John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– Puedes ver todo lo que desees, pero no pienso mentirte. Si te conviertes en un Viajero Insensible tendré que matarte. No podrá ser de otra manera.

La cautelosa solidaridad que los unía, el placer de verse el uno al otro había desaparecido. En silencio, siguieron avanzando por la desierta carretera.

48

Lawrence Takawa apoyó la mano en la mesa de la cocina y se quedó mirando el pequeño bulto bajo la piel, donde le habían insertado el chip de identificación del Enlace de Protección. Con la mano izquierda cogió una hoja de afeitar y contempló su agudo filo.

«Hazlo -se dijo-. Tu padre no tenía miedo.»

Contuvo el aliento e hizo una breve pero profunda incisión. La sangre brotó de la herida y goteó sobre la mesa.

Nathan Boone había estudiado las fotos tomadas por las cámaras de vigilancia en la recepción del hotel New-York, New-York de Las Vegas. Estaba claro que Maya era la joven rubia que se había registrado utilizando la tarjeta de Michael Corrigan. Un mercenario había sido enviado de inmediato al establecimiento, pero la Arlequín había conseguido escapar. Veinticuatro horas más tarde, uno de los equipos de seguridad de Boone había localizado la moto de Gabriel en el aparcamiento del hotel. ¿Estaría Gabriel viajando con Maya o tan sólo se trataba de una maniobra para despistarlo?

Boone decidió tomar un avión hasta Nevada para interrogar personalmente a todos los que habían tenido algún contacto con la Arlequín. Conducía de camino al aeropuerto de Westchester cuando recibió una llamada telefónica de Simon Leutner, el principal responsable del centro de ordenadores que la Hermandad tenía oculto en Londres.

– Buenos días, señor. Soy Leutner.

– ¿Qué ocurre? ¿Han encontrado a Maya?

– No, señor. Esto se refiere a otro asunto. Hace una semana, usted me ordenó que hiciera una comprobación de seguridad con todos los empleados de la Fundación Evergreen. Además de las llamadas telefónicas de rigor y del análisis de las tarjetas de crédito, intentamos verificar si alguien había utilizado el código de acceso para entrar en nuestros sistemas.

– Ése sería un objetivo lógico.

– El ordenador realiza un barrido de los códigos de acceso cada veinticuatro horas. Lo único que averiguamos fue que un empleado de Nivel Tres llamado Lawrence Takawa había entrado en un sector de información no autorizado.

– Yo trabajo con el señor Takawa. ¿Está usted seguro de que no se trata de un error?

– En absoluto. Takawa estaba utilizando el código de acceso del general Nash, pero la información fue a parar directamente a su ordenador personal. Supongo que no sabía que la semana pasada instalamos un dispositivo de rastreo de destinos.

– ¿Y cuál era el objetivo del señor Takawa?

– Buscaba cualquier envío especial hecho desde Japón para nuestro centro administrativo de Nueva York.

– ¿Dónde se encuentra ese empleado en estos momentos? ¿Ha comprobado su ubicación mediante el Enlace de Protección?

– Sigue en su residencia del condado de Westchester. Según el registro del día ha informado de que hoy no iría a trabajar por culpa de una infección vírica.

– En caso de que salga de su casa, hágamelo saber.

Boone llamó al piloto que le esperaba en el aeropuerto y pospuso su vuelo. Si Lawrence Takawa estaba ayudando a los Arlequines, eso significaba que la seguridad de la Hermanad había quedado seriamente comprometida. Un traidor era igual que un tumor oculto en alguna parte del cuerpo. Iban a necesitar un buen cirujano -alguien como Boone- para que extirpara el tejido maligno.

La Fundación Evergreen era la propietaria de todo un edificio de oficinas en Manhattan situado en la esquina de la calle Cuarenta y cuatro con Madison. Dos terceras partes las utilizaban los empleados oficiales de la Fundación que supervisaban las solicitudes de fondos para la investigación y gestionaban su aprobación. Esos empleados, apodados los Corderos, no tenían el menor conocimiento de la existencia de la Hermandad ni de sus actividades.

