Gabriel había dejado su casco, guantes y cazadora en la furgoneta. De vuelta en su cabaña del motel de carretera, Maya cogió su ropa de ir en moto y se la puso. Tuvo la impresión de que la piel de Gabriel, su presencia, la envolvía. En Londres había conducido una escúter, pero el bólido italiano era una máquina grande y potente. Tenía problemas para hacerla girar, y los engranajes rascaban cada vez que cambiaba de marcha.
Esa noche dejó la moto en el aparcamiento del hotel, entró en el casino del New-York, New-York y utilizó una cabina telefónica de pago para hacer la reserva de una suite. Veinte minutos más tarde, se acercó al mostrador de recepción cargando sus dos maletas.
El recepcionista era un joven musculoso con el pelo rubio cortado muy corto. Por el aspecto tendría que haber estado dirigiendo un campamento de verano en Suiza.
– Espero que disfruten de un fin de semana divertido -comentó, y luego les pidió algún documento de identificación.
Maya le entregó su pasaporte falso y la tarjeta de crédito de Michael Corrigan. Los números pasaron de la terminal a un ordenador central y de allí a algún otro superordenador en alguna parte del mundo. Maya observó atentamente el rostro del recepcionista, por si aparecía alguna señal de tensión si en la pantalla se reflejaba el aviso de «tarjeta robada». Estaba dispuesta a mentir, a escapar, incluso matar si era necesario, pero el joven sonrió al tiempo que le entregaba la tarjeta llave. Cuando Maya entró en el ascensor tuvo que meter la tarjeta en la ranura para marcar el número del piso. Ahora el ordenador del hotel sabía exactamente dónde estaba: en el ascensor que subía a la planta catorce.
La suite de dos habitaciones tenía un televisor panorámico. Los muebles y los sanitarios eran mucho más grandes que los habituales en los hoteles británicos. Los norteamericanos eran personas muy corpulentas, pensó Maya. Pero había algo más que eso: un deseo consciente de sentirse agobiada por el tamaño de las cosas.
Maya escuchó gritos y luego un fuerte retumbar. Cuando abrió las cortinas, vio una montaña rusa en la azotea de un edificio a unos ciento cincuenta metros de la ventana. Sin hacer caso de la distracción, abrió los grifos de la bañera y el lavabo, utilizó una pastilla de jabón, y empapó varias toallas. En la sala, dejó los mapas de carreteras y un lápiz en la mesa. Había una bolsa con las servilletas pringosas y los recipientes sucios de un restaurante de comida rápida junto al televisor. Con sus acciones, Maya estaba construyendo una pequeña historia que sería leída e interpretada por los mercenarios de la Tabula.
Ya habían transcurrido unos veinte minutos desde que el número de la tarjeta de crédito había sido registrado por la Gran Máquina. Volvió al dormitorio, abrió las maletas y guardó parte de la ropa en los cajones. Vaciló, metió la mano en el bolso y sacó la pequeña pistola automática alemana que había cogido de la maleta en Resurrection Auto Parts.
El arma era la prueba definitiva de que ella había estado en el hotel. La Tabula nunca estaría dispuesta a creer que una Arlequín abandonara un arma a sabiendas. Si la policía descubría la pistola comprobaría que la tenía registrada en su banco de datos, y los ordenadores de la Tabula que husmeaban en internet la localizarían de inmediato.
Maya estaba revolviendo las sábanas cuando oyó un leve clic en la otra habitación. Alguien había introducido una llave de tarjeta en la cerradura y estaba abriendo la puerta.
Su mano derecha acarició el estuche de la espada. La dominaba el deseo Arlequín de atacar, atacar siempre y destrozar cualquier amenaza a su seguridad; no obstante, eso no la ayudaría en su objetivo, en este caso, confundir a la Tabula con informaciones falsas. Miró a su alrededor y vio la ventana corredera que daba a la terraza. Desenfundó el estilete y se acercó a las cortinas. Tardó dos segundos en cortar dos tiras de tela.
