros y tendré que volver de vacío. Nadie de Newark quiere ir a Fort Greene Park.

– ¿Cuánto vale la ida?

– Cuarenta y cinco dólares.

– Yo le pago cien. En marcha.

Satisfecho con el trato, el chófer metió primera, y el cascado Chevrolet traqueteó calle abajo mientras él tamborileaba con los dedos sobre el volante y canturreaba una melodía en criollo.

De repente, un ruido atronador se abatió sobre ellos, y Lawrence vio que un furioso torbellino arrojaba la lluvia sobre los vehículos aparcados. El chófer pisó el freno, atónito ante lo que veía: un helicóptero aterrizaba lentamente en el cruce de Flatbash y Tillary Street.

Lawrence agarró la espada y abrió la puerta de una patada.

Boone corrió a través de la lluvia. Cuando miró por encima del hombro vio que los dos detectives ya jadeaban en busca de aire y agitaban los brazos. Takawa estaba unos doscientos metros por delante, corriendo por Myrtle Avenue y doblando la esquina de St. Edwards. Boone pasó ante una tienda de empeños con barrotes en las ventanas, la consulta de un dentista y una boutique con un sugerente rótulo rosa y púrpura.

El perfil de las torres del proyecto inmobiliario de Fort Greene dominaba el horizonte igual que un muro medio caído. Los transeúntes que veían a tres individuos persiguiendo a un joven asiático se apartaban instintivamente o cambiaban de acera. Cosa de drogas, pensaban. Mejor no meterse.

Boone llegó a St. Edwards y echó un vistazo a la calle. La lluvia caía en la acera y los coches estacionados. El agua corría a lo largo de los bordillos y formaba charcos en los cruces. Alguien moviéndose. No. Era sólo una anciana con su paraguas. Takawa había desaparecido.

En lugar de esperar a los detectives, Boone siguió corriendo. Pasó ante dos viejos bloques de apartamentos, se asomó a un callejón y vio a Takawa escabulléndose por un hueco en la pared. Saltando por encima de un colchón abandonado y pisando bolsas de plástico, Boone llegó al agujero y descubrió una plancha de hierro galvanizado que sellaba una puerta. Alguien, probablemente algún drogata había forzado la plancha, y Takawa se había metido por allí.

Mitchell y Krause llegaron a la boca del callejón.

– ¡Cubran las salidas! -les gritó Boone-. Yo entraré a buscarlo.

Pasó con cuidado bajo la plancha de metal y entró en una larga estancia de altos techos y suelo de cemento. Se veía basura por todas partes y también sillas rotas. Años atrás, el edificio había sido utilizado como garaje. Había un banco de trabajo a lo largo de una de las paredes y un foso de reparaciones en el suelo donde los mecánicos se metían para trabajar de pie bajo los coches. El espacio rectangular estaba lleno de agua aceitosa y con la escasa luz reinante parecía conducir a una lejana cueva. Boone se detuvo al pie de una escalera de cemento y escuchó. Oyó el agua que goteaba en el suelo y después el ruido de un roce que provenía de arriba.

– ¡Lawrence! ¡Soy Nathan Boone! ¡Sé que está usted ahí arriba!

Lawrence se quedó inmóvil en el primer piso. Estaba solo. Su gabardina estaba empapada de agua y le pesaba por los cientos de billetes cosidos en el forro. Rápidamente se la quitó y la tiró a un lado. La lluvia le salpicó los hombros, pero no fue nada. Notaba como si se hubiera quitado un enorme peso de encima.

– ¡Baje! -gritó Boone-. ¡Si baja de inmediato no acabará malherido!

Lawrence arrancó el papel de embalar que cubría la funda de la espada de su padre. Luego, la desenvainó y examinó la reluciente nube de la hoja. La espada de oro. Una espada Jittetsu. Forjada en el fuego y ofrendada a los dioses. Una gota de lluvia le corrió por la cara. Perdido. Todo perdido. Lo había estropeado todo: su trabajo y su carrera. Su futuro. Las dos únicas cosas que poseía de verdad eran aquella espada y su coraje.

Dejó la vaina en el mojado suelo y caminó hacia la escalera blandiendo la espada.

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