La Hermandad ocupaba los ocho últimos pisos del edificio, a los que se accedía mediante una serie de ascensores privados e independientes. En el directorio del edificio constaban como la sede de una organización no lucrativa llamada Nations Stand Together que supuestamente ayudaba a que las naciones del Tercer Mundo mejoraran sus defensas antiterroristas. Dos años antes, en una reunión de la Hermandad celebrada en Londres, Lawrence Takawa había conocido a una joven suiza que era la encargada de responder a las llamadas telefónicas y a los correos electrónicos enviados a Nations Stand Together. Según parecía, el embajador de Togo ante Naciones Unidas estaba convencido de que la organización deseaba conceder a su país un generoso crédito para que comprara equipos de rayos X para los aeropuertos.

Lawrence sabía que el edificio tenía un punto vulnerable. Los guardias de seguridad de la planta baja eran Corderos que no sabían nada de las otras actividades de la Hermandad. Después de dejar el coche aparcado en un solar de la calle Cuarenta y ocho, caminó por Madison hasta el edificio y entró en el vestíbulo. A pesar de que fuera hacía frío, había dejado el abrigo y el guardapolvo en el coche. No llevaba maletín, sólo una taza de café tapada y un sobre de papel marrón. Formaba parte del plan.

Mostró su tarjeta de identificación al guardia más mayor de la recepción y le sonrió.

– Voy a las oficinas de Nations Stand Together en el piso veintitrés.

– Sitúese en el recuadro amarillo, señor Takawa.

Lawrence se colocó ante el escáner de iris, una gran caja gris instalada en el mostrador de seguridad. El vigilante apretó un botón, y una cámara fotografió los ojos de Lawrence; a continuación, comparó las imperfecciones de sus iris con los datos del archivo y brilló una luz verde. El guardia hizo un gesto de asentimiento a su joven colega hispano que había al final del mostrador.

– Enrique, por favor, acompañe al señor Takawa hasta la planta veintitrés.

El joven vigilante lo acompañó hasta los ascensores y pasó una tarjeta por el sensor. Lawrence se quedó solo. Mientras el ascensor ascendía en silencio, abrió el sobre marrón y sacó una tabla sujetapapeles con unos cuantos impresos de aspecto oficial. De haber llevado abrigo o maletín, algún empleado podría haberle preguntado adónde iba; pero un joven bien vestido y de aspecto confiado que llevara un sujetapapeles no podía ser otra cosa que un colega. Quizá se tratara de un recién incorporado al servicio informático que regresaba de su momento de descanso. Los ladrones no llevaban tazas de café recién hecho.

Lawrence localizó rápidamente la sala de correo y utilizó su tarjeta para entrar. Los buzones estaban situados en una de las paredes, y el correo ya había sido introducido en las ranuras correspondientes. En esos momentos, el encargado del reparto estaría seguramente empujando su carrito por el pasillo y no tardaría en volver. Lawrence tenía que encontrar el paquete y salir de allí lo antes posible.

Cuando Kennard Nash había mencionado la idea de conseguir una espada talismán, Lawrence había asentido obedientemente y prometido que encontraría una solución. Días más tarde llamó al general y le dio una respuesta tan imprecisa como le fue posible: los archivos de información indicaban que un Arlequín llamado Sparrow había resultado muerto en un enfrentamiento en el hotel Osaka y que existía la posibilidad de que la rama japonesa de la Hermandad hubiera conseguido hacerse con la espada del muerto.

Kennard Nash dijo que se pondría en contacto con sus amigos en Tokio. La mayoría de ellos eran influyentes hombres de negocios convencidos de que los Viajeros ponían en peligro la estabilidad de la sociedad japonesa. Cuatro días después, Lawrence utilizó el código de acceso del general para acceder a su archivo de mensajes. «Hemos recibido su petición. Nos alegramos de poder serle útil. El objeto solicitado ha sido enviado al centro administrativo de Nueva York.»

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