El suelo del cuarto contiguo crujió cuando el intruso caminó lentamente por la moqueta. Quien fuera que estuviera en la salita se detuvo unos segundos, y Maya se preguntó si estaría haciendo acopio de valor antes de atacar.
Con las tiras de tela en la mano, Maya abrió la corredera y salió a la terraza. El cálido aire del desierto la rodeó. Las estrellas todavía no habían aparecido, pero los neones multicolores centelleaban en la calle. No tenía tiempo de confeccionar una cuerda. Ató ambas tiras a la barandilla y saltó por encima.
Las cortinas estaban hechas de fino algodón y no podían soportar su peso. Una se desgarró y rompió. Maya se balanceó en el aire mientras se sujetaba a la otra tira y seguía descendiendo hasta el piso inferior. Oyó una voz más arriba. Quizá la habían visto.
No tenía tiempo para pensar o tener miedo. La Arlequín se aferró a la barandilla y se encaramó al balcón. Una vez más desenfundó el estilete y vio que se había cortado la palma de la mano. «Condenado por la carne, salvado por la sangre.» Abrió la ventana corredera y atravesó corriendo la desierta habitación.
Una de las razones que hacía que Michael disfrutara viviendo en el centro de investigación era el modo en que el personal parecía anticiparse a sus necesidades. Cuando regresó por primera vez de las barreras se había sentido confuso y vulnerable, inseguro de la realidad de su propio cuerpo. Tras unas cuantas pruebas médicas, el doctor Richardson y Lawrence Takawa lo llevaron a la sala de observación privada de la galería para que se reuniera con el general Nash. Michael pidió entonces un zumo de naranja, y a los cinco minutos volvieron con un tetrabrik de un cuarto de litro que seguramente habían sacado de la fiambrera de algún conserje.
En esos momentos acababa de regresar de su segunda experiencia cruzando las barreras y todo había sido dispuesto para su comodidad. En una mesa auxiliar de la galería había una jarra de zumo de naranja helado, y al lado tenía una bandeja de plata con galletas de pepitas de chocolate recién hechas, como si un ejército de matronas con delantales hubiera estado haciendo preparativos para su regreso.
Kennard Nash se encontraba sentado en un sillón de cuero negro mientras daba sorbos a un vaso de vino. Desde el primer momento en que habían iniciado sus conversaciones, a Michael le había extrañado que Nash no tomara notas; pero en ese instante comprendió que las cámaras de vigilancia nunca dejaban de funcionar. A Michael le complacía que todo lo que hiciera o dijera tuviera la importancia suficiente para ser grabado y analizado. Todo el complejo de investigación dependía de su poder.
Nash se inclinó hacia delante y habló en tono sosegado.
– ¿Y entonces empezó el fuego?
– Sí. Los árboles comenzaron a arder. Fue entonces cuando encontré el camino que me condujo al pequeño pueblo en mitad de la nada. El pueblo también estaba en llamas.
– ¿Había alguien allí o estaba usted solo? -preguntó Nash.
– Al principio pensé que el pueblo estaba desierto. Entonces entré en aquella pequeña iglesia y vi a mi hermano, a Gabriel. No llegamos a hablar porque él se metió por un paso que seguramente lo condujo de vuelta a su mundo.
Nash sacó el móvil, marcó un número y habló con Lawrence Takawa:
– Copie los últimos cinco segundos de nuestra conversación y mándeselos al señor Boone lo antes posible.
El general cerró el móvil con un gesto seco y volvió a coger el vaso de vino.
– Su hermano sigue prisionero de un grupo terrorista llamado los Arlequines. Obviamente lo han entrenado para cruzar a otros mundos.
– Gabriel llevaba la espada japonesa de nuestro padre. ¿Cómo puede ser?
– Nuestras investigaciones nos dicen que los Viajeros pueden llevar con ellos ciertos objetos llamados «talismanes».
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